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35 años de Constitución: las reformas pendientes

El rey Juan Carlos, el príncipe Felipe y la infanta Leonor. / Casa del Rey

Andrés Gil

¿Otra Constitución es posible? Seguro. Cada texto constitucional hinca sus raíces en la historia del país, la reciente y la no tan reciente, y es rehén de los actores políticos del momento. La España de 1978 no es la de hoy, y resultaría erróneo mirar con nuestros ojos aquella realidad sin hacer un esfuerzo de empatía. Del mismo modo, es difícil pensar que aquel texto pueda seguir vigente hoy en día sin tocar una coma.

En 1978 hacía tres años que había muerto Franco y la violencia de la extrema derecha (que luego se manifestó en el fallido golpe de Estado de 1981) era real (desde los abucheos al cardenal Tarancón en el entierro de Franco hasta la matanza de Atocha en 1977, meses antes de las primeras elecciones). Por otro lado, la violencia etarra no cesaba: mató a Carrero Blanco en 1973, pero es que entre 1974 y enero de 1977 murieron 19 personas a mano de la banda.

En este contexto, se producen unas elecciones en junio de 1977 que alumbran las Cortes que tendrán que redactar la Constitución. Y cuál es la sorpresa cuando el PCE, el principal partido de la oposición contra el franquismo, cosecha unos exiguos 19 diputados, lejos de los 118 de Felipe González y de los 166 de Adolfo Suárez.

Así, cuando llega el momento de redactar la Constitución, el peso del PCE es equivalente al de los posfranquistas de Manuel Fraga (16 escaños). El búnker y el mayor referente del antifranquismo estaban empatados. ¿Qué quedaba entonces? El pacto general entre el reformismo de UCD y el del PSOE, que en 1974 ya había renegado del marxismo.

Aquel fue el contexto en el que se redactó la Constitución de 1978, con el miedo a la violencia pero también con el afán de la reconciliación. Ahora se le llama desmemoria y ha producido paradojas como que el Valle de los Caídos, un monumento a un dictador, sobreviva 38 años después. Pero en aquel momento, se interpretó como una mirada hacia delante, “sin ira”, como decía aquella canción de Jarcha que formó parte de la banda sonora del momento: ni se revisaron los crímenes del franquismo, ni se persiguieron las tropelías contra los derechos humanos y tampoco se puso en cuestión la figura del monarca, que pocos años antes había jurado los Principios fundamentales del Régimen.

El franquismo fue la victoria de una España sobre las demás, después de una cruenta guerra civil. Pero es que en el siglo XX España ya había vivido la dictadura de Primo de Rivera, y el siglo XIX estuvo plagado de conflictos civiles (carlistas, tres de ellos), y los Gobiernos, ya fueran liberales, conservadores o republicanos, reformaban las reglas de juego a su antojo.

La Constitución de 1978 quiso poner fin a aquello. Y generó ilusiones, y durante mucho tiempo fue ampliamente reconocida dentro y fuera de España.

El problema es que si aquel texto responde a una coyuntura histórica concreta, la actual ha cambiado por completo: ya no hay miedos, ni búnker, ni una ETA que cometa atentados. Y lo que hay es una gran crisis económica, déficit democrático y falta de transparencia.. Ahora toda aquella arquitectura ideada para que los partidos pilotaran la política y la economía en aras de una supuesta estabilidad institucional empieza a tambalearse.

Y muchas de las figuras que corrieron riesgos personales para combatir el franquismo mientras la gran mayoría de los españoles se habían acomodado a la dictadura parece que ahora sean esculturas de un museo de cera, porque las movilizaciones actuales no entienden de referentes como sí lo hacían los jóvenes de 1978.

Apenas un tercio de los españoles de hoy votaron la Constitución de 1978. Y no es fácil de reformar: los ponentes constitucionales buscaban un marco jurídico y legislativo duradero, un orden constitucional blindado.  Por eso, sólo se ha modificado dos veces, en 1992 y 2011, cuando los dos principales partidos, el PSOE y el PP, han estado de acuerdo, y se ha hecho por la vía rápida. La primera ocasión vino determinada por el Tribunal Constitucional, para adaptarse al Tratado de Maastricht, e introdujo el derecho de los extranjeros a ser elegidos en unas elecciones municipales. Se hizo en 23 días. En 2011, también con urgencia, los partidos mayoritarios pactaron en diez días un texto (artículo 135) que fija un tope al déficit público.

Sin embargo, desde la mirada actual, hay numerosos asuntos cuestionados. Por ejemplo, la corona nunca ha sido sometida a plebiscito por sí sola, y la Constitución que la ampara establece la preferencia “del varón a la mujer” en la “sucesión al trono”. Esta desigualdad entre los dos sexos es uno de los asuntos que menos fricción debería ocasionar entre los grupos políticos para reformar el texto. Pero nunca se ha puesto remedio a esta discriminación con la mujer.

En lo relativo a la monarquía, también está en el debate político, alimentado por el caso Urdangarin, una exigencia de mayor trasparencia y control sobre las actividades económicas de la Casa del Rey. El proyecto de Ley de Trasparencia presentado por el Gobierno de Mariano Rajoy habla de fiscalizar todas las “instituciones que reciban dinero público”, si bien el Ejecutivo nunca ha dicho que fuera a incluir a la monarquía, algo a lo que se resisten PP y PSOE pero que piden prácticamente todos los demás  grupos.

El caso Urdangarin, junto con Gürtel y Bárcenas, ha hecho cundir la necesidad de un cambio en las leyes y  actitudes para frenar la corrupción, hasta el punto de que en el último debate sobre el estado de la nación, el propio presidente del Gobierno lanzó unas medidas que hasta ahora no habían sido propuestas por ningún Ejecutivo.

Más bien al contrario, el PSOE fue condenado por financiación ilegal en el caso Filesa (1997), el PP se había librado de lo mismo por un defecto en la investigación en el caso Naseiro (1990), Unió ha sido declarada responsable civil subsidiaria recientemente por el desvío de fondos europeos para pagar salarios de militantes en el caso Pellerols, y aún está por discernir el alcance real de los papeles de Bárcenas y a dónde conduce el dinero suizo del extesorero.

Una de las reformas que más podrían incidir en el sistema político es la electoral, algo que reclaman, prácticamente en solitario, Izquierda Unida y UPyD. Estas dos formaciones sostienen que están infrarrepresentadas en el Parlamento por la Ley D’Hont, que prima a los dos principales partidos por circunscripción, en este caso provincial. El hecho de que la representación venga determinada por las provincias hace que los dos principales partidos de cada una de ellas sean siempre sobrevalorados, quedando el voto al resto, en el recuento final, con menos escaños que los que les correspondería proporcionalmente.

Así, en las últimas elecciones, a UPyD le costó sumar 228.048 votos para obtener un escaño y, pese a cosechar 126.000 votos más que CiU, la coalición nacionalista logró 16 diputados, 11 más que el partido de Rosa Díez. A IU, por su parte, cada escaño le costó 152.800 votos (tiene 11).  En el otro lado, el PP sale a una media de 58.229 votos por cada diputado; el PSOE, a 63.398 votos por diputado.

Pero no sólo es la representación: el funcionamiento de los partidos, protegidos por la Constitución, es cerrado: las listas están bloqueadas y los elegidos responden más a las directrices de las siglas que a los requerimientos de sus electores.

Un síntoma de la distancia entre el sistema político y el resto de la ciudadanía son las Iniciativas Legislativas Populares, para las que hace falta la nada desdeñable cifra de 500.000 firmas, mientras que la Iniciativa Ciudadana de la Unión Europea requiere un millón dentro de un territorio de 500 millones de habitantes. De nuevo, el sistema concede a los partidos y al Ejecutivo un papel preponderante, hasta el punto de que en 35 años sólo se han tramitado cuatro, de las que una, nada más, llegó a ser aprobada (la Ley de Propiedad Horizontal, en 1998).

Pero si hay un órgano que representa la distancia entre la política y los ciudadanos es el Senado. Su papel es cada vez más ornamental en el funcionamiento político. Apenas se le conoce por albergar a políticos en retirada y a leales a los que los partidos deciden premiar, como es el caso de Luis Bárcenas hasta que estalló el caso Gürtel.

Esta distancia también se hace patente cuando en la Constitución se leen algunos derechos que no pasan de la mera enunciación, como el de la vivienda digna y los relativos a los servicios sociales. En respuesta, hay diversas iniciativas que promueven el blindaje en la Constitución de los servicios sociales.

En el último debate sobre el estado de la nación, Rajoy, contrario a la reforma, no se negó a hablar de ella. Pero, si en 1978, la UCD temerosa de la izquierda y con mala conciencia tenía 166 escaños, el actual PP, neoliberal y sin complejos, tiene 186. ¿Cómo sería una Constitución en 2013?

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