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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

“Mamá, ya sé lo que nos pasa. Sé que nos quieren quitar la casa”

Damaris con sus hijos Daniel, de siete años, y Samuel, de tres. / Marta Jara

Sofía Pérez Mendoza

Cuando Damaris y Juan contaban el cuarto mes sin pagar la hipoteca, su hijo Daniel llegó a casa tranquilo, miró a su madre y le dijo: “Mamá, ya sé lo que nos pasa. Sé que nos quieren quitar la casa. No va a pasar nada”. Damaris se acuerda como si fuera ayer de ese momento, aunque ya ha pasado casi un año. Un año es para esta familia 12 mensualidades más sin cumplir. 230.000 euros de deuda.

Daniel tenía entonces seis años y veía lo que pasaba en casa. Ni él ni su hermano Samuel, de tres, pueden ir nunca a comer una hamburguesa fuera ni al cine. Cuando tiene el cumpleaños de algún amigo del cole, mamá se agobia y a veces no van. Muchos días comen y cenan en casa de los abuelos y el cartero trajo un día un papel, y mamá ya no pudo terminar de comer lo que tenía en el plato.

No entiende qué es un burofax ni una subasta, pero sí ha aprendido lo que significa la palabra desahucio. Daniel participó el año pasado en un taller montado a través de la colaboración de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) con Enclave de Evaluación y Qiteria que reunió a niños y niñas de su edad y sus circunstancias.

Hablaron de lo que les pasaba a través de dinámicas dirigidas por expertos que elaboraron después un estudioTe quedarás en la oscuridad: desahucios, familias e infancia desde un enfoque de derechos –, el primero en España sobre cómo afecta a los menores la amenaza de perder su casa. El apoyo mutuo, concluye la investigación, funciona con niños y niñas igual de bien que con adultos en un proceso que “vulnera” sus derechos como menores.

Pese a que Unicef estima que el 70% de los desahucios en España repercuten en hogares con niños y niñas, solo había un estudio sobre la cuestión, centrado en procesos en Guipúzcoa. La investigación de la PAH, Enclave de Evaluación y Qiteria se basa en las experiencias de una decena de familias en Madrid recogidas a través de entrevistas, cuestionarios y talleres con los adultos y dinámicas grupales con los menores.

No hablar para protegerse

Es imposible conocer cuántos niños y niñas han pasado o pasan por este trance vital porque los datos oficiales no aportan ninguna información sobre la composición de las familias afectadas. Y eso que hay tres fuentes de cifras: el Instituto Nacional de Estadística, el Consejo General del Poder Judicial y el Banco de España, aunque este último ya ha dejado de actualizar sus números.

Según unos datos parciales recabados por la PAH Madrid entre 2011 y 2014 y referidos solo a familias en contacto con la plataforma que han recibido una orden de lanzamiento (fecha límite para dejar la casa), el 60% de los casos corresponde a hogares donde hay menores. El porcentaje más alto son unidades familiares con cuatro miembros (33%), de las que el 39% cuentan con niños y niñas menores de tres años.

Los menores con edad suficiente para percibir el ambiente en casa, señala el estudio, repiten el patrón de lo que llaman “el pacto de silencio”. “Un pacto no escrito para evitar hablar del conflicto en un intento de reducir el nivel de estrés que se vive en estas situaciones y de protección mutua intergeneracional: 'yo (adulto) no te cuento y yo (niño) hago como que no sé”.

Pero los niños y niñas en realidad van “descodificando por sí mismos el origen de los malestares y los desbordes que perciben en sus padres mostrando en los talleres tener un muy elevado conocimiento sobre el conflicto”. “Nos dimos cuenta de esto porque en el momento que Daniel empezó a hablar dijo abiertamente que él sabía. Sabe que la casa supone un problema y dice que no quiere que su madre sufra”, explica David Kaplún, uno de los antropólogos que han participado en la investigación.

Los menores participantes en los talleres, subraya la investigación, “tienen pesadillas de forma cotidiana” y hablan de ellas cuando les preguntas por los sueños como expectativas. Las expresiones positivas del grupo de niños y niñas son mucho menores que las negativas y “llamativamente bajos los aportes relacionados con deseos de futuro”. Además, “los elementos relacionados con la tristeza con los que obtienen el mayor número de respuestas, seguido de los miedos”.

El estudio indica que el colegio es un espacio “hostil” para los menores cuyas familias viven esta situación. Las consecuencias del estrés en casa pueden afectar al rendimiento escolar y a la atención en clase. En edades más avanzadas, algunos menores son estigmatizados por sus propios compañeros como “niños pobres” por no tener los materiales a tiempo, por ejemplo, o llevar ropa pequeña o estropeada.

“Tenemos la sensación de que la red del cole no es capaz de solucionar el desgarro emocional. Se intenta ayudar pero se va parcheando. Por ejemplo, si el niño tiene problemas de rendimiento, se hace la vista gorda, no se le exige igual porque el maestro conoce la situación”, apunta Kaplún.

“Mis hijos cargarán con mi deuda”

El hijo pequeño de Damaris y Juan nació poco después de que ambos se quedaran en el paro. Continuaron asumiendo las mensualidades de la hipoteca tres años más –primero eran 1.100 euros, luego 700 y al final 600– , a costa de dejar de pagar todo lo demás. “Ya llegó un momento en que era o comer o pagar. Hubo un tiempo que no hacíamos casi vida en casa para no gastar. Comíamos y cenábamos en casa de mis padres o de mis suegros. Aún debemos varias letras a personas de la familia. He perdido la cuenta de todo lo que me han prestado”, dice Damaris.

El verano que se quedaron sin trabajo lo bautizaron como “el verano de los parques” porque no podían hacer otra cosa para que los niños no se ahogaran en casa. Ha alejado amistades por el camino. “Cuando te proponen planes y siempre dices que no, porque te da profunda vergüenza explicar lo que te pasa, la gente se cansa y deja de llamarte”, asegura la mujer. No se olvida de ese día de noviembre que llegó el burofax con la subasta de su casa y la de sus padres, pese a que la vivienda de ellos es la de sus abuelos y lleva pagada varias décadas. Avalaron la hipoteca de su hija y también están en riesgo.

La entidad financiera que les prestó el dinero, Unión de Créditos Inmobiliarios (UCI), descarta conceder a la familia la dación en pago y el alquiler social, según su relato. En 2007 pidieron 229.000 euros para comprar una vivienda de segunda mano y 48 m en Vallecas. A día de hoy deben 227.000, pese a haber estado pagando durante ocho años –casi exclusivamente la parte de intereses–. Además se suma la sanción por la demora: total unos 230.000. Sus pisos se están vendiendo ahora por unos 60.000 euros dice Damaris.

Lo único que les ofrece UCI es una reestructuración de la deuda –acogiéndose al Código de Buenas Prácticas–, es decir, pagar durante cinco años una mensualidad adaptada a su renta. Luego, incertidumbre.

“Lo peor”, dice Damaris, “es no ver el final, pensar que cuando yo me muera mis hijos, que ya están cargando bastante, van a cargar también con mi deuda”.

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