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La desigualdad en democracia

Una persona pide dinero en una calle de Madrid.  AP / Gtresonline

Ignacio Urquizu

El reparto de la riqueza siempre ha sido un reto para la democracia. Clásicos como John Stuart Mill o Alexis de Tocqueville vieron en la desigualdad una amenaza. Para estos autores, si los pobres podían votar, quizás su primera decisión fuese expropiar a los ricos. Por ello, pronosticaban que el derecho de propiedad no podría sobrevivir a las demandas de la mayoría.

En cambio, Karl Marx llegó a ver en la democracia una oportunidad, aunque sólo fue por un momento. En su narración de El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte plantea el sufragio como una posibilidad para tomar el poder por parte del pueblo, que siempre tiene pretensiones redistributivas.

Pero lo cierto es que la desigualdad y la democracia han sobrevivido de forma conjunta, sin ser una amenaza y sin implicar siempre redistribución. Esto es, en muchas ocasiones, la participación de los ciudadanos en la toma de decisiones no ha significado un mejor reparto de la riqueza. Entonces, ¿cuál es en realidad la relación entre democracia y desigualdad?

Si atendemos al origen de las democracias, los últimos estudios revelan que uno de los factores que más explica su surgimiento es la igualdad. O sea, es al menos una de las conclusiones más relevantes de un conocido estudio de Carles Boix y Susan Stokes, que más tarde desarrollaría Carles Boix en solitario en su libro Democracy and Redistribution (2003, Cambridge University Press).

Una de las ideas más extendidas en ciencia política es que el desarrollo económico producía democracias. Conocida como la teoría de la modernización y desarrollada por Saymour Martin Lipset, su argumento principal era que, si una sociedad accedía a un elevado nivel de desarrollo (extensión de la educación, aumento de la renta per cápita, incremento del asociacionismo, etc.), esta modernización acabaría forzando el surgimiento de democracias representativas.

No obstante, los datos no avalaban tan sencillo argumento. Fernando Limongi y Adam Przeworski analizaron 135 países entre 1950 y 1990 y observaron que, en realidad, no es el desarrollo económico lo que produce el surgimiento de democracias. De hecho, existen numerosos casos de dictaduras ricas. Para estos autores, la aparición de sistemas políticos que permiten la participación de la ciudadanía es una cuestión exógena que depende de factores tan diversos como la muerte del dictador (Francisco Franco), la convocatoria de un referéndum (Augusto Pinochet) o revueltas ciudadanas (la 'primavera árabe').

Modernización y democracia

En cambio, una vez que la democracia aparece en un país, si su economía no progresa, puede acabar contribuyendo al final de la experiencia democrática. Por lo tanto, no sería la modernización lo que explicaría el surgimiento de los sistemas representativos pero sí, la esperanza de vida de los regímenes democráticos.

No obstante, es cierto que el estudio de Limongi y Przeworski se centra en un periodo temporal en el cual los principales países ya eran sistemas políticos con sufragio universal. En consecuencia, se hacía necesario mirar mucho más atrás en el tiempo, cuando pasaron de ser oligarquías a democracias. Además, algunas variables que podrían ser consideras relevantes, como la desigualdad o la apertura económica, no estaban incluidas en su análisis. Esto es lo que hacen Boix y Stokes. Estos académicos observan que detrás del surgimiento de las democracias, entre otros factores, está la igualdad.

Así, si la riqueza está repartida de forma muy equitativa, aumenta la probabilidad de que un país se convierta en una democracia. En el fondo, esta evidencia empírica no haría más que confirmar el argumento de los clásicos: cuando se reducen las posibles tensiones redistributivas del futuro, la democracia deja de ser una amenaza.

Pero ¿hasta qué punto Stuart Mill o Tocqueville estaban en lo cierto? Es decir, una vez que las democracias surgieron, ¿se produjo la redistribución en perjuicio de los que más tenían?

El gráfico que acompaña este texto (ver página 54) muestra la evolución del porcentaje de riqueza nacional que acumulan el 10% (líneas superiores) y el 1% más rico (líneas inferiores) de varias economías desarrolladas. En todos los países se observa la misma tendencia: desde principios del siglo XX y hasta finales de los años 70, los más acomodados han visto descender su riqueza como porcentaje de la renta nacional. Esto es un claro indicio de redistribución.

Los temores de los clásicos parecían fundados. Cuando toda la ciudadanía pudo votar, la demanda de un mejor reparto de la riqueza se tradujo en el establecimiento de Estados de bienestar. Es durante estas décadas cuando la socialdemocracia pasó por su etapa dorada, expandiendo las políticas sociales a amplias capas de la sociedad.

Pero fue el Estado de bienestar y no la socialización de los medios de producción lo que permitió la redistribución. Es cierto que después de la Segunda Guerra Mundial siguió debatiéndose dentro de la izquierda la conveniencia de las nacionalizaciones. Pero este debate ha ido apareciendo y desapareciendo en la historia del socialismo, sin que pueda afirmarse que haya tenido efecto alguno sobre la igualdad.

Así, por ejemplo, en los años 80, cuando François Miterrand accedió a la presidencia de Francia, decidió nacionalizar “36 bancos, dos sociedades financieras y 11 grupos industriales, con un coste equivalente al 2,6% del PIB”. Si miramos los datos del gráfico correspondientes a Francia, lo que observamos durante esa etapa es un aumento de la desigualdad.

Por lo tanto, aunque una parte de la izquierda ha asociado la socialización de los medios de producción con la igualdad, los datos no parecen corroborar este argumento.

Redistribución del gasto público

De hecho, la redistribución está relacionada con quién paga los servicios públicos (política fiscal) y con quién se beneficia de éstos (grupo social que recibe las políticas sociales). Dicho de otra forma, cuanto más redistributivo sea el gasto público, más igualdad se generará en la sociedad.

La pregunta que surge es: ¿qué sucedió a partir de los 80 para que la redistribución se frenase? Producto de la crisis de los 70 y del aumento de la globalización, los Gobiernos pasaron a dar prioridad a la políticas de oferta. Es decir, mejorar el atractivo de las economías se convirtió en una parte fundamental de las estrategias económicas. Así, un porcentaje relevante del gasto público pasó a utilizarse en políticas no redistributivas.

Los únicos países que durante un tiempo fueron capaces de compatibilizar políticas de oferta con redistribución fueron España y Grecia en los 80. Seguramente, en la medida en que partían de altos índices de desigualdad y que durante ese tiempo expandieron el Estado de bienestar a toda la sociedad, se puede explicar la diferencia con otros países. Junto a ello, un segundo factor relevante que puede explicar el aumento de la desigualdad en los últimos 30 años es que parte de lo que se denomina gasto social no genera redistribución.

Así, por ejemplo, Jorge Calero y María Gil en el Informe sobre Desigualdad 2013 de la Fundación Alternativas observan que las partidas destinadas a colegios concertados, estudios superiores y becas no están contribuyendo a mejorar la redistribución de la renta. Dicho de otra forma, son gastos regresivos, puesto que benefician a quienes más tienen.

En definitiva, la desigualdad no ha sido un problema para los sistemas democráticos en la medida en que las demandas de la mayoría no han generado un colapso de las democracias. Junto a ello, es cierto que, hasta los años 80, la distribución de la renta mejoró en todas las sociedades desarrolladas. Pero desde entonces esta tendencia se ha estancado. Esto tiene que ver con la capacidad redistributiva del gasto público. Por un lado, una parte de éste se ha destinado a mejorar la oferta económica de los países. Por otro, un porcentaje del Estado de bienestar no está contribuyendo a la redistribución. En el futuro, uno de los principales retos de la izquierda es cómo reformar el Estado de bienestar para que siga reduciendo la desigualdad, algo que no se consigue desde los 80.

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