Ópera y juventud: una relación pendiente

Con su nuevo disco, Rosalía ha demostrado que la ópera no es un género del pasado, sino una herramienta poderosa para hablar del presente. La artista catalana no solo juega con los códigos del flamenco o el pop, sino que se atreve a mirar hacia la ópera como forma de expresión contemporánea. Y lo hace sin complejos, con la naturalidad de quien entiende que este lenguaje sigue siendo capaz de interpelar a la sociedad actual y de dialogar con las sensibilidades del presente.

Sin embargo, el acceso de los y las jóvenes a la ópera sigue siendo una asignatura pendiente. Las instituciones culturales —especialmente aquellas que reciben millones de euros en financiación pública— tienen la responsabilidad de garantizar que este arte no se convierta en un lujo reservado a una minoría. Porque cuando una entrada de último minuto cuesta 35 euros, lo que se está haciendo es condicionar el acceso a la ópera a la capacidad económica de las familias. Y eso, en un país donde la precariedad juvenil es estructural, es una barrera difícil de salvar.

La consecuencia es clara: sin jóvenes en las salas, no hay relevo generacional. Y sin relevo generacional, la ópera corre el riesgo de convertirse en un ritual vacío, desconectado de la sociedad a la que debería interpelar. La ópera también nos pertenece. No solo como herencia cultural, sino como un espacio desde el que imaginar otros mundos posibles, cuestionar lo establecido y dar forma a nuevas sensibilidades.

Es hora de que las instituciones culturales, tanto públicas como privadas, dejen de tratar a los jóvenes como un público potencial y empiecen a reconocerlos como lo que ya son: ciudadanos con derecho a acceder, participar y transformar la cultura. También la ópera. Porque si la ópera quiere seguir viva, tiene que dejar de hablar solo del pasado y empezar a escuchar al presente. Y el presente también tiene 20 años, va en metro, y no puede pagar 35 euros por una entrada de último minuto de escasa o nula visibilidad.