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“O familias o discotecas”: seis años de batalla contra el ruido en la calle Orense de Madrid

Interior de una discoteca en una imagen de archivo.

Alberto Ortiz

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María (nombre ficticio) sentía un martilleo en el oído al posar cada noche su cabeza sobre la almohada. Cuando su pareja se mudó con ella a ese piso del número 14 de la calle Orense, en Madrid, no pudo soportar esos sonidos y a los seis meses tuvieron que trasladarse a otro lugar. Cuatro pisos más abajo, cada noche seguía sonando el reguetón de la sala Rococó. “¿Qué se puede hacer contra una discoteca?”, se resignaba entonces María. Hace una semana, sin embargo, la Audiencia Provincial de Madrid condenó a los dueños a un año y tres meses de prisión y 18 meses de inhabilitación, así como pagar a una multa de 180.000 euros y finalmente dos años de inhabilitación a la sociedad gestora. 

Ahora, María reconoce que la sentencia es un “triunfo” no solo para ella, sino para toda la zona que rodea esa calle de Madrid, un pasillo de 650 metros de viviendas y oficinas repleto de bajos donde hay una decena de discotecas y que fue declarada zona de protección ambiental en 2015 precisamente por los elevados niveles de ruido. Ella fue llamada a declarar como testigo en el juicio que se celebró a raíz de la demanda de la comunidad de vecinos contra esa discoteca. “Al principio no me involucré, porque piensas que esto nunca llega a nada y particularmente te asustas, pero esto te demuestra que el ocio nocturno no puede convivir con las familias”, celebra. 

Jorge Pinedo, abogado ambientalista que representó en el juicio a la comunidad de vecinos, reconoce que la multa impuesta por el juzgado “está bien”, aunque cree que penalmente es “escasa”. “Supongo que la multa les dolerá y es verdad que no pueden cometer otro error, pero el local no lo cierran porque ahora lo lleva otra sociedad que no tiene antecedentes. Inhabilitan a la anterior, pero el sitio puede seguir funcionando”, lamenta.

La sentencia condena a los dueños de Rococó como autores de un delito contra el medio ambiente y les impone una pena de un año, tres meses y un día de prisión y una multa de 2.160 euros, así como la inhabilitación para trabajar en lugares de ocio nocturno durante 18 meses. La sociedad gestora tendrá que pagar 180.000 euros y no podrá volver a operar durante los próximos dos años. 

“Entre la discoteca situada en el menos 1 y los inmuebles afectados, situados en la planta 4ª, había dos plantas de oficinas, y que incluso en el piso 8º se llegaron a exceder en 6 dBA los niveles sonoros, además de la afectación constante en las zonas comunes, garajes y escaleras, según declararon los testigos, vecinos del edificio y cuyas viviendas no eran directamente afectadas”, dice la sentencia. “Las constataciones expuestas evidencian ya, por sí solas, que se ha contravenido de manera reiterada y grave la normativa acústica, excediendo hasta en 22 dBA los límites establecidos para el exterior y hasta en 7 dBA los fijados para los dormitorios”, añade.

Otra discoteca a la vuelta de la esquina

El problema en general con estos procesos judiciales, apunta Pinedo, es el tiempo que va desde que los vecinos empiezan a sentir los ruidos hasta que hay una sentencia que los condena. “Perseguir a las sociedades es muy difícil, porque van cambiando, ponen una sociedad distinta, que es una pantalla, les cierran la anterior pero siguen con una nueva sin antecedentes. Además están descapitalizadas, les pones una multa, las embargas y no tienen nada”, sostiene este abogado ambientalista, que preside la asociación Juristas contra el Ruido y que también representa a los vecinos en un caso muy similar al de Rococó, el de la discoteca Lemon. La situación es tan parecida que ambas salas están ubicadas a pocos metros de distancia. 

“Una noche estaba viendo un capítulo de Juego de Tronos con mi mujer y mientras estaban degollando a uno en la pantalla, con el volumen que tiene una escena así, la banda sonora era la música de la discoteca. Sonido envolvente”, ironiza Enrique Francés, vecino también de Orense, 14, pero del lado izquierdo. Él y su familia comenzaron a sufrir el ruido a finales de 2015. “El infierno empieza cuando abre Lemon pero que antes se llamaba Roxy, Glass, Taste…”, dice. 

Al comienzo, el ruido era sobre todo ambiental, que tras unas reformas dejó de ser tan intenso, pero el verdadero problema era –y es– un tipo de ruido que se transporta a través de las vigas y las paredes y que lleva incluso al quinto piso del edificio, donde vive Francés. “El problema son las bajas frecuencias que se transmiten por las estructuras. Aunque los niveles de ruido ambiental no sean muy altos, pones la oreja en la almohada y escuchas el chunda chunda. Es un veneno que se te va metiendo y te va minando la existencia, completa Pinedo. 

El hijo de Francés tenía ocho años cuando comenzó el “infierno”. No aguantaba el ruido. Le ponían tapones pero se le caían y tampoco servían. “Quitaban la voz, pero no el golpe, todo retumbaba, tuvimos que llevarlo al psicólogo porque tenía unos problemas de insomnio tremendos”, cuenta. La comunidad de vecinos llevó el caso a la Justicia y la causa está ahora en fase de instrucción, pero para llegar a este punto pasaron años de llamadas a la Policía, mediciones de ruido privadas y quejas directas a los dueños del lugar. 

En 2015, la zona de Azca fue declarada por el Ayuntamiento de Madrid como Zona de protección acústica especial (ZPAE), una regulación específica para áreas de la ciudad con niveles de ruido muy altos que impide entre otras cosas la nueva implantación, ampliación o modificación de establecimientos como salas de fiestas, restaurantes-espectáculo o café espectáculo ni de discotecas, salas de baile o bares de copas.

Cuatro años después, una sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Madrid (TJSM) obligó a la sociedad titular de Lemon, Nicojose S.L., a cerrar la discoteca porque carecía de licencia. Un par de meses más tarde, la discoteca reabrió a nombre de la empresa New Nicojose S.L., a pesar de que la regulación municipal lo impedía. “Te la cierran en el juzgado porque no tenían licencia, la sociedad que lo lleva se pone delante un ‘new’ y llega el Ayuntamiento y le da una licencia a una discoteca con un aforo de 400 personas. Es de locos”, lamenta Pinedo. 

Tras la reapertura, Francés se reunió con los nuevos dueños y les trasladó sus quejas. “La solución que me dieron es que me pagaban 2.000 euros al mes para que me fuera de mi casa. Me dijeron que les salía mucho más barato pagarme que insonorizar. Un día vuelvo de ver el fútbol con mi hijo y me estaban esperando en el portal para preguntarme qué iba a hacer”, dice. Su familia vive en ese apartamento desde 2004 y antes la vivienda pertenecía a los abuelos de su mujer. “Yo lo habría vendido y me habría ido a otro lado, pero mi mujer dice que por qué nos vamos a tener que ir por unos energúmenos. Los chavales van al colegio enfrente. No me arrepiento de no haberles cogido el dinero porque además luego a saber. Te vas y te dejan de pagar a los dos meses”, razona. 

Francés dice estar desesperado tras años y años de lucha administrativa, legal y personal. Cuenta que los dueños ya lo conocen y le increpan por la calle. Dice que una vez se asomó al balcón, que da a la entrada de la discoteca, donde se monta la cola para entrar, y los encargados comenzaron a grabarle. Cree, además, que han comprado a algunos porteros para saber con antelación cuándo llega la Policía a medir los niveles de ruido y poder bajar el volumen antes de que saquen los sonómetros.

Delitos contra el derecho a la salud, el domicilio y la vida familiar

La condena a Rococó no es ni mucho menos la primera que reciben los dueños de una discoteca, aunque es especialmente importante por lo que representa esa zona de Madrid. “Es muy importante que se sepa que al final estas conductas tienen consecuencias. De un tiempo a esta parte, la mayoría de las acusaciones por contaminación acústica terminan en condena”, explica en una entrevista con este diario el fiscal de Madrid especializado en Medio Ambiente, César Estirado, que intervino personalmente en el caso de Rococó. 

Estirado recuerda que estos delitos relacionados con el ruido y sobre todo los ocasionados por discotecas y bares de copas son especialmente graves porque atentan contra el derecho a la salud, pero también el derecho a la vida familiar o a la inviolabilidad del domicilio. 

El Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) ha condenado en varias ocasiones al Estado español por este motivo. La primera vez en 2004, por la denuncia de un vecino de Valencia con graves problemas de insomnio por la apertura de varios bares y discotecas en los alrededores de su casa a mediados de la década de los setenta.

En esa sentencia, el TEDH expuso que las vulneraciones del derecho al domicilio no comprenden únicamente los daños materiales, como el allanamiento, sino también los intangibles como ruidos y otras interferencias. Europa volvió a condenar a España por motivos similares en 2011 y 2018.

“La posición del TEDH parte de unos estudios de la Organización Mundial de la Salud que hablan de los graves problemas psicológicos y físicos que implica estar sometido a un volumen excesivo de ruidos en un tiempo prolongado. Eso ya está clarísimo. No proteger a una persona en su espacio domiciliario frente a un exceso de ruidos, nos ha dicho el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, vulnera el derecho a la salud de las personas, a la vida familiar, a la inviolabilidad del domicilio. El tribunal lo equipara a una ocupación de la vivienda, es decir, no te dejan vivir en tu propia casa”, explica el fiscal. 

En España, el Tribunal Supremo ha condenado en varias ocasiones a los dueños de bares nocturnos y discotecas, aunque desde la última reforma del Código Penal, en 2015, durante el Gobierno de Mariano Rajoy, ha ido rebajando algunas condenas impuestas en instancias previas. Por ejemplo, en el caso de un bar de Pasaia, en Gipuzkoa, que durante más de una década torturó con los ruidos a los vecinos de arriba. Entre 2002 y 2013, los inquilinos de las viviendas del bloque donde estaba el establecimiento tuvieron que afrontar molestias y miles de denuncias, así como “trastornos adaptativos de ansiedad, con tratamiento farmacológico”. 

El Alto Tribunal rebajó la pena impuesta por la Audiencia Provincial de 3 años y 8 meses de cárcel a un año y 1.800 euros de multa. En la sentencia, los jueces no ponían en duda ni los hechos ni la denuncia, sino que cargaban contra “clamorosos errores de técnica legislativa” y una “irreflexiva ordenación sistemática” de sus preceptos de la reforma del Código Penal, que los forzaba a aliviar las penas. El año pasado el Supremo redujo hasta en tres ocasiones este tipo de condenas. 

“La regulación administrativa es muy buena y muy completa, tanto a nivel estatal como la municipal, por ejemplo en Madrid –dice Estirado–. Está muy bien y da medios a los ayuntamientos para actuar a nivel sancionador y se imponen medidas correctoras”. El fiscal reconoce no obstante que el Supremo ha mostrado un criterio dispar a raíz de la redacción “mejorable” de la reforma del Código Penal, pero en cualquier caso, dice, “los jueces urgen al legislador a revisarlo” porque las penas son irrisorias para la gravedad de los hechos. En cualquier caso cree que la situación, incluso a pesar de las rebajas, no es para nada “de impunidad”.

En lo que sí coincide Estirado con el abogado Pinedo es en que los tiempos que van desde que empiezan los problemas hasta que hay una condena son muy laxos. “Es que la gente cuando se decide a denunciarlo penalmente está ya muy quemada, porque la gente antes de venir al fiscal ha ido ocho veces a la Policía, ha puesto quejas en el Ayuntamiento…”. Es el caso de Enrique Francés, que después de casi diez años de mal dormir y decenas de denuncias reconoce que está “desanimado”. María ni siquiera llegó a este punto y decidió marcharse. “Te genera ansiedad, depresión. Te tienes que medicar. Destroza relaciones familiares y vecinales. Es como una pandemia, en el fondo, para los que viven ahí”, resume Pinedo. 

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