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Yo me vacuné en el Wanda

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Ya tengo puesta la primera dosis de la vacuna AstraZeneca. El sábado, como indicaba el SMS recibido, me fui al Estadio Wanda Metropolitano. Día 24, puerta 24. A treinta y dos kilómetros de mi casa.

Identificada con el código QR enviado en dicho mensaje de móvil, pasé un primer control, caminé rodeando el estadio por sus pasillos internos e hice cola con otras decenas de ciudadanos frente a la gran sala vacunódromo.

No hubo que esperar mucho. Nos ubicaron rápidamente. Me tocó en el puesto 11, al final del todo. Así que recorrí aquel largo espacio con el recuerdo de las vacunaciones franquistas de mi infancia. Sentí la misma soledad, rodeada de pacientes desconocidos como yo y de organizadores del tráfico humano que nos movían en masa como entonces. Y un parecido desconcierto. Porque las vacunas son indispensables para acabar con la pandemia, pero ¿no se podían poner en los centros de salud, como las de la gripe, en espacios y medios menos grandilocuentes y más humanos?

Tras nueva identificación QR, esta vez para poder emitir el certificado de vacunación por impresora, me senté en la silla que me indicaron, algo confusa. Porque una sanitaria me pedía el móvil, mientras otra sugería que me descubriese el brazo izquierdo. Y yo no era capaz de hacer ambas cosas a la vez. Además, quería proteger ese hombro y destapar el derecho, a cambio. Pero no me atreví ni a proponerlo entre tantas prisas. Total, para qué. Ya me las apañaría. Y volvieron a inundarme sensaciones parecidas, de cierta indefensión injusta sufrida en la niñez y que todavía escuece al recordarla.

Apenas noté un pinchazo levísimo, me dieron el certificado y me dirigieron a la zona de reposo: unas sillas de sala de espera desperdigadas, llenas de otros como yo. Éramos los de 60-65, supongo. Aunque algunos me parecieron bastante mayores. No sé. A saber qué pinta tengo yo y cómo me ven los que me rodean.

La última vacuna de la gripe me pareció más dolorosa. Desde luego, la dosis inyectada debía de ser de mayor volumen, porque recuerdo un pinchazo largo y que el último empujón dolía. La AstraZeneca fue un suspiro tan breve y delicado, que llegué a dudar de que realmente me hubieran puesto la cantidad necesaria. Sentada frente a los ventanales y los paneles informativos, mi duda dejó paso, en seguida, a un escozor en la zona que diluyó tan estúpidos recelos. Menos mal, me dije.

Entonces una enfermera nos dio una charla sobre síntomas esperables, medicación apta y no apta y recomendaciones variopintas que me trasladó sin pretenderlo a los años ochenta. Recordé los consejos en grupo de las matronas del hospital, también masificado, donde nacieron mis hijos. Fue igual ayer que hace treinta y muchos años: me transmitieron lo indispensable. Pero esas charlas, repetidas cada pocos minutos en ambos casos, me parecieron igualmente improvisadas y simplonas, con un regusto paternalista incómodo. Y que serían más certeras y adecuadas si nos las hiciesen los médicos y enfermeras que nos conocen y no necesitan decirnos generalidades.

Pero, ¿para qué dotar a la atención primaria de más sanitarios y medios? El neoliberalismo salvaje que nos gobierna en Madrid prefiere vacunarnos a todos en estadios o almacenes. Darles ese dinero a los amigos, crea obligaciones clientelares. Y puertas giratorias estupendas para cuando haya que dejarlo o vengan mal dadas. Lo que no me explico es que el ganado, perdón, la gente, que como yo somos vacunados así, en masa, crea que esto es buena gestión.

Dijeron que en diez o doce semanas volverían a citarnos. O no. Porque todo cambiaba cada día. Que estuviéramos atentos. ¿A qué?, pensé yo ¿a un nuevo SMS o a charlas como esa? Pero terminaba la segunda ronda informativa (apenas parecida a la primera, qué curioso, aunque no puedo asegurar que fuese la misma persona quien la dio) y me tocaba irme del recinto. Me vine a casa. Otros treinta y dos kilómetros. El brazo duele, pero no hay ningún síntoma maligno de esos de los que nos avisaron. Al menos por ahora.

Que todo siga así y contaré la siguiente entrega.

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