OPINIÓN | Mis padres de la Constitución
La primera vez que me fijé en la palabra Constitución fue escuchando cantar a mi padre. Haciendo sonar una vieja guitarra que le regaló Paco Luque, un compañero de la tercera galería de Carabanchel donde estaban los presos políticos de base (los jefes estaban en la sexta) entonaba mi padre una poco conocida estrofa del himno de Riego que dice: “Si Riego murió en el cadalso no murió como infame traidor, que murió con la espada en la mano, defendiendo la Constitución”. No sabía nada yo entonces del heroísmo de nuestros militares liberales del XIX ni de la agitada historia de nuestro constitucionalismo.
Años después, estudiando segundo de BUP, empuñé por primera vez la Constitución del 78 como arma política. Acababa de ser elegido representante estudiantil en el Instituto Juana de Castilla de Moratalaz, y la dirección del centro nos impedía colocar carteles políticos aduciendo nuestra minoría de edad. Reuní a mis compañeros en casa y con mi madre, abogada en ejercicio, asesorándonos, estudiamos los artículos de la Constitución relativos a la libertad de expresión, reunión y asociación. Y allá que nos fuimos a la reunión del consejo escolar a decir que la Constitución estaba por encima de cualquier decisión de la dirección de nuestro instituto. Ganamos el derecho a pegar carteles pero no tanto por la Constitución y por nuestra oratoria persuasiva de entonces, sino por unos profesores y padres que valoraron nuestro esfuerzo y tenacidad contra una directora, a la sazón profesora de alemán, doña Rosa Recuenco, que defendió hasta el final que se restringieran nuestros derechos al tiempo que favorecía actos extra escolares del profesor de religión católica.