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No dejemos a nadie atrás
“Qué vergüenza da saber lo mal que actúa esta sociedad con sus mayores”. Así me wasapeaba un amigo ante la mortandad en nuestras residencias por efecto de la actual pandemia y las noticias sobre supuestos protocolos sanitarios de no atender en los hospitales a personas procedentes de residencias de ancianos.
Lo primero que habría que decir es que la mortandad, en sí misma, no indica que nuestra sociedad actúe mal en el sentido moral; de entrada, está claro que ha habido una errónea forma de administrar la vida de las personas mayores. Ante una pandemia como esta, las residencias tal como están concebidas en la actualidad no son una buena idea; eso ha quedado claro. Pero el error no creo que sea malicioso. Por otra parte, pensemos lo que habría pasado si el virus se hubiese cebado en las niñas y adolescentes; tal vez estaríamos discurriendo en cómo cambiar la cuartelaria estructura de colegios e institutos y, salvo tal vez los adolescentes, nadie pensaría en que la malicia ha guiado la concepción de nuestros espacios de enseñanza.
Por otra parte, no faltan economistas (no me molestaré en buscar las referencias) que señalan que, desde el punto de vista de la renta, el colectivo de la tercera edad está mucho mejor provisto que la juventud e incluso, las niñas. Recordemos los datos de la pobreza infantil o el papel de la pensión de la abuela en el mantenimiento de familias enteras durante la Gran Recesión.
Me viene a la mente ahora, la película de La balada del Narayama. En ella, una sociedad paupérrima tenía la tradición de que las ancianas eran llevadas a la montaña a morir de frío cuando se quedaban sin dientes (digo las mujeres porque son ellas las que, si no mueren en el parto, suelen durar más que los varones, como todo el mundo sabe). La madre de uno de los personajes se da con un canto en los dientes literalmente porque sus dientes no se caen y su familia ha de mantenerla en perjuicio de los más jóvenes.
Cabe preguntarse si, precisamente, “no dejar a nadie atrás” no habrá conseguido empeorar las perspectivas de vida de las generaciones futuras, ya vapuleadas por la Gran Recesión. Porque, puede que me equivoque, pero si hago caso a lo que he leído, las personas que se han muerto de la COVID-19 han sido, en su inmensa mayoría personas ya debilitadas, entre las que se incluyen, obviamente, la mayor parte de los ancianos. Esto, desde luego, no es bueno, pero puede considerarse un mal menor. Imaginemos si la pandemia hubiese afectado mayoritariamente a las generaciones en actividad productiva o a los menores. Si lo primero, pensemos en cómo estaríamos ahora tras el corte en los suministros, los transportes o la venta de comestibles por las bajas acumuladas (o los sanitarios, cuyas bajas en dicha situación se habrían multiplicado exponencialmente). Si lo segundo, las secuelas psiquiátricas en unas sociedades en las que no es frecuente que mueran las personas más jóvenes.
Evidentemente, no estoy hablando en favor de aquellos que elaboraban protocolos en los que las personas mayores, por el hecho de vivir en una residencia, se les negaba una oportunidad. Sin embargo, en una situación de pandemia, el triaje en la entrada a las urgencias de un hospital (que no en la habitación de una residencia) es la dura realidad.
¿Hemos tratado mal a nuestros mayores? Si hablamos en términos generales, no lo creo. Evidentemente, como insiste cierto partido de ultraderecha, casos de maltrato a ancianos los hay. Pero si las cifras respaldan que existe la violencia de género, no respalda que haya violencia geriátrica. Y ya he hablado de la situación económica de los ancianos que, con ser mejorable, puede ser mejor que la de otros colectivos. No obstante, puede que muchos consideren que a las abuelas y abuelos se los aparca en residencias; lo mismo cabría decir de niños y jóvenes en colegios e institutos. Y no puede uno quejarse de que algunos ancianos mueren solos y a la vez rechazar que estén en residencias o al contrario. Todo no se puede tener.
A este respecto, la pandemia puede señalarnos dos temas de reflexión. El primero, hasta cuándo y en qué condiciones es razonable alargar la vida humana, no sólo desde el punto vista de quien ve cómo afecta a un ser querido sino de salud y economía públicas. La segunda, si estamos preparados para que la próxima pandemia, o la segunda parte de esta, afecte al grueso de las personas que mantienen nuestra vida habitual en pie.
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