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Testigo de silencio y euforia

Detalle de la corteza de un árbol

Silvia Bosch

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La semana pasada estuve en el parque del Oeste de Madrid paseando con dos amigas: Fátima y Marisa. Desde el inicio de la desescalada, fue uno de los pocos días que viaje en autobús. Iba con miedo, algo que siento con frecuencia en esta época de pandemia.

La vista del césped verde fue el regalo especial de la tarde, un oasis de frescor en medio del asfalto pegajoso que casi se derrite en Madrid durante el mes de julio. Recordaba un parque menos amplio. La gente caminaba, se tumbaba en mantas o traía sillas desde casa para disfrutar de la naturaleza, en sustitución a las veladas solitarias en casa. Adaptarse a la nueva normalidad implica salidas prudentes muy vigiladas para no contagiarse.

Las tres amigas estábamos al corriente de nuestras vidas. Aun sin vernos, el contacto por mensajes ha sido frecuente durante los últimos meses. En el parque compartí un sentimiento común que me invade varias veces al día: estremece pensar en profundidad sobre el significado de la epidemia y las consecuencias personales, económicas y psicológicas que supone la COVID-19.

Después de dos horas de charla nos despedimos con la promesa de repetir un paseo similar en compañía de otros amigos.

Al día siguiente recuperé mis visitas al parque que yo frecuento de siempre, llevo años paseando por la Dehesa de la Villa, ese conjunto de laderas cercanas al Canal de Isabel II donde se alternan las zonas verdes cuidadas por los jardineros con grandes parches secos, allí donde no llegan los trabajadores ni el riego automático. Paja amarilla y retamas de cardos abrasados por el sol del verano.

El sendero más ancho de todos es por donde caminan niños, jóvenes y mayores. Se pueden ver bicicletas, corredores y hasta una mujer tocando las castañuelas. Mientras paseo, reflexiono sobre el invierno del 2020, tranquilo hasta febrero, después la rutina quedó interrumpida por una sorpresa en el mes de marzo, algo inesperado: desapareció todo el mundo del parque y las calles. El silencio se sintió semana tras semana. No estuve para experimentar lo solitario que se quedó el camino del parque durante el confinamiento, pero desde casa pude imaginar el sonido, se limitaba al cantar de las aves, anidaban o buscaban pareja. Les resultaba más fácil emparejarse sin ruido alrededor. Por la noche los mirlos cantaban largo tiempo.

Esa situación duró hasta mayo. Un buen día el sendero se llenó de visitantes, una cifra exagerada. La marabunta humana paseaba con las temperaturas frescas de la mañana y después invadían de nuevo los senderos a última hora de la tarde cuando bajaba el calor. Bicicletas, patinetes y un artilugio de cuatro ruedas conducido por una joven que se recostaba en el sillín y parecía dirigirse a una competición de reclinables. Las personas no se limitaban a caminar, aplaudían, saltaban, decían las palabras “bien, por fin, me alegro”. El parque no estaba acostumbrado a semejante euforia, algo nunca visto en los últimos años. Los pájaros se asustaron y prefirieron volar alto.

El parque de la Dehesa tiene pinos centenarios, testigo de múltiples reuniones de jóvenes. Su memoria debe acumular risas, fiestas veraniegas y registros de paseos primaverales. Seguro que un 30 de marzo de tiempos remotos pasaron una pareja abrazada, ella de blanco con un velo sobre la cabeza y el hombre de oscuro. Sacaron fotos con amigos, todos muy elegantes, bien peinados y mostrando caras felices. El grupo gritó varias veces “vivan los novios”.

También hubo acontecimientos violentos y la construcción de trincheras que se cavaron en el año 1936, los árboles mayores de la Dehesa escucharon balas y la metralla se incrustó en las ramas hasta que terminó la guerra civil en Madrid.

Durante tan larga vida, el parque no recordaba un episodio tan atípico como el de marzo del 2020: la tranquilidad y el silencio de cincuenta días. Si los árboles tuvieran capacidad para preguntar, querrían saber:

—¿Qué pasó con el ser humano en ese tiempo?

—¿Se quedaron en sus casas sin salir?

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