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Dos citas a ciegas en tiempos de las aplicaciones para ligar

Ilustración de Marta Sevilla

Ana Requena Aguilar / Daniel Sánchez Caballero

24 de septiembre de 2022 21:44 h

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Es seguramente la aplicación para ligar más conocida: Tinder cumple este año una década. En estos diez años ha sido descargada más de 530 millones de veces y ha dado lugar a unos 75.000 millones de 'matches'. Desde hace años convive con muchas otras: Bumble, OkCupid, Grindr, happn, Badoo... cada una con su propia idiosincrasia. Las apps para ligar han cambiado la manera de conocer potenciales amantes, ligues, parejas. Miles de personas muestran en sus perfiles fotos, datos personales, aficiones o declaraciones de intenciones y rastrean las de los demás. En tiempos de apps, ¿cómo es quedar con alguien a quien no conoces de nada, de quien no has visto una foto ni una descripción, de quien ignoras la edad, los gustos, el aspecto? Hemos probado a hacerlo: cada uno de nosotros quedó con una persona elegida por el otro. La cita fue el mismo día a la misma hora pero en sitios distintos. Eran nuestras citas a ciegas las que elegían el lugar del encuentro.

Dani: “No llegues tarde”. En media hora tengo una cita a ciegas y por alguna razón recuerdo algo que me dijo medio en broma medio en serio una amiga una vez: los actores de teatro tienen dos normas sagradas, no llegar tarde y no chocarse con el mobiliario. La segunda la doy por perdida desde ya. Cuando me pongo nervioso pierdo un poco la coordinación, y estoy empezando a notar una cierta inquietud en mi interior. No soy la persona más aventurera del mundo y he quedado con una chica de la que solo sé el nombre en un bar elegido por ella. Pero ya no me puedo echar atrás. No llegues tarde, al menos.

Ana: Soy de esas personas que llegan tarde a las citas. Me había propuesto salir de casa con calma para ser la primera en llegar al bar. Prefería el papel de quien espera acodada en una barra tomándome algo y mirando quién entra a ser la que llega y tiene que adivinar qué hombre es su cita. Porque de él solo sé que se llama Miguel. No he visto ninguna foto, no sé los años que tiene ni a qué se dedica, dónde vive o si tenemos algo en común. Pero llego tarde y de camino, en el metro, sardinas en lata, veo cómo el chico de mi derecha abre Grindr y le envía a su match una foto de él sin camiseta. En la siguiente parada, las paredes se han convertido en un gran anuncio de otra app para ligar, una en la que, dicen, las mujeres dan el primer paso. Miguel y yo no nos hemos encontrado en ninguna app ni en ningún bar ni en ninguna plataforma. Ni siquiera tenemos nuestros teléfonos. Solo sabemos que hemos quedado en ese sitio a esa hora. Pero llego tarde. Camino rápido: ¿qué es mejor, apretar el paso y llegar casi puntual pero sudando a una cita o ir más lenta y llegar aún más tarde, pero sin transpirar?

Dani. En la era de Tinder es muy raro quedar con alguien de quien no sabes absolutamente nada. La app no es que sea una agencia matrimonial –por cierto, descubro con cierta sorpresa que siguen existiendo–, pero te permite poner tus propios mínimos, filtrar algo, bien sea a través del físico bien a través del chat. Aquí el único filtro lo ha establecido Ana, la persona que ha elegido a mi cita. Igual que yo he elegido la suya. También eso me preocupa un poco: ¿Y si se caen fatal y su cita es un desastre? Me siento doblemente presionado.

Cuando llego al bar, la primera en la frente: es lunes y está cerrado. Pienso que al menos voy teniendo cosas que contar. Esa era mi tercera preocupación: qué voy a escribir de esto, llevo todo el día pensando. El método que habíamos elegido para identificarnos, que yo lleve una revista de elDiario.es bajo el brazo, ha dejado de tener sentido. Soy la única persona parada en la esquina. Puntual también, aparece Nata (le gusta más la abreviatura que el nombre entero). Nos miramos y nos identificamos al instante. ¿Estamos creando ya la primera impresión? Me pregunto si le habría dado like en Tinder, qué habrá elegido mostrar en su perfil y qué no. Hola, hola. Dos besos. La cita comienza un poco torcida, con la siempre ingrata tarea de acordar un sitio con alguien a quien no conoces en un Madrid donde últimamente está todo lleno. “¿Te apetece terraza? ¿Dentro igual es más fácil?”. Lo solventamos rápido sentándonos en la primera mesa que vemos libre.

Miguel y yo no nos hemos encontrado en ninguna app ni en ningún bar ni en ninguna plataforma. Ni siquiera tenemos nuestros teléfonos. Solo sabemos que hemos quedado en ese sitio a esa hora. Pero llego tarde

Ana. Mierda, el bar tiene terraza. Así hay más posibilidades de que me equivoque de persona o de que vaya dentro y él esté fuera o de ir fuera y que él esté dentro. En realidad, hemos pactado una seña. “Me reconocerás porque llevaré un clavel en la solapa”. Mi clavel es una revista de elDiario.es. Así que llevo en la mano un ejemplar y en cuanto veo que un chico que ocupa una de las mesas de la terraza me mira insistentemente, la enseño. Desde lejos, nos reímos. Al menos, no va a haber equivocaciones y empezar riendo siempre está bien. Dos besos, Ana, Miguel. Cuando 20 segundos después me he sentado en la silla ya sé que aquello no tiene pinta de crush. No hay esa cosa magnética, indescifrable, que notas claramente cuando alguien a quien apenas conoces te gusta. Pero paciencia, a veces la chispa tarda en llegar.

Dani. Pido una cerveza y ella un vermut. La primera impresión es positiva. Nata habla mucho –en el buen sentido, no atosigando– y se ríe con facilidad. Se hace cómodo y me supone un alivio; me cierro mucho cuando no lo estoy. Ella es más echada para delante que yo y la idea de una cita a ciegas le encantó desde el principio. Además, la revista que he cogido un poco al azar –La revolución de la marihuana– resulta ser todo un acierto: mi cita consume y me promete leerla con interés. Mostrarse como consumidora abiertamente en Tinder, me explica, suma más que resta y evita sorpresas a posteriori. Pienso en mi propia cuenta y en lo que dice y lo que no (dice poco). No puedo evitar preguntarme cuánto ha pesado esa coincidencia de intereses en la elección de Ana. En cualquier caso, mini punto para mí y tema de conversación. No es que haga falta, por el momento la charla fluye. La parte positiva de no saber nada de alguien es que está todo por descubrir. Le pregunto a qué se dedica y algunos básicos de su vida intentando que no parezca un interrogatorio. Ella también se interesa y marcamos rápido algunas casillas típicas.

La parte positiva de no saber nada de alguien es que está todo por descubrir. Le pregunto a qué se dedica y algunos básicos de su vida intentando que no parezca un interrogatorio. Ella también se interesa y marcamos rápido algunas casillas típicas

Ana. Él pide vermú y yo un vino. La conversación surge fácil. También es su primera cita a ciegas, pero Miguel tiene Tinder y un historial de encuentros a sus espaldas. A él esta cita no le parece tan extravagante, al fin y al cabo, dice, tenemos a una persona en común que ha pensando que podemos gustarnos y eso es mucho más que lo que te une con alguien a quien has conocido en una app. Puede ser, aunque nosotros no hemos elegido al otro para quedar. No le dimos like a una foto ni abrimos un chat para tantear si había cierta conexión o vimos la descripción que alguien hace de sí mismo en su perfil. Su bio de Tinder es escueta, me cuenta. Sus fotos, más bien graciosas. Y ahí, en las fotos de perfil de las apps para ligar, hay toda una ciencia. Lo sé porque he rastreado con amigas. ¿Por qué tantos tíos eligen fotos en las montañas, en serio? Miguel me confirma la tendencia. Él ha detectado dos: mujeres que aparecen con el Machu Picchu de fondo y mujeres que posan con un elefante... un elefante de verdad. Supongo que en cómo te muestras a los demás hay siempre algo construido, en la calle o en una app. La ropa que eliges, el peinado, las fotos de perfil, la manera en que te describes, lo que cuentas de ti o lo que eludes.

Dani. La cita a ciegas no acaba de ser una cita a ciegas plena. Nata tiene un poco interiorizado el propósito periodístico que hay detrás y me dice que le pregunte cosas. No es mi ideal, quería que fuera algo más natural, pero ya estamos ahí. Empezamos a hablar de citas, de Tinder, de conocer gente rondando los 40 en la era post Covid. Nata me cuenta que de todo este mundillo de quedar con gente desconocida le genera cierta frustración que el sexo siempre flote en las relaciones. Que sobre todo los varones –aunque ella no se limita a ellos– siempre lo tienen en cuenta y no muestran mayor interés cuando esa puerta se ha cerrado, haya sucedido previamente o no. Ella usa Tinder para conocer gente con un objetivo más amplio que el exclusivamente sexual o sentimental. ¿Por qué no amigos? Me interesa mucho saber cómo es Tinder siendo mujer porque tengo un montón de ideas preconcebidas y quiero averiguar si son ciertas. Me imagino una avalancha de likes (en mi mente los tíos somos más alegres con los me gustas) y de ghosting (gente que desaparece sin dar explicaciones). Lo primero no lo he vivido, lo segundo sí. Tengo razón a medias, aunque ella no se siente abrumada. No marea la perdiz: prefiere quedar que chatear y si no ve a la otra parte en la misma onda, pasa. Con las mismas, cuando tiene algo interesante se centra en eso y desactiva la app mientras dure.

Creo que empiezo a entender por qué Dani pensó que Miguel podía cuadrarme. Lee mucho y dice muchas veces la palabra patriarcado y es claramente un tío de izquierdas. Vale, pero dos más dos no siempre son cuatro

Ana. Creo que empiezo a entender por qué Dani pensó que Miguel podía cuadrarme. Lee mucho y dice muchas veces la palabra patriarcado y es claramente un tío de izquierdas. Vale, pero dos más dos no siempre son cuatro. Me gusta tener enfrente a alguien interesante y también me gusta que desde el principio nos hayamos salido del típico esquema de conversación que se espera de estas citas: ¿Cuántos años tienes?, ¿a qué te dedicas?, ¿qué te gusta hacer? En lugar de eso hemos tenido una conversación más caótica, más imprevista, pero también más divertida. Han surgido incluso pequeños momentos de confianza en los que los dos nos contamos cosas importantes y nos damos cuenta de que hemos vivido alguna situación paralela.

Dani. Me he acabado la cerveza y Nata apenas ha probado su vermut. Me pediría otra, pero no quiero empezar a bajarme cañas, que me conozco. Le pregunto si quiere cenar. Me dice que realmente no, que había pensado hacerlo en casa, que es lunes y no se quiere liar demasiado. Me molesta un poquito, pero me gusta que haya fijado los márgenes de la cita. Un par de birras –acabará siendo una solo, nunca se volvió a saber del camarero– y para casa. También me pregunto si era una idea que ya traía o lo ha decidido sobre la marcha. La duda se queda flotando.

Ana. Luego están los detalles que, para bien o para mal, inclinan la balanza hacia uno u otro lado. Esas pequeñas cosas en las que te fijas y que te encantan o que te echan para atrás. Por ejemplo, en la tercera o cuarta frase Miguel ya había nombrado a su ex. Error. En ningún momento me ha preguntado a qué me dedico yo exactamente ni he sentido interés por mi trabajo. Error. Y luego está lo de los boquerones. Pedimos unas bravas y boquerones fritos, aunque yo prefería en vinagre. Llegan nuestras raciones y nos lanzamos a comer, y mientras engullimos y seguimos hablando, veo como Miguel agarra el limón y lo exprime encima de los boquerones. Sin preguntar. Eso no se hace, Miguel, antes de echar limón se pregunta, si no es lemonspreading.

Hablamos de algo que compartimos: cómo te acostumbras a vivir solo tras una relación y que cada vez es más difícil pensar en compartir espacios, aunque coincidimos en que probablemente sea cuestión de encontrar a la persona con la que te apetezca hacerlo

Dani. Llega el momento de marcharnos y no nos hemos quedado sin temas de conversación. Bien, me aterraba eso. ¿Quién paga? Me ofrezco, ella también, y bromeamos con que como es medio trabajo si cuela igual invita el periódico. Mientras me acompaña al metro –vive al lado– hablamos de una situación que compartimos: cómo uno se acostumbra a vivir solo tras una relación y que cada vez es más difícil pensar en compartir espacios con alguien, aunque también coincidimos en que probablemente sea cuestión de encontrar a esa persona con la que te apetezca hacerlo. Llegamos al metro. Durante la cita, me ha comentado que está pensando en organizar cenas de gente que no se conoce para ampliar círculos. Contra mi yo retraído habitual, le digo que cuente conmigo. Intercambiamos teléfonos por iniciativa suya y nos despedimos.

¿Si hubiéramos quedado con otra persona a la que hubiéramos seleccionado en una app el resultado hubiera sido distinto?, ¿hubiéramos tenido más posibilidades de hacer match? No estoy segura. Con o sin app hay algo difícil de medir o predecir: la chispa

Ana. Me levanto para ir al baño y sé que es el típico momento en el que va a aprovechar parar echarle un vistazo a mi culo. Al fin y al cabo todavía no me ha visto de espaldas. Cuando estaba decidiendo qué ponerme elegí unos vaqueros que me sientan muy bien o al menos a mí me lo parece. Ya en el baño compruebo en el espejo a ver si tengo algún resto de comida entre los dientes, que es algo que queda mal y que da mucha rabia cuando te das cuenta. Nada. Me repaso los labios de rojo. Vuelvo a nuestra mesa, ya queda muy poco para llegar al típico momento en el que tienes que decidir si la cita se alarga o acaba ahí. Podría tomarme una copa más y alargar la charla; Miguel me cae bien y estoy a gusto, pero sé que lo nuestro está decidido: es un no.

Dani. Entro en la estación pensando que pese a mis reticencias iniciales me ha gustado la experiencia. Nata me ha caído muy bien aunque no haya habido, creo, esa chispa, tan difícil de encontrar por otra parte. ¿Repetiría?, me preguntan las compañeras de trabajo al día siguiente. Me tomaría otra caña con ella, sí, sin expectativas previas. Las expectativas lo joden todo. Me lo he pasado bien, a fin de cuentas, y me acuerdo del comentario de Nata sobre por qué todo tiene que ser sexo. También valoro lo fácil que ha sido: alguien te pone en contacto con otra persona en tu misma situación y te ahorras la app, el match, la charla previa. Directos a vernos con la ventaja de que otro ha pensado que podíais encajar, que tenéis algo en común. Estoy pensando en todo eso cuando miro hacia abajo y me doy cuenta de que llevo la bragueta del pantalón totalmente abierta. ¿Llevo así toda la noche?

Miro hacia abajo y me doy cuenta de que llevo la bragueta del pantalón totalmente abierta. ¿Llevo así toda la noche?

Ana. Acordamos pedir la cuenta. Mientras pagamos me pregunto, ¿si esta noche hubiéramos quedado con otra persona a la que hubiéramos seleccionado en una app el resultado hubiera sido distinto?, ¿hubiéramos tenido más posibilidades de hacer un auténtico match? No estoy segura. Con o sin app de por medio hay algo difícil de medir o de predecir: la chispa. Ese fueguito que se despierta misteriosamente, a veces cuando conoces a alguien en persona, a veces cuando interactúas en una red social con alguien con quien, no sabes bien por qué, pero notas algo. A veces surge rápido, otras tarda un poquito. Eso es lo que no ha habido aquí esta noche. Miguel me acompaña al metro más cercano, él seguirá andando. Le pido el teléfono con un poco de pudor y rápidamente le aclaro que es por si le apetece venir a una fiesta que vamos a hacer varias amigas. Hay que pensar en las amigas. Él parece encantado con la idea. Y yo creo que quizá esta noche he ganado un colega.

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