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No tenemos remedio

José María Barbado

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Perdonen que sea pesimista, pero con las perspectivas que se tienen de nuestro comportamiento en este desastre no puedo aventurar que vayamos a mejorar después.

El espectáculo que estamos dando al mundo no puede ser más lastimoso. Un gobierno que está intentando capear un temporal acerca del que nadie sabe nada, y que improvisa, y que comete errores, porque ante la novedad de los acontecimientos hay que construir soluciones sobre la marcha, recurriendo a veces al ensayo-error, puesto que hasta los expertos desconocen el alcance del problema, y una oposición que no tiene escrúpulos y desaforadamente aprovecha la coyuntura para provocar la caída del gobierno y volver al estado natural de las cosas, es decir, que gobiernen ellos. No les importa lo más mínimo la situación extremadamente grave que vivimos ni el vacío que se abre ante nuestros pies: “Que se hunda España, que nosotros la levantaremos” ¿Les suena esta frase? Sus únicas soluciones son el lazo negro y el reconocimiento a las víctimas, que eso se les da muy bien. Y no tienen empacho en decir que la culpa de la situación sanitaria y económica es del gobierno. Sin una propuesta. A verlas venir.

Acusamos a los políticos en general de pequeñez para afrontar la grave crisis sanitaria y económica que estamos atravesando y que se instalará entre nosotros durante mucho tiempo. Y es cierto: a grandes problemas pequeños políticos, pero ¿quién ha colocado a esos políticos en su puesto? ¿El pueblo “soberano”?

Miedo da que esté al frente del principal partido de la oposición una persona que ha sido capaz de obtener media licenciatura en un suspiro desde que entró en política, habiendo tardado siete años antes en la otra media, con un máster más que discutido y a quien habría que investigar por si realmente tiene el título de graduado escolar. Hasta ahora no ha propuesto una sola medida para ayudar a sobrellevar la crisis. Dado lo visto, lo más probable es que si las tuviera, que no las tiene, se las guardaría, no sea que el gobierno las asumiera y tuviera éxito.

Miedo da el ultramontano que niega que se ayude a los necesitados para que puedan sobrevivir a la crisis y que propone la eliminación de chiringuitos políticos mientras que él ha vivido casi siempre de una 'paguita' de cargos a dedo, y que hace de la exclusión y del odio su bandera, pero me da escalofrío reparar en que cuatro millones de personas le han puesto ahí. Y de esos cuatro millones, solo una pequeña parte está defendiendo sus posiciones de privilegio; los demás…

¿A quién tenemos al frente del país? Dudo mucho de la eficacia en la gestión pública de las personas que llegan al poder a base de maniobras para eliminar a los adversarios incluso de su propio partido, que pueden cambiar de opinión de la noche a la mañana solo para conservar ese poder; en eso consiste su ideología. Su acción será pues, acomodaticia, vinculada a las posibilidades de mantenerse en el cargo, y no al revés.

Muchos censuramos que se tiren los trastos a la cabeza pero muchos otros corean a quienes lo hacen. Es como la pelea a muerte de dos personas situadas al borde de un precipicio. El fragor de la lucha y el deseo de aniquilamiento les ciega y no se percatan de que ambos pueden caer al vacío. ¿No sería mejor tener un gesto de lucidez y esperar al menos a continuar la lucha tras apartarse lo suficiente de la sima?

No puede ser. ¿Qué nos pasa a los españoles para comportarnos de esta forma? ¿Por qué somos especialmente proclives a difundir los bulos o a participar en las tareas de acoso y derribo? No se me ocurre otra explicación que la que siempre suelo dar en estos casos: la deformación y la desinformación. Y de esto sálvese quien pueda.

No tengo ningún recato en decir que vivimos alienados, que pensamos lo que quieren que pensemos, que nos educan para soportar el sistema y no para mejorarlo, y mucho menos para cambiarlo; que nos sacude una tormenta de informaciones contradictorias para las que no tenemos elementos de análisis ni, por supuesto, la suficiente formación crítica; que tendemos a decantarnos por las vías más simples y populistas, pero que al mismo tiempo damos por válidas las explicaciones más confusas y sofisticadas.

Con estas mimbres, cualquier gobierno saldrá malparado de esta crisis de temibles proporciones. La mejor gestión posible nunca será reconocida porque los resultados serán devastadores gobierne quien gobierne, y tardaremos años en salir de esta; la propia naturaleza desconocida de los elementos contra los que luchamos hará que los resultados no puedan ser netamente positivos y que casi todos suframos las consecuencias. Las medidas que a unos les vendrán bien, a otros les rechinarán, incluso habrá a quienes casi nada les resulte medianamente aceptable. De esos “casi todos” que sufriremos las consecuencias, muchos, tal vez los más desfavorecidos de la fortuna, se decantarán por las posiciones más populistas y morderán la mano de quien al menos habrá intentado ayudarles, tal vez sin conseguirlo plenamente, sin darse cuenta que de otra forma posiblemente les hubiera ido peor.

Lo que expreso en las líneas precedentes no son dogmas de fe, y estoy deseando que alguien me rebata estos argumentos, y, como siempre, anhelo que mi pesimismo salga derrotado por una nueva realidad que nos haga mejorar tras las lecciones bien aprendidas.

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