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En tiempos de “bulocracia”
Vivimos tiempos convulsos, especialmente ahora. El desarrollo de la tecnología y la instauración de un renovado sistema mediático, con todas sus ventajas e innovaciones, ha supuesto a su vez la irrupción de un conjunto de prácticas anómalas y contaminantes para el funcionamiento de los medios de comunicación y los proveedores de información en general.
El auge de las fake news, favorecido en gran medida por la consolidación del periodismo digital y la descomunal influencia sociocultural adquirida por las redes sociales, es una de las consecuencias directas de esta nueva dinámica.
Las actuales circunstancias, favorecidas por la predisposición de la ciudadanía a creerse lo que quiere creerse, o lo que le interesa en función de sus creencias, han derivado en una degeneración del propio concepto de información. Esta ya no es considerada como una fuente objetiva de conocimiento o como una herramienta de integración social, sino como un mero producto prefabricado destinado a la alimentación de los egos y a la reafirmación de las convicciones personales.
A un votante de derechas no le interesa ver publicado un nuevo caso de corrupción del Partido Popular, un votante de Podemos no quiere ver una noticia que haga énfasis en cómo Pablo Iglesias deslegitima su propio discurso sobre la casta comprándose un chalet, un aficionado del Real Madrid no quiere que en un medio se critique un arbitraje que favorece a su equipo, igual que un ultracatólico no quiere leer que hay casos de abusos en la Iglesia, aunque los haya.
Es esta tendencia al descrédito interesado y a la confirmación ciega la que ha generado el ambiente idóneo para la difusión masiva de bulos y la elaboración de noticias a la carta.
Gracias a ello, a día de hoy son frecuentes en las redes sociales perfiles dedicados única y exclusivamente a la generación de información ficticia, tóxica y en la gran mayoría de los casos con finalidades políticas. Esa anarquía informativa ha sido aprovechada por la ultraderecha, que ha convertido la red en su principal canal de difusión de propaganda barata y populismo. Mentira a mentira, el reaccionarismo ha logrado tejer una devastadora red de desinformación, cuya maquinaria se ha intensificado aún más, aprovechando la debilidad nacional y la búsqueda de culpables. El público está hambriento y con el juicio nublado, ellos solo tienen que soltar la carnaza.
Y es que desde que el Gobierno decretara el estado de alarma hace ya más de quince días, el país entero se encuentra sumido en una profunda incertidumbre. Las circunstancias son extraordinarias, y la situación de confinamiento se ha erigido en el escenario propicio para la proliferación de informaciones manipuladas y noticias falsas. La desesperación y la ansiedad extendidas por la nación en estos duros momentos se han convertido en el combustible perfecto para la “bulocracia”, o gobierno de la mentira.
Los efectos de la cuarentena no se limitan al ámbito sanitario y económico. El sector mediático también está sufriendo las imprevisibles consecuencias del Covid-19. La razón de esta alteración del flujo informativo es el aumento exponencial del número de horas que los españoles dedican a las redes sociales, lo cual ha derivado en un crecimiento directamente proporcional de la difusión de vídeos, noticias y todo tipo de informaciones relacionadas con la pandemia, muchas de ellas espurias.
Antes de la llegada del coronavirus, un 83 % de los españoles reconocía haberse encontrado habitualmente con noticias falsas. Realizando un simple ejercicio de inducción, y dando cuenta del imparable torrente de informaciones manipuladas e invenciones que asolan la red con motivo de esta crisis, no sería ni mucho menos descabellado que ese porcentaje hubiese alcanzado la plenitud en la primera semana de confinamiento.
Esta vertiginosa corriente constituye un peligro flagrante para la democracia y para la libre conformación de la opinión pública. La “bulocracia” es, en definitiva, una lacra que se extiende más rápidamente incluso que la propia pandemia, y que solo se puede combatir con altas dosis de responsabilidad, con prudencia y con imparcialidad. La crítica abunda en un momento en el que la autocrítica se torna más necesaria que nunca, y nosotros tenemos la última palabra.
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