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'El amor vuelve a cambiar', por Ignacio Escolar

Amoralidad versus dilema moral

María Luisa de la Oliva de Castro

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En este artículo mi intención es poder pensar en los actos y sus consecuencias, para lo cual haré referencia a varios ámbitos.

En primer lugar, el de la Justicia, y el estupor y temblor por las declaraciones ante el TS de Miguel Ángel Rodríguez y de Alberto González Amador. ¿Qué tipo de relación tiene MAR con la verdad de manera que puede decir una cosa y la contraria sin pestañear? ¿Cómo puede mencionar chulescamente su pelo blanco como argumento para sostener una supuesta orden de arriba que él mismo se inventó? ¿Cómo puede responder argumentando que sus bulos eran mera deducción lógica?

Esos actos tienen un nombre: amoralidad, y su única garantía es una idea de libertad entendida exclusivamente al servicio del propio beneficio sin responsabilidad alguna. Idea que cercena su sentido original de emancipación, independencia, autonomía, y que conlleva la responsabilidad de los propios actos. Frente a esa amoralidad, nos encontramos con el dilema moral de José Precedo en su comparecencia ante el TS del que nos habló Ignacio Escolar en su artículo del 8 de noviembre de 2025.

Dilema entre revelar o no las fuentes periodísticas. Si lo hubiera hecho, hubiera supuesto la pérdida de la garantía en la que se sostiene la libertad de prensa. Como no lo hizo, eso podría dificultar que el FGE no sea condenado. Dilema moral que supone una carga subjetiva muy difícil de soportar.

En 1797, Immanuel Kant y Benjamin Constant mantuvieron una polémica acerca de la legitimidad de la mentira. Para Kant la verdad ha de ser un deber, y transformarse en un principio universal. Para B. Constant aislar ese principio resultaría inaplicable, y destruiría la sociedad. Pero si se rechaza, la propia sociedad será también destruida, pues eso implicaría que las bases de la moral quedarían trastocadas. La salida que halló fue la articulación entre el deber y el derecho: “decir la verdad es un deber, pero solamente en relación a quien tiene el derecho a la verdad. Ningún hombre, por tanto, tiene derecho a la verdad que perjudica a los otros”. No revelar las fuentes periodísticas se basaría en este principio.

B. Constant sostiene que es fundamental que haya principios para que haya algo fijo. Sabemos de la fragilidad actual de los principios generales en los que apoyarnos. Hay un desfallecimiento de lo simbólico, tanto en la política como en la familia y la educación. Podemos decir que está operando una corrupción de la palabra, y que su estatuto está cambiando. Corrupción que conduce directamente a la mentira como premisa fundamental. Estamos asistiendo en streaming al espectáculo de la impunidad frente a la mentira, y eso, no es sin consecuencias para los sujetos. Es un imperativo pensar en ello.

El otro ámbito que quiero abordar para pensar en los actos y sus consecuencias me lo proporciona el cine. En la película Frankenstein de Guillermo del Toro, el “monstruo” sufre por haber sido creado sin la posibilidad de morir. Un pobre “monstruo” que sufre por no tener ni siquiera un nombre, de haber sido arrojado al exterior sin ninguna asistencia, y que porta tan solo una palabra: Víctor, el nombre de su hacedor. Es gracias al encuentro con un anciano ciego y de largo pelo blanco -no todos los que tienen pelo blanco son canallas- , que halla por fin un lugar en el mundo, le otorga el don de la palabra, y por ende una existencia. Desde entonces vaga a la búsqueda de Víctor para demandarle que cree una criatura de otro sexo para acompañarle en esa vida amputada de la muerte y por ello carente de sentido. Una vida sin vida que para él es el hecho de ser inmortal.

¿Qué mundo es el que ha “creado” criaturas políticas cuya ambición es otra, la de vivir más de 150 años, o una “ciencia” cuya finalidad es la de conseguir la vida infinita? Es el país en el que habitan científicos parientes lejanos de Victor Frankenstein, y que desde Sillicon Valley dirigen la “Universidad de la singularidad” con Ray Kurzweil a la cabeza.

¿Cómo no van a estar los jóvenes desnortados, desafectados políticamente si no ven un “horizonte de grandeza”? A falta de ello, el vacío que deja lo ocupan por doquier los nuevos vendedores de crecepelo, monigotes disfrazados de el Cid que buscan la causa de los males en los más desprotegidos, los parias de la tierra a quienes tan solo les queda como opción buscar otro país, otro lugar que, como el anciano de pelo blanco de Frankenstein, le dé un lugar, lo acoja.