La forma en que la Troika y el Gobierno español están gestionando la crisis de deuda, primando los intereses de la banca por encima de los ciudadanos, no es la única posible. La historia reciente nos muestra otras experiencias, otros gobiernos que enfrentaron sus crisis con criterios más sociales. A analizar algunos de esos casos, y extraer lecciones válidas, se dedica el libro Qué hacemos con la deuda, que estos días llega a las librerías. Una obra colectiva que propone una auditoria ciudadana de la deuda privada y pública, para señalar a sus responsables y para reestructurarla, minimizando el coste social. Adelantamos para su lectura un fragmento del libro, en el que se observan los casos de Suecia e Islandia como formas diferentes de resolver una crisis bancaria, así como la decisión del Gobierno norteamericano de Roosevelt para rescatar a las familias en la Gran Depresión. En el libro encontrarán otros ejemplos recientes, como Argentina, Nigeria o Ecuador.
Desterrando tabúes: el chantaje de los bancos es evitable
Desterrando tabúes: el chantaje de los bancos es evitableLa reestructuraciones de deuda bancaria parten del axioma de que las pérdidas del sector han de socializarse porque existe “riesgo sistémico”, es decir, probabilidad de que arrastren al conjunto de la economía, generando más costes de los que supone el rescate. Por eso, aunque los beneficios bancarios anteriores no se compartieran, nos aseguran que el “mal menor” es siempre asumir colectivamente sus pérdidas.
¿Realmente no hay escapatoria al “chantaje” del sector bancario? Aunque no se suelen publicitar, hay casos que demuestran que hay margen para que el sector financiero privado cargue con gran parte de la factura de su propio desastre. Como siempre, la correlación de fuerzas y la presión social que se ejerza en esa dirección resultan determinantes.
La gestión del Gobierno sueco en la crisis bancaria de 1992 es una prueba evidente. Por un lado, parte de que los bancos han de asumir pérdidas y algunos tendrán que quebrar. Se trata de evitar un precedente que estimule la actividad bancaria arriesgada en el futuro. Por otro lado, se entiende que el coste de la crisis bancaria para los contribuyentes ha de ser el mínimo posible. Por último, se prioriza la protección de los depositantes –proteger a la parte más vulnerable es lo que justifica el uso de recursos públicos–, entendiendo que son los acreedores y accionistas los que han de asumir las pérdidas.
Con estas premisas se diseña un “banco malo” que se gestiona minimizando el gasto público realizado. Para ello, se obliga a los bancos privados a “descubrir” sus activos tóxicos, que el banco malo compra a un precio muy bajo. Al cabo de sus cuatro años de funcionamiento el “banco malo” sueco había recuperado todos los recursos públicos empleados. Además, la asunción real de pérdidas por parte del sector bancario, que les obliga a vender sus “activos tóxicos” (viviendas) a los precios vigentes, permite que la burbuja inmobiliaria se reabsorba rápidamente (facilitando de nuevo el acceso a la vivienda), a diferencia de lo que está pasando en nuestro país.
El caso sueco es una experiencia eficaz de resolución de crisis bancaria y, a la vez, más equitativa respecto al reparto de las pérdidas, ya que fueron especialmente los accionistas y poseedores de bonos de los bancos, y no sólo la ciudadanía, quienes pagaron la factura.
Otro caso relevante es el islandés. La enorme presión social consiguió que el Gobierno asumiera la responsabilidad política que le correspondía en la crisis financiera islandesa de 2008, dando lugar a una reestructuración alternativa de la deuda bancaria. Ante su pésima situación, el Estado opta por nacionalizar las entidades financieras, recurriendo a una modalidad de “banco malo” que agrupa los “activos tóxicos” y asumiendo para ello un importante desembolso de dinero público.
Pero en este caso, a diferencia del español, el gasto público tiene como contrapartida la imposición de que los antiguos directivos bancarios salgan de las entidades, de forma que el Estado pasa a tomar su control efectivo. Así, bajo control público, se lleva a cabo un plan selectivo de pago a acreedores que, junto con los accionistas, son los colectivos obligados a asumir las pérdidas bancarias: se estima que han cargado con una quita de aproximadamente el 70%; compensada no obstante con su acceso preferencial a la reprivatización posterior de dos de las tres entidades financieras nacionalizadas. El argumento es que hay que proteger los intereses de los contribuyentes, que son los que soportan el gran coste de la nacionalización. Por otra parte, los depósitos en moneda local se respetan íntegramente, pero no así los extranjeros.
La presión ciudadana organizada, siguiendo el antecedente de Misisipi, que en el siglo XIX decidió por plebiscito repudiar su deuda pública, impide dos veces por referéndum que se destinen recursos públicos a rescatar a depositantes y bonistas extranjeros, básicamente británicos y holandeses, lo cual posteriormente es refrendado por el tribunal de la Asociación Europea de Libre Comercio (EFTA en sus siglas en inglés). Así no sólo se minimiza el coste público, sino que se evita el problema de crear antecedentes que alienten las prácticas arriesgadas (“riesgo moral”). En esta ocasión, el comportamiento irresponsable de la banca genera un coste que recae sobre quienes se embolsaron los beneficios (acreedores y accionistas) y también sobre los depositantes extranjeros.
¿Rescatar banqueros o rescatar familias?
¿Rescatar banqueros o rescatar familias?El discurso oficial asume que el mecanismo más eficaz para “rescatar” al sistema financiero de su propia crisis es poner recursos públicos a disposición de los mismos gestores que la provocaron. La ciudadanía asiste atónita a la paradoja de que las mismas entidades bancarias salvadas con dinero público desahucian a las familias que no pueden pagar su hipoteca. ¿Y si el rescate a la banca se hiciera facilitando que las familias con problemas pudieran pagar sus hipotecas? Hay experiencias históricas que demuestran que es posible y, de hecho, eficiente y equitativo.
Por ejemplo, durante la Gran Depresión el Gobierno Roosevelt pone en marcha un programa para reestructurar deuda familiar que parte de tres premisas: i) El problema de las familias hipotecada era de “capacidad de pago” (realmente no podían pagar), por lo que la única solución eficaz pasaba por la reducción de la deuda; ii) Dado que el precio del activo (viviendas) se desploma, está justificado determinar reducciones de las deudas vinculadas al activo (quitas sobre las hipotecas); iii) La reestructuración exige recursos públicos, por lo que son necesarios criterios “sociales” para acogerse a ella.
Siguiendo estas directrices se pone en marcha un “banco malo” llamado Home Owner Loan Corporation (HOLC), que compra las hipotecas a los bancos por debajo del precio que aparece en sus balances, para posteriormente volver a restablecer nuevas condiciones con las familias: se reduce el valor de la deuda y los tipos de interés, y se alargan los plazos. Sólo se pudieron acoger familias con riesgo inminente de ejecución de desahucio de su primera vivienda, y siempre que su valor estuviera por debajo de un límite establecido. En dos años el HOLC compró el 20% de las hipotecas del país, lo que supuso un coste fiscal equivalente al 8,4% del PIB estadounidense de 1933: ¡menos de lo que lleva gastado el Estado español en un rescate bancario que no facilita ninguna solución a las familias! El HOLC gestionó estas viviendas durante 18 años, y cuando en 1953 acabó de liquidarlas, había obtenido beneficios netos con la operación. Mientras, gran parte del recate bancario español se hace a fondo perdido…
Otro ejemplo más reciente lo encontramos en Islandia, donde tras el colapso financiero se reestructuró deuda hipotecaria de miles de familias que así evitaron su desahucio. También se aplicó anulación de parte de la deuda hipotecaria, estableciéndose condiciones para poder acogerse a ella, como que la deuda pendiente superara el 110% del valor del bien hipotecado, que fueran hipotecas vinculadas a índices financieros que se declararon ilegales, o criterios referentes a la capacidad de pago de la familia. Se concedieron moratorias temporales, y/o se renegociaron los plazos y los tipos de interés vigentes. En total, en enero de 2012, se había registrado una reducción de deuda hipotecaria equivalente al 13% del PIB del país, lo que había aliviado la situación de aproximadamente un 25% de la población. Sin la enorme presión social, y sin la toma de control efectiva del sistema financiero por parte del Estado, no hubiera sido posible llevar a cabo una operación semejante.
Aunque no es el único factor, resulta evidente que el alivio de la deuda de familias que pueden reactivar su capacidad de gasto es un elemento clave para explicar la reactivación económica de Islandia. Algunos expertos del FMI han pedido que se estudie la posibilidad de aplicar programas similares de reestructuración de deuda familiar en Irlanda, España y Estados Unidos (FMI, 2012).
Qué hacemos con la deuda es un libro de Bibiana Medialdea, Ignacio Álvarez, Iolanda Fresnillo, Juan Laborda y Óscar Ugarteche. Más información aquí.
El libro se presenta hoy jueves, a las 19h, en la librería La Marabunta de Madrid (C/ Torrecilla del Leal, 32, Lavapiés). Participarán varios de los autores, y Berta Iglesias (miembro de la Plataforma por la Auditoría Ciudadana de la Deuda).