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Mi activismo político se lo debo al cine español

Javier Bardem con su pegatina del 'No a la guerra' en la histórica gala de 2003
11 de febrero de 2023 10:01 h

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Siempre que me preguntan por ese momento fundacional, ese instante en el que nació mi pasión por el cine, menciono dos. El primero, un clásico infantil, se remonta a aquel niño que veía las películas de Star Wars en VHS con su hermano desde casa y que vivió como un momento emocionante poder ir con él a una sala a disfrutar del reestreno de las películas con nuevos efectos especiales. El otro, tiene que ver con el cine español. Con la afición ya asentada, ir al Blockbuster a alquilar una película con mi padre todos los fines de semana era el momento más esperado. Fue ahí donde alquilé y vi por primera vez con apenas 15 años (sería la primera de muchas), Todo sobre mi madre.

Descubrir el universo de Almodóvar transformó mi forma de ver el cine, y de alguna forma ese momento también queda vinculado a otro instante fundacional, aquel en el que se comenzó a formar mi activismo político gracias también al cine español. De alguna forma ya había comenzado de manera inconsciente. Había decidido librar mi propia batalla y me había negado a aceptar ciertos prejuicios sobre el cine español que ya revoloteaban.

Que un crío de 15 años diga en su colegio en Valladolid (concertado y de curas) que su película favorita es Todo sobre mi madre no era lo más habitual, y de alguna forma la etiqueta del ‘friki del cine’ estaba puesta. Todos los años, a principio de curso, se organizaban unas ‘convivencias’ a las afueras de la ciudad. Un año, en una actividad en la que se podía preguntar a cualquier persona de la clase lo que se quisiera, alguien me preguntó con cierto desprecio que por qué me gustaba el cine de Almodóvar. No recuerdo si en aquel momento se lanzó ese 'argumento cuñado' de que ‘solo iba de transexuales y prostitutas’, pero a mí me pareció una ofensa. Delante de la clase lancé un alegato sobre los sentimientos universales y el mundo particular del cine de Almodóvar.

Sirvió de poco. Meses después fui al cine con la chica que me gustaba. Esperando a ver la película le dije que todavía no había visto El sexto sentido. Luego nos pusimos a discutir sobre… el cine español. Ella me dijo que si seguía diciendo que el cine español era bueno me desvelaría el final de la película. Ahí me mantuve, defendiendo las bondades de nuestro cine hasta que llegó el “¡Bruce Willis está muerto!”. El final del que todos hablaban se había revelado por haberme partido la cara por el cine español.

Fueron las historias de las películas que se hacían aquí las que me abrieron los ojos a realidades a las que mi día a día de adolescente privilegiado no miraba. Achero Mañas me mostró la vida perra de un crío maltratado por su padre en El Bola; Fernando León me enseñó los barrios que yo no pisaba, y luego habló del paro poniendo nombres y apellidos a sus culpables. Icíar Bollaín me habló de violencia machista cuando nadie lo hacía, ni siquiera los periódicos. Alejandro Amenábar sacó el tema de la eutanasia y desde entonces no entendí que nadie pudiera negarse a dar una muerte digna a alguien como Ramón Sampedro.

Un verano, ese activismo cinéfilo se materializó en un calendario que decía explícitamente 'I love cine español'. Lo ilustraba un toro con un candado en la nariz y cara de enfado. Sí, todos los tópicos cañís juntos en un diseño de calidad nula pero que por primera vez expresaba mi pelea contra el mundo. Lo compré sin dudarlo y lo coloqué en el corcho de mi cuarto de adolescente como una declaración de intenciones. Un tesoro que enseñaba y que me presentaba ante todo aquel que entrara en la intimidad de mi dormitorio.

Todos esos sentimientos que flotaban sin solidificarse lo hicieron aquel 1 de febrero de 2003, cuando el cine español dedicó la gala de los Goya al No a la guerra. Como cada año, mi madre y yo compramos pizza para ver la ceremonia. Recuerdo de forma nítida el discurso de Marisa Paredes. Ver a aquella actriz, emblema de la elegancia, decir aquello de una forma tan valiente y que representaba a la gran mayoría de los españoles fue emocionante. Todos los actores, actrices, directores y técnicos aprovecharon su minuto de gloria para decir “no a la guerra”. 

Aquella gala histórica fue la gota que colmó el vaso de la inocencia para convertirla en un verdadero activismo político. No fue solo la gala en sí. Aquel 'No a la guerra' ya estaba calando en todos nosotros, pero se vio que no era un sentimiento único. Esas palabras no se habían dicho en mi clase, ni en mi colegio, y yo las escuchaba por primera vez de forma clara en prime time en una Televisión Española dominada con mano de hierro por Alfredo Urdaci. Me sentí parte de algo. No me sentí solo.

La gala fue el empujón para que la indignación que sentíamos saliera, pero recuerdo con aun más indignación los días posteriores. Los ataques que sufrió el cine español desde los medios afines al PP. Se pidió la cabeza de Marisa Paredes, se insultó de forma abierta y hasta en una portada apareció Javier Bardem ante una pregunta infame: “¿Por qué Bardem va se manifiesta contra la guerra pero no contra los atentados de ETA?”. Bardem solo fue uno de los millones de españoles que abarrotamos las calles con nuestra pegatina del 'No a la guerra' y que fueron ignorados por el Gobierno de Aznar. Un despiadado ataque frontal intentando desprestigiar a nuestro mejor actor solo por su posicionamiento político.

Han pasado 20 años, y aquel incipiente activismo ya no es incipiente y ha crecido y viajado de forma independiente al del cine español, pero en aquellos momentos nacieron juntos. Ahora, cuando regreso a Valladolid, a casa de mis padres, el cuarto donde pasé mi adolescencia está tomado por los juguetes de mi sobrina. Pero allí, en un marco del corcho sobreviven dos reliquias que guardo y me niego a tirar. Aquel calendario sobrevive junto a la pegatina que en letras rojas dice “No a la guerra” desde que la pegué la tarde del 15 de febrero de 2003 en aquella manifestación histórica.

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