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Verdades
La verdad es una moneda de cambio. Especialmente en política. Vale, todos viajamos con nuestras verdades a cuestas –según me hago viejo pesan más sobre los hombros- las defendemos con pasión pese a su carácter de duda permanente porque ellas son el sustento de nuestra particular idiosincrasia. Y obviamente la política no está libre de esta tesitura; cada cual argumenta por sus intereses y es lícito que sea así, es parte del juego, esta exposición de las verdades de otros (algunos las tienen en Suiza). No hace tanto tiempo se puso de moda el concepto de posverdad, referido a una distorsión de la realidad para influir en la opinión pública por medio de la manipulación de emociones colectivas. El señor Feijóo, por ejemplo, sostenía con absoluta seriedad en un foro de jóvenes en 2022 que “la mentira o la posverdad nos esclaviza. Y de hecho podemos situar el nacimiento de la posverdad en aquella distopía escrita por Orwell allá por el año 84”. (Tengo la teoría de que deberíamos nombrar Patrimonio Cultural Inmaterial a los líderes de la derecha española, no por su contribución al desarrollo, sino por los buenos ratos que nos proporcionan sus discursos). En fin, posverdad como término ha decaído, pero no el concepto, que viene de antiguo y con vocación de perpetuidad. En plena escalada del conflicto entre Israel y Palestina, una buena parte de la clase política y numerosos medios de comunicación coinciden en denominar terrorismo a la matanza de civiles israelíes por Hamás, pero no a la masacre de civiles palestinos por Netanyahu. Al estado israelí le asiste el sagrado derecho a defenderse, en tanto que el pueblo palestino, incluso en la lucha por su supervivencia, resulta culpable por definición. Nacen ya extremistas, vaya. Discursos, soflamas y comunicados institucionales que dicen defender nuestra amada libertad occidental tachan de antisemitismo cualquier crítica al estado de Israel a la vez que califican, sin el mínimo recato, como acto de apoyo al terrorismo el despliegue de una bandera palestina.
Me pregunto qué puede hacer uno desde su insignificancia. Observar asombrado estas cuestiones y dudar si el mundo es real o quizá la vida es sueño, si es verdad lo que he escuchado o es todo entelequia, fantasía. Siento que bajo mis pies se mueve el suelo y temo perder el contacto no ya con la realidad, sea esta cual sea, sino con mi frágil mundo, ese que me edifiqué con tanto esfuerzo sumando verdades que eran dudas.
Corro al parque, busco el tilo, el enorme, gran, hermoso tilo, miro como siempre alrededor para comprobar que no me observan y me acerco a su madera oscura, abrazo con ímpetu su tronco y al sentir su piel rugosa rozando mi piel estremecida percibo otro tipo de verdad, esta sin palabras, muda, tan cercana y comprensible como me permiten mis capacidades. Quisiera permanecer allí, por mucho tiempo. Pero en ese tris oigo un zumbido, levanto los ojos al follaje, descubro un millón de abejas libando en puntitos amarillos -el tilo está en flor- y concentro mis capacidades en no hacer un gesto inconveniente. Me alejo con pasos cortos, miro al árbol desde la distancia, escucho otra vez con atención y echo en la mochila de mi idiosincrasia una nueva –posible- certidumbre, más pequeña, grande y revolucionaria: la verdad es el estado de las cosas.
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