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Antes se vota a un mentiroso que a un cojo

Rajoy quiere que Cospedal siga siendo la secretaria general del PP

Carlos Hernández

Una semana después todos respiramos más tranquilos. Hoy tenemos suficientes indicios para albergar la esperanza de que el futuro inquilino de la Casa Blanca sea más un mentiroso que un loco. Donald Trump no esperó ni siquiera 24 horas para demostrar lo poco sinceras que habían sido sus promesas electorales. Solo unos minutos después de ser declarado ganador, compareció ante sus seguidores para decirles a la cara que les había engañado. El ya presidente electo de los Estados Unidos se quitó la careta pseudofascista que le había permitido obtener 60 millones de votos para transformarse, al menos aparentemente, en una persona razonable dispuesta a hacer lo contrario de lo que había predicado durante la campaña. Esa misma línea le guió también en su primera entrevista televisada: no deportará a 11 millones de inmigrantes ilegales; no hará a México pagar los costes de un muro… que tampoco será muro; no derogará el Obamacare…; y no solo no perseguirá policial y judicialmente a Hillary Clinton sino que, a tenor de sus elogios, acabará poniéndole una estatua frente al Capitolio.

Aunque en este caso el fraude a su electorado, si es que se confirma, puede beneficiar a la sufrida humanidad, no deberíamos pasar por alto la gravedad del hecho: nuevamente un dirigente político alcanza sus objetivos engañando abiertamente a los ciudadanos. Es cierto que falsedad y política son dos términos que siempre han caminado disimuladamente de la mano; el problema al que nos enfrentamos ahora es la exhibición descarada de la mentira en una sociedad que reacciona cada vez con menos indignación y se mueve entre la aceptación y la mera resignación. Mentir cada vez pasa menos factura y, por el contrario, suele reportar pingües beneficios al que emplea esa técnica sin ningún tipo de complejo. Beneficios como la Casa Blanca, beneficios como todo un Brexit.

El líder del UKIP británico tampoco dejó enfriar las urnas de aquel referéndum para asumir que había mentido. Ante la incredulidad de la presentadora de la ITV, Nigel Farage reconoció que su argumento estrella durante la campaña era sencillamente falso: habían engañado a los votantes al decirles que, si ganaba el ‘no’, podrían destinar al Servicio Nacional de Salud los 350 millones de libras semanales que, hasta ese momento, se enviaban a Bruselas. Nigel mintió como su amigo Donald… y no pasó nada.

Algunos analistas vinculan la mentira con ese fenómeno que definen como populismo, en el que encajarían tanto Trump como Farage. Sin embargo esos y otros líderes ‘populistas’ jamás habrían surgido sin el trabajo previo que les hicieron los partidos tradicionales. ¿Estaría capitalizando Marine Le Pen los votos de los sectores más desfavorecidos si los socialistas franceses hubieran gobernado… como socialistas? ¿Habría nacido Amanecer Dorado o el propio UKIP si los dirigentes de la Unión Europea hubieran cumplido sus promesas en lugar de preocuparse exclusivamente por el bienestar de los mercados? Si todos los políticos son unos mentirosos, ¿por qué no votar al que más y mejor miente?

En nuestro país necesitaríamos una enciclopedia y no un breve artículo como este para desglosar la espiral de falsedades en que está inmersa nuestra clase política. Rajoy ganó las elecciones en 2011 prometiendo exactamente lo contrario de lo que pensaba hacer: no subir el IVA, reducir el IRPF, no recortar en sanidad ni en educación, etc. Desde entonces, el presidente del Gobierno y su partido se han movido en el terreno de la ficción: eufemismos para justificar su línea económica antisocial; negaciones, artimañas y excusas frente a la corrupción; mentiras y más mentiras inyectadas en dosis tan altas que nos han insensibilizado.

La atípica situación que se ha vivido en nuestro país durante el último año, con repetición de elecciones incluida, ha terminado de consolidar esta democracia de la mentira. Los partidos de la oposición, en bloque, pidieron el voto para sacar al PP de la Moncloa. Aunque con muy distinto grado de responsabilidad, todos incumplieron su promesa. Unos se pasaron de estrategas, otros entregaron su alma a la primera de cambio y fueron los socialistas los que terminaron consumando la traición con mayúsculas. El resultado final es que los sufragios de ocho millones de españoles que votaron contra el PP fueron utilizados por el PSOE y Ciudadanos para dar la presidencia a Mariano Rajoy.

Este último acto de la “oposición” no ha hecho sino legitimar lo ocurrido y adentrarnos en la tiranía del embuste. Solo porque hemos asumido la mentira, Esperanza Aguirre podrá continuar insistiendo impunemente en que fue ella quien destapó la trama Gürtel. Solo porque toleramos la falsedad, quien fue su mejor portavoz durante los meses del finiquito en diferido es hoy ministra de Defensa. A Cospedal no le han pasado factura sus patrañas, como tampoco la han despeinado esas últimas noticias que llegan desde Toledo, y que confirman judicialmente que su campaña electoral en Castilla-La Mancha pudo ser pagada con dinero negro procedente de comisiones ilegales.

Trump, Farage, Rajoy o Díaz nos están demostrando que la mentira, en nuestro mundo, no tiene las patas cortas. No, en España tampoco se coge antes a un mentiroso que a un cojo. Si la sociedad y los medios de comunicación no reaccionamos pronto, no nos quedará otro remedio que inventar un nuevo refranero con el que describir la agonía final de nuestra sistema democrático.

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