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Las etiquetas de la DGT dan un visto bueno ambiental a vehículos todavía muy contaminantes

Tráfico en la ciudad de Barcelona.

Raúl Rejón

Las etiquetas que, en virtud del Plan Aire, la Dirección General de Tráfico emite para distinguir los vehículos menos contaminantes son engañosas: se basaron en los niveles de emisión que medían los test falseados en el dieselgate y no reflejan la realidad, según un informe de la organización Ecologistas en Acción.  

La cuestión es que esas etiquetas acreditan que los motores que las llevan respetan unos límites impuestos por la normativa que, en las condiciones reales de conducción,  son ampliamente sobrepasados. Es decir, contaminan más. Algunos cuatro veces más, según el estudio de Ecologistas. Estos distintivos se están convirtiendo en el salvoconducto para poder conducir por ciudades que planean restringir el tráfico en función de la polución que generan los coches –como en el caso de Madrid–.

La DGT diseñó unas etiquetas que van desde las CERO (para los vehículos más respetuosos, especialmente eléctricos), pasan por la ECO (híbridos y a gas) y llegan a las C, que abarcan los coches de gasolina y diésel más modernos (matriculados desde 2015) y las B: los diésel desde 2014 y los gasolina desde 2001. El problema, otra vez, afecta especialmente a los motores de gasoil.

El origen de la confusión está en las pruebas que acreditaron a esas flotas. Los mismos tests de laboratorio que pudieron falsear algunos fabricantes para obtener su homologación ambiental. En el caso de los diésel, los estudios de la iniciativa TRUE que viene midiendo las emisiones de automóviles durante años en su conducción habitual, han reflejado que los diésel con el distintivo más verde (el C) tienen una media de 500 miligramos de dióxido de nitrógeno por kilómetro recorrido cuando su límite legal era de 80. Los que accedieron a la etiqueta B tenían un límite de 250 miligramos y han arrojado una media de 1.000 por cada kilómetro, según estas mediciones.

La falta de rigor de los test quedó acreditada por el dieselgate y ha sido admitida por la Comisión Europea (donde se diseñan las normativas de la Unión Europea). De tal manera que la reglamentación ahora exige unas pruebas diferentes que tratan de reflejar las condiciones reales en las que se utilizan los vehículos.

Prácticamente ningún coche del mercado cumpliría, por lo que se ha adoptado un factor de corrección que, en el caso de los diésel es 2,1. Su límite hasta 2020 ha pasado a los 168 miligramos. El Gobierno español, con el entonces ministro José Manuel Soria a la cabeza, fue uno de los más beligerantes a la hora de conseguir un mayor margen para los fabricantes.

“Si el objetivo de las etiquetas era discriminar los coches en función de su potencial contaminador no funciona. De hecho, se contribuye a que se vendan más diésel porque los compradores se llevan del concesionario un vehículo con una etiqueta”, analiza Nuria Blázquez, coordinadora de Transportes de Ecologistas.  Precisamente este martes, el presidente de la patronal de los fabricantes de automóviles ANFAC, José Vicente de los Mozos, ha insistido en la Cadena Ser en que “el problema no son los diésel, sino la antigüedad del parque”. La normativa para las etiquetas C se aplica a los gasoil de 2015. La de las B del 2014.

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