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El Gobierno de coalición cruza el Rubicón de la amnistía

Sánchez, Montero y Díaz, el pasado jueves en el Congreso durante la aprobación de la amnistía

José Enrique Monrosi

31 de mayo de 2024 22:25 h

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Para que este jueves la mayoría absoluta del Congreso convirtiese en realidad la ley de amnistía tuvieron que pasar antes otras muchas cosas. La más importante de todas ellas, que la ciudadanía española votara como lo hizo en las elecciones generales del 23 de julio de 2023. Las urnas cerraron esa noche el paso a una coalición de la derecha con la extrema derecha y atisbaron una mayoría alternativa condicionada, entre otros, por catorce escaños independentistas catalanes. Y los siete de Junts, el partido de Carles Puigdemont, tenían un precio fijado a cambio de sumarse a la ecuación de la investidura de Pedro Sánchez. 

Porque la amnistía es muchas cosas a la vez pero, antes que nada y en orden cronológico, es una demanda independentista que había sido desterrada por el PSOE hasta el mismo 23J. Esa noche, sin embargo, llegaron las tozudas sumas del recuento electoral: la coalición de PP y Vox no alcanzó, a los de Feijóo tampoco les salían las cuentas en la búsqueda de otros apoyos que no pasaran además por la ultraderecha y el único camino que podían explorar los socialistas para revalidar su gobierno obligaba a sentarse a la mesa con Puigdemont y negociar sus condiciones. O eso, o el bloqueo y la repetición electoral como bola extra para las derechas. 

Así que la amnistía pasó de aspiración independentista desterrada por el PSOE a convertirse en palanca para que Pedro Sánchez permaneciera en la Moncloa. “Probablemente, este no era el siguiente paso que quería dar”, admitió el presidente después de su investidura en una entrevista en TVE en la que añadió que, “en política, como en la vida, hay que optar entre las soluciones ideales o las soluciones posibles”.

El Partido Socialista y el Gobierno en su conjunto estaban volcados ya a esas alturas en trasladar el mensaje de que el perdón penal a todos los encausados y condenados en el procés de Catalunya no era solo la forma de mantener el poder, sino el mejor camino para cerrar definitivamente la crisis territorial derivada del referéndum del 1 de Octubre de 2017 y la posterior declaración unilateral de independencia del president Puigdemont. “En el nombre de España, en el interés de España, en defensa de la concordia entre españoles, vamos a conceder una amnistía a las personas encausadas durante en el procés catalán”, solemnizó Sánchez durante su discurso de investidura en el Congreso en defensa del “diálogo, el entendimiento y el perdón”.

Y entonces la amnistía se convirtió en la secuela de los indultos o los pactos con Bildu como elemento de la inagotable lista de detonantes definitivos para la ruptura de España que pregona la derecha desde tiempos ancestrales. “La amnistía destruye la convivencia, es el acta de defunción del Partido Socialista”, ha clamado durante meses Alberto Núñez Feijóo, bien desde la tribuna del Congreso, bien en las manifestaciones organizadas por el PP contra el Gobierno. Críticas casi templadas si se comparan con los ataques de la ultraderecha. “Es el mayor atentado contra la Constitución desde el 78”, dijo Santiago Abascal en el Pleno del pasado jueves. 

Desde Vox han alentado y participado en marchas de acoso a sedes socialistas de todo el país, con especial hincapié en la sede central del PSOE en la calle Ferraz de Madrid, donde han llegado a vivirse graves disturbios y enfrentamientos de manifestantes con la policía. En el Pleno de aprobación definitiva de la norma, diputados ultras puestos en pie y con tono amenazante profirieron gritos e insultos a diputados socialistas, de Sumar e independentistas. Cuando el presidente del Gobierno emitió su voto en voz alta, varios diputados de Vox le gritaron traidor, y a la salida del hemiciclo continuó el acoso en los pasillos, el patio o la cafetería del Congreso.

En realidad, el incendio que intenta provocar la ultraderecha y que aspira a rentabilizar la derecha contrasta con la sordina que de nuevo las urnas volvieron a ponerle al ruido político el pasado 12 de mayo. Ese día, y por primera vez en democracia, las fuerzas independentistas y nacionalistas catalanas quedaron lejos de una mayoría parlamentaria que habían ostentado hasta ahora de forma hegemónica. Los resultados de las elecciones al Parlament revalidaron la apuesta de los socialistas en el camino emprendido hacia “el reencuentro” y el fin de la excepcionalidad política. Y Salvador Illa, el candidato del PSC, cosechó una victoria contundente que está por ver si le permite gobernar. 

El balance es que, una década después del inicio del procés, en Catalunya no hay líderes políticos encarcelados y la aplicación de la amnistía debe poner fin además a sus causas pendientes. Pero tampoco hay horizontes de referéndums unilaterales ni declaraciones de independencia porque el independentismo tiene menos fuerza que nunca. Y eso, además de por la investidura de Pedro Sánchez, le vale al PSOE y al Gobierno de coalición para celebrar que la amnistía ha merecido la pena. 

Su aprobación definitiva en las Cortes Generales no es, sin embargo, el aterrizaje en Ítaca para los independentistas catalanes desde el punto de vista penal ni tampoco para el Gobierno desde un enfoque político. La partida del perdón penal se jugará en los próximos meses a cara de perro en el tablero de la justicia, con gran parte de la carrera judicial española posicionada expresamente en contra de una norma emanada del parlamento. Y está por ver la influencia que ello tenga en la gobernabilidad del país. 

Porque más allá de su aplicación, la gran incógnita vuelve a ser, una vez más, Carles Puigdemont. El hombre que fue a convocar elecciones autonómicas y acabó declarando una independencia que suspendió segundos después para más tarde huir de España, continúa con la sartén por el mango de la legislatura con sus siete diputados en el Congreso. Y uno de sus hombres de confianza, Toni Comín, insinuó este viernes que si Pedro Sánchez quiere estabilidad en la Moncloa debería plantearse hacer president de la Generalitat a Puigdemont con los votos del PSC, un escenario que descartan de plano los socialistas. 

La duda es si en una hipótesis de oposición en Catalunya y con la amnistía ya validada en el Congreso, Puigdemont conservará mucho o poco tiempo sus incentivos para mantener en pie la legislatura de Pedro Sánchez. Si cumpliera su palabra, el líder Junts abandonaría “la política activa”, tal y como anunció en campaña que haría si no era investido president, y daría paso a una renovación de liderazgos en su propio partido. 

Y ahí tiene puesta la mirada el Gobierno. Con la gobernabilidad de Catalunya por concretarse y con la legislatura sin presupuestos y en standby, pocos en el equipo del presidente se atreven a pronosticar lo que deparará siquiera el corto plazo. Entre otras cosas, porque siempre hay una meta volante a la vuelta de la esquina. Y, pasado el Rubicón de la amnistía, la siguiente será la del 9J, el cuerpo a cuerpo con el PP por las elecciones europeas.

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