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Qué hacemos es un espacio de reflexión y elaboración colectiva, desde donde intentaremos abrir debates y difundir alternativas. Quiere ser un punto de encuentro para colectivos y activistas, para elaborar una agenda propia que se oponga a la agenda oficial de la crisis. Es además una colección de libros de autoría colectiva.

Qué hacemos es una iniciativa de un colectivo editorial formado por Olga Abasolo, Ramón Akal, Ignacio Escolar, Ariel Jerez, José Manuel López, Bibiana Medialdea, Agustín Moreno, Olga Rodríguez, Isaac Rosa y Emilio Silva.

Más información y contacto en quehacemos.

“Sufrimos mucho para traer la democracia, no hay derecho a que la ensucien así”

Francisca Adame, republicana, luchadora antifranquista

Patricia Campelo

Coincidiendo con la publicación de Qué hacemos por la memoria histórica, una de las autoras del libro, Patricia Campelo, conversa con Francisca Adame, luchadora antifranquista que representa a una generación de mujeres que sufrió la represión fascista y también el machismo que la sumergió en el olvido. Hoy sigue luchando para que no se olvide su sufrimiento y se haga justicia con las víctimas.

Francisca Adame Hens (La Victoria, 1922) no aprendió en el colegio en qué consisten las desigualdades, los efectos de las guerras o las consecuencias de violar los derechos humanos. Nadie se lo explicó de pequeña porque no pudo ir a la escuela y, también, porque conoció todos estos conceptos padeciéndolos en su propia piel. Hija y hermana de republicanos encarcelados que construyeron con trabajo forzado el canal del Bajo Guadalquivir -hoy, canal de los Presos-, Francisca ha vivido durante años con dolor y miedo. Su doble condición de víctima, mujer y republicana, la condujo a un estado permanente de desvelo.

“Si te echabas novio, la familia de él no te quería por tener un padre comunista en la cárcel; si en el pueblo sucedía cualquier cosa mala, la culpa siempre se la echaban a un rojo; y nadie te daba trabajo”, apunta esta mujer que se sirve de prolongadas pausas para hablar mientras enjuga sus lágrimas. Las vivencias le pesan, pero cuando las recuerda para otros la carga se vuelve más liviana.

Hoy, a sus casi 91 años, mantiene constante el ánimo por trasladar sus vivencias. Anhela no dejar este mundo sin que su experiencia, “que es la de miles de familias de este país”, trascienda, y sin que los más jóvenes conozcan una historia que durante años no se escribió en los libros de texto. “Sería una pena irse sin haber podido contar tantas cosas; mi diploma de honor es participar en la memoria histórica”, reconoce satisfecha.

La historia que Francisca narra intercalando pensamientos sobre el presente es la del presidio de su padre y hermano con el ruido de fondo del hambre y la privación de libertades.

Manuel Adame Adame fue guardia civil durante la Segunda República, y Manuel Adame Hens realizó la carrera militar. Ambos lucharon en la retaguardia republicana, y el día que Franco invitó a sus enemigos a entregarse tras el fin de la contienda, partieron rumbo a Alicante. Allí, miles de republicanos esperaban subirse a un barco que les llevaría al exilio. Pero el navío no llegó nunca, y toda la ciudad se convirtió en una inmensa cárcel en la que se aprovecharon las instalaciones públicas para improvisar prisiones. De cines a plazas de toros.

“A los capitanes, generales y alféreces los metieron en la plaza; mi padre, que fue capitán, siempre contaba que mientras los ponían en fila, un jefe de la Legión gritó que no se les podía matar así, que había que hacer un juicio”, rememora.

A partir de ahí, padre e hijo comenzaron el itinerario carcelario: Elche, Fuerte de San Fernando, Castillo de Santa Bárbara, Córdoba, Sevilla y el campo de concentración Los Merinales. Francisca repite de carrerilla estos lugares. “Durante mucho tiempo no supimos dónde estaban”. Ella huyó de los primeros bombardeos franquistas con su madre y el resto de hermanos a la localidad cordobesa de Adamuz, primero, y a La Herrería, donde vivían sus abuelos, después. “Se oían tiros por las noches, y olía a pólvora”, recuerda.

Al cabo de un año, padre e hijo fueron trasladados a la prisión de Córdoba. Allí se reencontraron con su hija y hermana. “Recuerdo que era una cárcel muy vieja, y los presos construyeron una nueva al lado”. “Hace poco me enteré que la han tirado y sentí mucha pena; me hubiera gustado estar el día que la echaron abajo para decir que esa tierra estaba empapada de sangre y lágrimas”, reivindica.

Francisca se marchó a vivir a Córdoba con una tía suya para servir en casas y poder llevar comida a su padre y a su hermano. “Les guardábamos un trozo de pan o lo que podíamos; los presos se morían de hambre”.

Las frecuentes visitas a prisión pronto sirvieron para algo más que llevar canastos con alimentos. Su padre le daba cartas que ella escondía dentro de sus zapatillas para sacarlas de prisión y entregarlas a los abogados que llevaban casos de otros presos. “Era joven y no medía las consecuencias del peligro de hacer eso”. Otra de sus tareas consistió en llevar ropa de los presos a la cárcel de mujeres para que ellas lavaran allí las prendas.

Pena de muerte

Pena de muerteLa rutina carcelaria se vio interrumpida con la celebración del juicio. De aquella sesión Francisca recuerda el maltrato de los guardias hacia los presos. “Los llevaban atados y caminando desde la cárcel hasta los juzgados”. “Como mi padre había sido guardia civil le trataban peor, incluso uno de ellos le dijo que si no le daba vergüenza verse en esa situación, y él le contestó que como era un hombre honrado se había quedado al lado de los suyos [al estallar la guerra]”. Le sentenciaron a pena de muerte, y pasaron cuatro meses hasta que se la conmutaron por 30 años de reclusión. Para su hermano dictaron 12 años.

“Después del juicio los trasladaron a la cárcel de Sevilla y de ahí al campo de concentración”, detalla Francisca. Pasaron diez años en las obras del canal cuyo nombre hoy honra a los presos que lo levantaron. “Ese canal dio vida a la provincia, y lo construyeron los presos a punta de pico y pala para redimir sus penas”. Cada año de trabajo equivalía a tres de presidio. Cerca de 10.000 reclusos lo construyeron entre 1940 y 1962, una obra de 150 kilómetros de longitud que llevó el regadío a la zona. “Estas historias hoy no parecen creíbles, pero eran así; las personas no importaban”.

Las tareas más penosas también se reservaban para mujeres de presos y viudas de fusilados o muertos en combate. “Nos dieron trabajo haciendo una carretera; además del salario de un duro cada jornada nos daban comida; había que estar todo el día juntando piedras”, recuerda.

Francisca fue poco a poco fraguando su militancia antifranquista en la clandestinidad. “Leía a escondidas Mundo Obrero y escuchaba Radio Pirenaica”. Se casó con un hombre que no compartía sus ideas, pero se lo llevó a su terreno pese a las dificultades. “En esa época las mujeres estábamos para parir, criar y poco más”.

Medalla de Andalucía

Medalla de AndalucíaHoy, Francisca siente que a las familias de los presos no se les ha reconocido su sufrimiento. “Nosotras teníamos libertad para respirar, pero nada más”. Ella en cambio recibió una distinción especial en 2005 con la Medalla de Andalucía. “Sentí que llegaba tarde, pero más vale tarde que nunca”, asume. Con este reconocimiento institucional se distinguió su labor en la recuperación de la memoria histórica y su implicación en la divulgación y esclarecimiento de episodios relativos al trabajo forzado de los presos del franquismo. Francisca también ha colaborado de forma activa con el grupo de memoria de la CGT andaluza dentro de la iniciativa de renombrar el canal del bajo Guadalquivir como Canal de los Presos.

“A mí la herida ni se me abre ni se me cierra, mis recuerdos están ahí, y es raro el día que no lloro”. “Ahora deseo siempre encontrar a alguien para poder contar algo de lo que he vivido; que no se olvide”. “Durante mucho tiempo nos prohibieron la vida y la palabra”, denuncia, y tal vez por eso ahora utiliza la poesía para expresarse. Los poemas se le caen solos, “son trozos de vida”, ilustra Francisca, que se sacó el graduado escolar a los 75 años.

Y, ¿qué le pediría hoy a la clase política?: “Iría al Gobierno a decirles que no se olviden de nosotros; hemos aportado mucho a la sociedad; sufrimos mucho para alcanzar la democracia y no hay derecho que la ensucien de esta manera”. “Se creen que con darnos la paga ya vamos a decir que está todo bien; deberían escuchar a sus mayores y dejar que las palabras les lleguen al corazón”.

A la pregunta de qué le debe la sociedad a mujeres como ella, responde rauda: “Que me escuchen, nada más, aunque yo no tengo estudios, mi cultura no es otra que la del sufrimiento”, se justifica, y se despide al otro lado del teléfono insistiendo: “Costó mucho traer la democracia, que no la hundan ahora, lo pido con el corazón”.

MÁS VALE TARDE QUE NUNCA

Más vale tarde que nunca,

esto es una gran verdad,

pero escuchemos la voz

de los que estuvieron

y ya no están.

Cuando recuerdo esta historia,

se me parte el corazón.

Estación, Los Merinales,

campo de concentración,

colonias penitenciarias,

esa era la dirección.

Allí, tenían a mi hermano,

también estaba mi padre.

Allí había muchos hombres,

unidos por los alambres.

A la sombra de un eucalipto,

en una alameda grande

allí llevé yo a mis hijos,

para que los viera mi padre.

Estaban redimiendo causa

¿Qué delito cometieron?

si solo querían la igualdad

de los hombres y los pueblos.

Esto no es una poesía,

es una ofrenda de honor,

para todos los que estuvieron

en campos de concentración

Para seguir el debate, recomendamos la lectura de Qué hacemos por la memoria histórica, de Rafael Escudero, Patricia Campelo, Carmen Pérez González y Emilio Silva.

El libro se presenta la próxima semana en Madrid, el martes 26 de marzo a las 19.30h, en un debate con José Antonio Martín Pallín y los autores. Más información aquí.

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