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Israel y España: de las bendiciones de Franco a los insultos a Sánchez

Foto de archivo de unos soldados israelíes caminando entre los escombros de edificios destruidos en la localidad palestina de Beit Lahia.
16 de diciembre de 2023 22:21 h

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Las relaciones entre Israel y España apenas han sido plácidas desde la constitución del estado israelí en 1948, cuando su gobierno solicitó el reconocimiento a la comunidad internacional y exceptuó a dos países, a Alemania como autor del Holocausto y a España, por ser “un colaborador activo y un amigo del régimen responsable de esta política [de exterminio]”. Se trata de una historia de desencuentros que comenzó con el rechazo de Israel a la dictadura franquista y el posterior de ésta a intercambiar embajadores, a pesar del reconocimiento y las bendiciones de las autoridades israelíes a Franco por su labor en la salvación de miles de vidas de judíos durante la II Guerra Mundial. Continuó con el mantenimiento del statu quo por parte de España en los primeros 15 años de transición democrática, siguió con el reencuentro histórico protagonizado por el segundo gobierno del PSOE de Felipe González con el establecimiento de relaciones diplomáticas y, casi cuatro décadas después de convivencia armónica, han desembocado abruptamente en un enfrentamiento tras los brutales atentados terroristas de Hamás en Israel y la subsiguiente agresión inhumana contra los palestinos de la franja de Gaza.

En 1948 Israel rechazó la petición de la dictadura franquista de establecer relaciones diplomáticas y en 1949 votó en contra de la admisión de España en la Organización de las Naciones Unidas: “Lo esencial, para Israel, es la alianza del régimen franquista con el bloque nazi-fascista, que socavó los fundamentos morales de la civilización y sometió a la raza humana y destructiva de todas las pruebas por las que ha pasado. El régimen franquista, que acogió favorablemente y sostuvo los planes nazis de su supremacía europea y mundial, es el único superviviente de la coalición”, explicó su voto el embajador israelí Abba Eban.

Se cerraba una década de discursos incendiarios del fascismo franquista contra el judaísmo, desde los discursos del Franco agradecido y fascinado por Hitler y Mussolini: “No nos hagamos ilusiones, el capitalismo judaico que permitía la alianza del gran capital con el marxismo, que sabía tanto de pactos con la revolución antiespañola, no se extirpa en un sólo día, sino que aletea en el fondo de muchas conciencias [mensaje radiado de fin de año de 1939]”. Después llegaron sus sumisos paniaguados: desde su ‘cuñadísimo’ Ramón Serrano Suñer, aquel trueno nazi vestido de nazareno, al cardenal Isidro Gomá, primado de España: “Judíos y masones envenenaron el alma nacional con doctrinas absurdas, cuentos tártaros y mongoles convertidos en sistema político y social en las sociedades tenebrosas manejadas por el internacionalismo semita”. También habló el director general de Política Exterior, José María Doussinague: “El problema profundo de nuestra época es la lucha diabólica del comunismo con todos sus confederados ateos o judaicos contra la civilización cristiana”.

En respuesta al desaire israelí y en su búsqueda desesperada de reconocimiento internacional, la dictadura se apoyó en las repúblicas hispanoamericanas y fabricó el mito de una inexistente “hermandad con los pueblos árabes” cuando el mundo musulmán tenía los mismos agravios que el judío –la expulsión de España en el siglo XVII– o más: las innumerables guerras hispano-musulmanas desde el siglo VIII. Pero tenían un enemigo común, el judaísmo, lo que los hacía mutuamente útiles.

Además, el antisemitismo en la España de la posguerra incivil era más tópico y retórico que efectivo. Tanto por la ausencia de un 'problema judío', su nulo poder dada su escasa implantación en el país, poco más de una decena de miles en una población de 26 millones, como por siglos de la llamada educación religiosa contra el 'pueblo deicida', por lo que judío como epíteto insultante ha estado encardinado en nuestra cultura. No es raro que los herederos de los entonces feroces judeófobos, hoy travestidos de despiadados islamófobos, metan la patita hasta anteayer, como quien dice. “No soy un perro judío”, dijo de sí misma en 2015 la alcaldesa del Partido Popular en el pueblo madrileño de Collado-Villalba, una tal Mariola Vargas, para subrayar que no le importaba perder dinero al dejar de ejercer la medicina por acceder al cargo. E incluso ayer mismo, el pasado 12 de marzo, la sartén neonazi Isabel Peralta, de Vox, le dijo a la cazo Macarena Olona, disidente de Vox: “Calla, judía vendida”.

Por todo ello y quizá también por la admonición de su hermana Pilar –“Paquito, nosotros somos judíos”–, Franco utilizó la cuestión judía como otra de sus tretas de equilibrista entre sus aliados fascistas y las potencias democráticas. Hitler lo sospechaba, según escribe en sus memorias Paul Schmidt, su intérprete de español: “Ha llegado a mis oídos que, en determinados círculos, [Franco] presume de apellidos de origen hebreo, todo por un poco de respaldo diplomático (...). ¿Será cierto que protege y expide pasaportes a toda la judería que pasa por su territorio? y que, además, viven como pachás en el protectorado africano [Marruecos]. Todavía no he visto que cancele el edicto del general Primo de Rivera otorgando la nacionalidad a los sefarditas”.

El führer nazi se refería al real decreto del 20 de diciembre de 1924 aprobado por el Directorio de Primo de Rivera, que concedía la nacionalidad por carta de naturaleza a las personas de origen español, para proteger como nacionales a los sefarditas –'nuestros judíos', para diferenciarlos de los asquenazis, los judíos de Europa central y oriental– de la inseguridad jurídica en que los dejaba el Tratado de paz de Lausanne entre Grecia y Turquía. Y que convivía con el edicto de expulsión de los judíos expedido por los Reyes Católicos en Granada el 31 de marzo de 1492, derogado 'de facto' desde la Constitución de 1869, pero no de iure hasta el 21 de diciembre de 1969. Y aunque el edicto del dictador de preguerra tenía 1930 como fecha de extinción, los embajadores y cónsules españoles en la Europa en guerra aprovecharon la ignorancia de los nazis y lo invocaron, por su cuenta o con la anuencia explícita de superiores y gobierno, para, nacionalizándolos, salvar las vidas de entre 40.000 y 60.000 judíos.

Un salvador oportunista

La historiografía debate si Franco fue un oportunista o un salvador de judíos, como lo reconocieron autoridades israelíes: Golda Meir, entonces ministra de Asuntos Exteriores y luego primera ministra; el presidente Jaim Herzog; Isser Harel, que fue jefe de los servicios secretos Shin Beth y Mossad; Israel Singer, presidente del Congreso Mundial Judío o Shlomo Ben Ami, primer embajador de Israel en España y ministro de Asuntos Exteriores: “El poder judío no fue capaz de cambiar la política de Roosevelt hacia los judíos durante la II Guerra Mundial. El único país de Europa que de verdad echó una mano a los judíos fue un país en el que no había ninguna influencia judía: España, que salvó más judíos que todas las democracias juntas”.

Y si es cierto que a partir de 1943, con la derrota del Eje en el horizonte y para congraciarse con los previsiblemente vencedores, se multiplicaron las acciones del régimen en favor de los judíos, tanto sefarditas como asquenazis, también es verdad que éstas habían comenzado en 1940, cuando, con la caída de París, vieron sus vidas y sus bienes amenazados por los nazis. El embajador español en París, José Félix de Lequerica, reunió al ministro de Asuntos Exteriores, Serrano Suñer, para que conociera a Otto Abetz, embajador de Hitler en París y consejero político de las fuerzas de ocupación, y al que asistió el primer consejero de la embajada, Eduardo Propper de Callejón, y Bernardo Rolland de Miota, cónsul general de España en París. Según el informe de Abetz a Berlín, los diplomáticos españoles se interesaron “por la trascendencia de los decretos contra los judíos. La opinión general es que los decretos no deben afectar a ciudadanos españoles porque no son judíos sino españoles (...) Los judíos de nacionalidad española se consideran españoles y no judíos”.

Y aunque la orden del pronazi Serrano era plegarse a las políticas antisemitas de alemanes y del gobierno colaboracionista del mariscal Pétain, tanto Propper como Rolland esgrimieron por su cuenta y contra el criterio de Asuntos Exteriores el decreto primorriverista para dotar de pasaporte a, se dice, 30.000 judíos para atravesar España con destino a Portugal para embarcar a sus destinos definitivos. Franco hizo la vista gorda con la condición de que pasasen por España “como la luz atraviesa el cristal”, sin dejar rastro, sin opción a quedarse.

Serrano y sus sucesores en el ministerio se vengaron de Propper destinándolo a Marruecos e impidiendo su ascenso a embajador. En cambio, la Yad Vashem, institución israelí que honra a los gentiles que ayudaron a las víctimas del Holocausto por su condición de judíos, le otorgó, y a Rolland, el título de Justo entre las Naciones. Distinción que también concederían a los diplomáticos españoles de la Europa central y oriental que emprendieron acciones similares a partir de 1943, cuando los nazis escalaron la ‘cuestión judía’ desde la expulsión y deportación iniciales a la ‘solución final’ genocida. Es muy conocida la figura de Ángel Sanz Briz, 'El ángel de Budapest', encargado de negocios de la embajada en Hungría, que salvó miles de vidas de judíos y multiplicó los panes de los visados y los peces de los pasaportes convirtiendo los 200 autorizados por los nazis en pasaportes de 200 familias y, luego, expendiendo documentos numerándolos repetidamente por debajo de los 200 estipulados.

Otros se ganaron el título desde las embajadas en Berlín, Bucarest, Bulgaria, Atenas, Paris y Viena. Incluso un antisemita furibundo como era Julio Palencia Tubau, espía de Franco en Ankara durante la guerra civil, que escribía barbaridades como “la España futura ha de repudiar esta turba de de espaldas encorvadas, de manos temblorosas, de narices corvas y de ojos oblicuos, que la sanción tomada contra ellos es justa por demás, porque la España de Franco SIEMPRE tiene razón”, enfrentado a la realidad de sus prejuicios y de la brutalidad nazi como ministro consejero de la embajada en Sofía, se desvivió por salvar cuantos judíos sefarditas pudo. Incluso adoptó a los dos hijos de un asesinado por los nazis, el comerciante de droguería León Arié, a fin de que pudiesen salir de Bulgaria y reencontrarse con su madre, a la que otorgó una carta de identidad española a pesar de la oposición del ministro sucesor de Serrano, el general Francisco Gómez-Jordana, otro pronazi antisemita.

Franco ordenó en 1941 la filiación de los judíos españoles residentes en España a petición del jerarca nazi Heinrich Himmler y a cambio de continuar entregando a los republicanos españoles exiliados que cayeran en sus manos. El llamado Archivo Judaico fue confeccionado por la Dirección General de Seguridad de José María Finat y Escrivá de Romaní, conde de Mayalde, y sus esbirros falangistas, pero Franco no lo tradujo en legislación antisemita ni en persecuciones. El mismo insinuó un cambio de actitud apeando al judaísmo de la tradicional “conspiración judeo-masónico-marxista”: en un artículo de los que publicaba en el diario de la Falange, Arriba, firmados con el seudónimo Jakin Boor, escribió: “Judaísmo, masonería y comunismo son tres cosas distintas, que no hay que confundir”, aunque “muchas veces las veamos trabajar en el mismo sentido y aprovecharse unas de las conspiraciones que promueven las otras”.

Y también es cierto que, finalizada la guerra mundial y ya sin esperar contrapartidas por su interesado filosefardismo, observó la misma actitud protectora con las comunidades judías en apuros en sucesivos conflictos con el mundo musulmán, aprovechando las buenas relaciones hispano-árabes y siempre invocando el decreto primorriverista para proteger vidas judías, no sólo sefardíes. Así lo hizo el gobierno y la diplomacia franquistas en la constitución del estado de Israel, en la independencia de Marruecos, en el conflicto de Sudán y en la guerra de los Seis Días. Pero siempre bajo la condición de no establecerse en España, a pesar de la nacionalización, y desatendiendo la reiterada petición de Israel de establecer relaciones diplomáticas; el mito de la “tradicional hermandad con los pueblos árabes” había adquirido carta de naturaleza y la opinión pública española se inclinaba muy mayoritariamente por ella, especialmente por la martirizada Palestina.

El reencuentro histórico

Muerto el dictador, Adolfo Suárez, presidente de los primeros gobiernos democráticos de la Transición, no sólo no modificó la política hacia Israel sino que autorizó la apertura de una oficina de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) y España fue el primer país europeo que recibió oficialmente al líder de la OLP, Yasser Arafat, en septiembre de 1979. Era el mismo año en que Egipto firmó la paz con Israel y establecieron relaciones diplomáticas, pero el mundo árabe apreciaba mucho la negativa de España a hacer lo propio y el entramado económico era suficientemente denso como para resistir las presiones de las élites internas y las externas de la CEE y los EE.UU.: en sus visitas a los países árabes, Suárez reiteraba que “España no reconocerá a Israel”.

Pero las presiones y la labor de los diplomáticos israelíes empezaron a tener efectos tras la salida de Suárez del poder y la entrada de España en la OTAN en 1982 de la mano de su fugaz sucesor, Leopoldo Calvo-Sotelo. Realmente, era anacrónico ser el único país de Europa occidental que no tenía relaciones con un aliado 'natural' como era Israel. Pero la espantosa matanza de los campamentos libaneses de refugiados palestinos en Sabra y Chatila, en agosto de 1982, perpetrada por cristianos maronitas de la Falange Libanesa con la anuencia de sus aliados, el ejército de ocupación israelí, truncó los planes de Calvo-Sotelo, que el 28 de octubre fue desalojado del poder por el triunfo electoral del PSOE.

El líder socialista, Felipe González, había reencauzado el partido hacia la socialdemocracia preconizada por sus mentores alemanes, abandonando el socialismo marxista en 1979. Las presiones ya eran incontenibles y 1986, el año de ingreso en la Comunidad Económica Europea y del referéndum de permanencia en la OTAN, fue el elegido por González para establecer relaciones diplomáticas con Israel. Pero, de nuevo, el militarismo israelí estuvo a punto de frustrar las previsiones diplomáticas españolas: el 1 de octubre de 1985, el ejército hebreo bombardeó las instalaciones de la milicia palestina Fuerza 17 en el cuartel general en Túnez de la OLP, confiando en asesinar a Arafat. Samuel Hadas, negociador israelí y que sería el primer embajador en España, recuerda la irritada llamada de Julio Feo, secretario general de Presidencia –que con Juan Antonio Yáñez, director del departamento internacional del Gabinete de la Presidencia del Gobierno, fueron los negociadores secretos del acuerdo–, en la que le dijo que Israel les ponía muy difíciles las cosas: “De esta manera, no llegaremos a ninguna parte”, le dijo. Se suspendieron las negociaciones y el encuentro previsto entre el presidente González y el primer ministro Shimon Peres. Arreciaron las presiones y, finalmente, el 17 de enero de 1986, en un acto solemne en La Haya, por ostentar los Países Bajos la presidencia rotatoria de la CEE, España e Israel establecieron relaciones diplomáticas.

El gobierno de González emitió una declaración, además del comunicado conjunto, en la que hacía referencia de los lazos históricos y culturales tanto con los países árabes como con el pueblo judío y establecía la posición política española en el conflicto árabe-israelí: no reconocimiento de la “adquisición territorial” efectuada por la fuerza, es decir, la anexión de territorios árabes ocupados a partir de 1967, la alteración unilateral de “la naturaleza o el status de la Ciudad de Jerusalén” ni los asentamientos en los territorios ocupados [en Cisjordania], de los que “reclama su desmantelamiento como primer paso para la devolución de los territorios”. E, implícitamente, abogaba por la creación de dos estados en Palestina: “El gobierno español considera que deben reconocerse y garantizarse los legítimos derechos y aspiraciones del pueblo palestino, singularmente el de autodeterminación. Simultáneamente, se debe garantizar el derecho a la existencia pacífica de todos los Estados de la región, dentro de fronteras seguras e internacionalmente reconocidas”.

Los sucesivos gobiernos españoles mantuvieron, de hecho, esta política, los del PP entusiasmados con su recién estrenada judeofilia/islamofobia –Aznar animó a “judíos y cristianos a forjar una nueva alianza frente al islamismo”– y los socialistas reiterando la posición inicial de España: Zapatero, con motivo de la agresión israelí al Líbano de 2006, reiteró la posición española, reconociendo el derecho “a defenderse ante la violencia, el terror y el fanatismo”, pero rechazando la “fuerza abusiva contra los inocentes”. Esa intervención en el Festival Internacional de las Juventudes Socialistas en la Universidad de Alicante y la anécdota de que un joven palestino le puso una kufiya tras sus palabras, sirvieron al PP para, por boca de su portavoz de Exteriores, Gustavo de Arístegui, para acusarle de “antisemitismo, antisionismo e israelofobia”.

Hoy como ayer: insultos a Sánchez

Con motivo de la operación genocida de Israel contra Gaza en respuesta a los ataques terroristas de Hamás del pasado 7 de octubre, que causaron 1.200 muertos y 240 secuestrados, Pedro Sánchez, en su doble función de presidente de España y del Consejo rotatorio de la UE, giró visita el pasado 23 de noviembre a Israel, Cisjordania y Egipto –junto al primer ministro de Bélgica, Alexander de Croo, ya que su país tomará el relevo de la presidencia del Consejo de la UE en enero–, y dijo tres verdades, como escribió Antón Losada en estas páginas, al presidente de Israel, Isaac Herzog, y a su primer ministro, Benjamín Netanyahu: “Israel tiene derecho a la legítima defensa frente al terrorismo de Hamás, lo que Netanyahu está haciendo en Gaza ni es legítima defensa ni es soportable y no habrá solución sin reconocimiento del Estado palestino –como estableció ya la ONU en 1947–”. Tres verdades que habían sido precedidas en varias ocasiones de la condena explícita del ataque terrorista y una visita al kibutz Be’eri devastado. “España comparte el dolor y condena los ataques y espera que se permita el regreso de los rehenes”, pero, les dijo a los dirigentes israelíes: “El número de palestinos muertos es realmente insoportable. Debe distinguirse claramente entre objetivos militares y la protección de los civiles (...) La respuesta no puede implicar la muerte de gente inocente, incluidos miles de niños (...) Israel tiene el derecho a defenderse pero debe cumplir con la legalidad internacional, incluida la ley humanitaria”.

En la rueda de prensa al fin del viaje, Sánchez insinuó que España podría reconocer unilateralmente a Palestina: “Ha llegado el momento para que la comunidad internacional, especialmente los países europeos, tomen una decisión sobre el reconocimiento del estado palestino. Valdría la pena que lo hiciésemos juntos pero si eso no ocurre, España, por supuesto, tomará sus propias decisiones”.

La desabrida respuesta de Israel fue similar a la que espetó al secretario general de Naciones Unidas por sostener que el ataque de Hamás no vino “de la nada, sino después de 56 años de ocupación asfixiante” y por invocar el artículo 99 de la Carta de la ONU –“el secretario general podrá llamar la atención del Consejo de Seguridad hacia cualquier asunto que en su opinión pueda poner en peligro el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales”–. Israel acusó a Guterres de respaldar “el secuestro de niños y la violación de mujeres” por impulsar un alto el fuego en Gaza y pedir su dimisión por suponer “un peligro para la paz mundial”. Nada menos y a pesar de ser un brindis al sol, puesto que el derecho de veto de los EE.UU. se daba por descontado, pero permitió una resolución de la Asamblea General exigiendo un alto el fuego humanitario inmediato en Gaza por abrumadora mayoría –153 países a favor por 10 en contra y 23 abstenciones–.

El ministro israelí de Exteriores, Eli Cohen, acusó a los dirigentes de España y Bélgica de “apoyar el terrorismo” con sus “falsas afirmaciones” y convocó a los embajadores de ambos países para reprenderles por esas palabras, pues “Israel está actuando de acuerdo con el derecho internacional”. A la hora de escribir esta crónica, Israel ha asesinado a cerca de 19.000 palestinos, un 70% mujeres y niños, herido a decenas de miles y desplazados a más de 1,8 millones de gazatíes. Una curiosa interpretación del derecho internacional humanitario.

En retaliación, el ministro español de Asuntos Exteriores, José Manuel Albares, calificó las acusaciones israelíes de “falsas e inaceptables” y convocó a la embajadora de Israel para reprenderla y pedirle explicaciones por tan graves afirmaciones.

El último suceso de este grave enfrentamiento se produjo tras las declaraciones de Sánchez en TVE: “Tengo francas dudas de que estén cumpliendo con el derecho internacional humanitario”. Cohen respondió: “Tras las indignantes palabras del presidente del gobierno de España, que repite acusaciones infundadas, decidí llamar a la embajadora de Israel en España para que vuelva a consultas en Jerusalén”. Esto supone una escalada contundente en la crisis, pues en la práctica es una suspensión temporal de las relaciones diplomáticas. No es previsible que escale a una ruptura, pero todo es posible en cuestiones internacionales.

El PP, por supuesto, ha aprovechado para volver a hacer gala de su rostro de Jano, caradura, de su estrenado filojudeísmo/anteislámismo, que mira con admiración a los cuatro jinetes del apocalipsis y se hace el ciego con el sufrimiento de los mortales. Nada nuevo bajo el sol que más calienta, ayer y hoy. No en vano, en el siglo XVI el papa Pablo IV –el inventor del Índice de libros prohibidos y de la obligación para judíos tocarse con un gorro amarillo (la estrella amarilla de los nazis se antoja más poética) para distinguirlos de los cristianos–, amenazado por las tropas del duque de Alba, enviado por Felipe II, tildó a España de ser “un semillero de moros y judíos”, es decir, una cabeza con dos corazones.

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