Vanessa Gómez es Diplomada en Trabajo Social y Licenciada en Antropología Social y Cultural. Prepara una tesis sobre la discapacidad desde una mirada crítica y feminista.
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Escena 1.
Quedo con una amiga con discapacidad física que utiliza silla de ruedas motorizada. Estamos en Granada y nos disponemos a coger el autobús para ir al centro de la ciudad. Cuando llega el número de autobús correspondiente se para pero no ve que mi amiga va en silla de ruedas, por lo que ha parado pegado al escalón sin dejar sitio para desplegar la rampa por la que ella pueda subir. Se produce una suspensión en el tiempo mientras el chófer y la gente del autobús se dan cuenta de la situación. Mi amiga se va para la puerta principal de entrada y le grita al chófer: “¡Oiga! Que necesito que le dé a la rampa, ¿no lo ve?”.
Una vez el autobús colocado despliega la rampa, que se desliza muy lentamente, ante la expectación de todas las personas que están en el autobús. Personas inquietas mirando el reloj en el ritmo frenético de una mañana en la ciudad. Mientras tanto en la calle se ha formado un atasco con el tráfico y los coches esperan detrás del autobús a que siga su rumbo, algunos incluso pitan. Mi amiga me mira y me dice: “¿tú ves la que se lía en una calle como esta para que pueda salir la rampa?”. Una vez la rampa está desplegada, subimos las dos al autobús. Pero aún no ha terminado la escena.
El autobús va bastante ocupado y la gente se tiene que apartar para que mi amiga ocupe el espacio reservado para “minusválidos” como se señala en la pared del autobús con la simbología estándar. En estos momentos siento bochorno y un inmenso calor que me sube a la cara, aunque no soy yo el objeto de atención, es mi amiga. Mucha gente la mira, parecen sentir fascinación por su aspecto y por esa destartalada silla de ruedas motorizada que rompe la armonía del espacio.
Escena 2.
Me reúno para tomar café con 19 mujeres con discapacidad de una asociación en una cafetería de un centro comercial muy transitado. 8 de ellas van en sillas de ruedas de diferentes modelos y características, y otras 3 utilizan unos andadores mecánicos, por lo que el espacio y la distribución de las mesas de la cafetería resultan dificultosos para que se puedan sentar todas con normalidad.
En la cafetería sólo hay dos mesas ocupadas por otras personas, así que empezamos a mover las demás mesas y ponerlas de modo que todas puedan sentarse cómodamente. Uno de los camareros se acerca a nosotras y dice: “perdonad, ¿qué queréis hacer?”, y algunas mujeres le contestan que están colocando las mesas juntas para que todas se puedan sentar. El camarero llama a otro compañero y nos ayuda a distribuir las mesas en el espacio para que todas podamos entrar. Esto de nuevo se convierte en otra especie de espectáculo. Cuando llegamos a la cafetería se escuchaba ruido y en estos momentos se produce un silencio un tanto artificial y las personas de las otras dos mesas giran sus cabezas y miran fijamente y de forma escrutadora a las mujeres. Una vez el espacio es reconfigurado, todas nos sentamos y van pidiendo lo que van a tomar para la merienda. Eso sí, sin dejar de ser el centro de atención de la tarde.
Fin del espectáculo.
Hay un dato relevante que falta en la descripción anterior, o que más bien he ocultado intencionadamente. Soy una mujer con discapacidad visual, conservo muy poca visión debido a una enfermedad degenerativa de la retina. Mi discapacidad no es evidente “a simple vista”, no se puede juzgar con la simple mirada a mi cuerpo.
Numerosas veces he sido seguida por los supermercados o tiendas por los guardas de seguridad ante mi titubeo e inestabilidad en el andar por sitios que no conozco y donde encuentro numerosos obstáculos y la ausencia de un rumbo seguro se hace patente por mi poca visión. O cuando me apoyo en estanterías y me acerco a objetos para verlos mejor. En este caso soy juzgada por mi comportamiento “anormal”, “desordenado”, “sospechoso” que irrumpe en un transcurrir cotidiano donde prima la rapidez, el orden, la eficacia, lo productivo… en los peores casos de ambigüedad puedo ser vigilada por ser sospechosa de robo.
Las historias relativas a encuentros molestos, paternalistas, insensibles, inútiles y, a veces, divertidos que podemos tener casi a diario con dependientes/as en las tiendas, personas que pasan por nuestro lado por las aceras, ascensores, bares, cine… pueden ir acompañados de preguntas, comentarios y miradas que hacen que muchas veces interaccionar en estas lógicas de “normalidad” se convierta en algo conflictivo. Aquí se puede ver como acciones tan cotidianas para cualquier persona no discapacitada, se convierten en todo un proceso excepcional para personas que son estigmatizadas por su discapacidad “hipervisibilizada”, como es el caso de utilizar una silla de ruedas.
Una resistencia ante esto es hacernos más visibles, hacer más visibles a las personas con diferentes tipos de discapacidades en nuestro entornos cotidianos y, en este sentido, como dice la antropóloga Marta Allué “salir del armario” y reclamar la dignidad que nos pertenece.