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De enemigos a contrincantes dialécticos

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En medio de la barahúnda de la ley de amnistía, cabría preguntarse: ¿tienen los pueblos, las comunidades, la capacidad para perdonar?

A pesar de su formulación, la interrogación inquiere sobre la suma de los comportamientos individuales, es decir, sumados, uno a uno, así como acerca de la responsabilidad moral que acarrearía. Sin embargo, en este tipo de tesituras, la motivación de los actos se sustituye por la memoria colectiva en la escala de unas comunidades que llevan aparejadas una carga o «conciencia histórica» y, por tanto, un «relato» (término clave del debate público en la actualidad) que suele encontrarse trufado de constantes afrentas, profundos disensos y acerados rencores. En este sentido, siempre se produce una intrincada dialéctica entre lo privado y lo público que estructura este tipo de conflictos.

Históricamente, la respuesta parece negativa, ya que el deseo de reconciliación de los pueblos enfrentados —máxime cuando conviven en un mismo territorio y en realidad se trata de la escisión ideológica e identitaria dentro de una misma comunidad— no dejaría de ser eso mismo, un desiderátum, amén de un discurso al que se le opondrían, y a menudo con inquina, otros de signo contrario. La tesis sería que, al carecer de conciencia moral los colectivos humanos (algo que obedecería a lo lógica de que ello resultaría tanto más difícil cuanto mayores son dichas comunidades), la tendencia sería a recaer en la repetición de los mismos esquemas de odios y humillaciones, alimentando esos endiablados círculos viciosos de la ley de talión que todos conocemos. De manera que, como suele ocurrir, nos toparíamos de nuevo con la aciaga y —en apariencia— ineluctable afirmación de C. Schmitt acerca de la irreductibilidad de las relaciones de amigo-enemigo en lo que a política concierne. El corolario parece ser que, a diferencia de lo que ocurre con la memoria individual, las fuerzas de pulsión y repulsión, como señala P. Ricoeur, funcionan de otra manera en la memoria colectiva. Pero yo me atrevo a poner en tela de juicio las antedichas consideraciones, precisamente porque creo que esas fuerzas, en efecto, funcionan de distinta manera en el seno de la sociedad civil, pudiéndose distender.

Porque, con todo, ¿no se podría aspirar, como primer paso, a una suerte de normalidad que soterrara, inconfesadamente, un mínimo perdón mutuo? Hablamos de algo menos profundo que la confraternización, pero tampoco despreciable, como sería el respeto y normalización de las interacciones cotidianas más nimias. En vez de espetarse ambos bandos el consabido «y tú más», podrían hacer gala de civismo y aun de un cierto cosmopolitismo, considerando siquiera la posibilidad de moderar la intensidad de sus querellas y fraguar una especie de respetuosa cultura de la consideración mutua. Urge interrumpir la concatenación de odios que, tras décadas (cuatro, para ser lo más exactos posibles), podría ya tildarse de «hereditarios», invirtiendo el signo de la pertinacia, de forma que, como segundo y más decisivo paso, traten de comprenderse, por todos los medios intelectivos, las razones del otro, lo que cambiaría automáticamente su estatuto desde el de enemigo al de contrincante dialéctico.

Muchos columnistas (filósofos, novelistas, periodistas) escriben semanalmente contundentes columnas contra el secesionismo y, más allá de los argumentos serios y sólidos que puedan o no esgrimir, me parece advertir que, en algún momento de sus artículos (en el peor de los casos, a veces ya desde el mismo título) muy a menudo algo se tuerce, de forma que la antedicha contundencia se confunde con la maledicencia o el sarcasmo oportunista, con una retórica sin ética, como el burdo juego de palabras («necionalistas») que hace poco leí en una columna de un insigne intelectual que, en mi opinión, puso entre paréntesis, como mínimo, el adjetivo que le he antepuesto, cuando se rebajó a expresarse en esos términos. Es un ejemplo de muchos.

¿De verdad es esa la manera de invitar a mi contrincante dialéctico para que escuche mis razones? Frente al monolito de lo imperdonable yo propongo otro régimen de pensamiento que presupone, además, el respeto mutuo y una cierta anuencia: el del intercambio de ideas, una contundente maza para demoler al primero.

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