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Dicen que hubo una vez un país sin rey
Dicen, pero vaya a saber usted si es cierto, que hubo una vez un país en que no hubo rey. La gente de las ciudades decidió no apoyarle y él tuvo que abdicar y marcharse. Vinieron cinco años convulsos porque los señorones del dinero, del poder y de la iglesia no querían perder sus prebendas.
Por eso, otro día llamaron a los generales llenos de estrellas y galones y estos acabaron por las armas con aquella atrevida experiencia. ¡Un pueblo sin amos, bah! ¡Qué ridiculez!
De entre aquellos generales, uno de ellos, el más bajito pero no el menos fiero, ordenó disparar contra todo lo que se moviera y consiguió limpiar el país de veleidades igualitarias. Durante los siguientes cuarenta años, después de una guerra provocada con el único y noble fin de restablecer la ley de Dios, dicen que aquel general robó, torturó, asesinó y encarceló a todos aquellos que se atrevían a poner en duda la más mínima coma de su doctrina. No habría habido tantos problemas con las decenas de miles de cadáveres que se agolparían a la caída de la tarde en el extremo de los paredones. Se habrían excavado profundos socavones junto a los arcenes y los cuerpos habrían servido para rellenar, con la flexibilidad de la mejor argamasa, el vientre de las futuras y modernas carreteras. Eso sí, téngase en cuenta que quizás todos los testimonios que así confiesan no pasan de ser más que atribuciones e imaginaciones de perdidos viajeros y tristes y errabundos soñadores que nunca vivieron aquella época de claridad diáfana. Parece ser que, al menos, eso sí, los pocos enemigos que sobrevivieron, así como sus familias, fueron pintados de pintura roja para que el mundo mundial los pudiera reconocer bien de lejos.
Un día el general comprendió que envejecía. Fue entonces cuando se aprestó a instruir a su heredero, el príncipe nieto del otro rey que se había marchado.
A la muerte del anciano sanguinario, el apuesto príncipe subió al trono. Para asegurarse en él consiguió poner de acuerdo a los viejos amigos del dictador con sus enemigos. A los primeros los nombró marqueses, a los segundos barones. Dicen las malas lenguas que a ambos les prometió una tajada en los botines del reino a los que contribuían todos los súbditos. Entre ambas facciones habrían llegado a redactar la Carta Magna del reino, asegurando al magnate la posibilidad de realizar todo tipo de actividades delictivas sin tener que rendir cuentas ante la ley.
Barones y marqueses volvieron, como en las lejanas tradiciones del siglo anterior, a alternarse en el poder y a detentarlo consiguiendo que el enemigo callara de ellos lo que ellos callaban del enemigo. Lo hicieron durante treinta años sin estorbo, con el beneplácito del monarca.
El 15 de mayo de un año cualquiera, el pueblo, empobrecido y harto, pero alentado por la primavera, decidió salir a las plazas a gritar y poner en jaque al sistema. Sin embargo, el sistema supo reaccionar a tiempo, creando la apariencia de un ala reaccionaria de los marqueses y de un ala revolucionaria de los barones. Gracias a ellos consiguieron acallar al pueblo mientras el pueblo elucubraba, banalmente, con no callar nunca más.
Barones y marqueses, marqueses y barones, elegían a sus amigos los jueces, de modo que, al ser juzgados, ninguno de ellos tuviera que acabar dando cuentas a nadie. El nuevo rey, hijo del anterior, volvió a estar a salvo. Su barba poblada y canosa creaba buenas vibraciones entre los afligidos súbditos que se sentían a salvo con su patronazgo aunque, de paso, sufrieran un poco de hambre y frío, o alguno tuviera que ser desahuciado de su casa para poder seguir consintiendo a los patrones que esa casa fuera rentable.
Sin embargo, una vez al año, entre villancicos de Navidad, el monarca daba un discurso memorable y amainaba las tempestades con el loable fin de que sus súbditos pudieran descansar sin sobresaltos la noche de Nochebuena.
Todo esto dicen. Esta es la historia que murmuran en los corrillos de aquel país que parece que existía o habría existido. También levantan testimonios asegurando que todo esto no se podría contar a las claras porque resultaría peligroso.
Dicen. Pero también es verdad que muy probablemente tales historias, por hiperbólicas, no pasen de ser más que meras conjeturas y que aquel país, de verdad de las buenas, nunca existiera ni exista jamás. La ficción no tiene límites y tales relatos, como usted comprenderá, no pueden pertenecer más que al vasto imperio de la imaginación.
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