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Historia de una palabra nueva que existe desde hace siglos: sororidad

'Las hilanderas', de Diego Velázquez.

Peio H. Riaño

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La comunión y comunicación entre mujeres ha sido un elemento perturbador desde hace siglos. La sororidad turba a los hombres mucho antes de la creación de la palabra. Lo demuestra el licenciado Julio Carrasquilla, que acusó en el año 1730 a un grupo de mujeres de la población de Castro del Río porque decía que había “cuadrillas de estas hechiceras y que se juntaban en una bodeguilla”. “Andaban brujeando y que el declarante las había visto comunicarse unas con otras y que andaban juntas”, y esto lo corroboraron otros dos. Estaban unidas y se ayudaban. El grupo estaba formado por Antonia Luna, Ana Zamora, Luisa de Gama, Antonia Merino, Catalina Ajira, Teresa Herencia y Teresa Rosado. Había que detenerlas.

A los nueve años de la acusación Catalina Gutiérrez compareció ante el Santo Oficio y contó que había comenzado a tener amistad con Marina Morales cuanto tenía 21 años. Después de nombrar a todas las comadres de su cuadrilla, dijo que se comunicaba con ellas porque frecuentaban la casa de Marina Morales, su punto de reunión, y que allí compartían sortilegios. Testificó contra ellas incluso una enferma que buscaba cura a su enfermedad. Declaró que acudían a su casa varias hechiceras a procurarle sanación. Sin resultado alguno. “Aprendieron y se enseñaron mutuamente, se protegieron, se ayudaron, se respaldaron y actuaron en la villa de Castro del Río como si la ley divina no cayera sobre sus hombres”, explica la historiadora Rocío Alamillos.

Las mujeres que se juntaban y se reunían de forma libre y autónoma fueron carne de sospecha. “En la arquitectura patriarcal, el aislamiento es el estado preferido para las mujeres”, reflexiona Ángela Atienza López, catedrática de la Universidad de la Rioja, en el ensayo Historia de la sororidad, historias de sororidad. Manifestaciones y formas de solidaridad femenina en la Edad Moderna (Marcial Pons). En este mismo libro, Alamillos descubre grupos de congregación de mujeres y círculos mágicos basados en la connivencia entre ellas, en la colaboración y en un apoyo mutuo. Son mujeres que se enseñaban unas a otras, que compartían sus saberes mágicos y se iban transmitiendo sus conocimientos. Latía en ellas la conciencia de perseguidas por transgresoras, amenazadas por la mirada de los inquisidores.

Una historia muy larga

“Sororidad es un concepto capaz de definir y dar nombre a vínculos, a manifestaciones y experiencias contenidas en las relaciones entre mujeres desde siempre, con variadas formas de expresión histórica”, señala Ángela Atienza López. Aclara que es una realidad cambiante, una realidad sometida y cruzada con otras tensiones y problemáticas, propias de un tiempo histórico.

“La historia de la sororidad es bien larga, pero la historia de la palabra es bien corta”, resume. La historiadora asegura que el término lo usó por primera vez en letra impresa Miguel de Unamuno, en los primeros meses de 1921. Ese año, en marzo, publicó un artículo en el semanario de Buenos Aires Caras y Caretas, titulado Sororidad. Ángeles y abejas. Reflexionaba sobre Antígona, la tragedia de Sófocles: “Y Antígona queda como el eterno modelo de la piedad fraternal y del anarquismo femenino. ¿Fraternal? No; habría que inventar otra palabra que no hay en castellano. Fraternal y fraternidad vienen de frater, hermano, y Antígona es soror, hermana. Y convendría acaso haber de sororidad y de sororal, de hermandad femenina”.

Hasta los años setenta del siglo XX no volvió el término. Fue entonces cuando el grupo de mujeres neoyorquinas “Mujeres radicales de Nueva York” usaron el término “sisterhood”. Más tarde, el feminismo francés tradujo la palabra por “sororité”. A Atienza López le sorprende que, a pesar de su fuerza internacional desde hacía años, no fue hasta finales del año 2018 cuando entró a formar parte del Diccionario de la lengua española de la Real Academia Española.

Ampliar la mirada histórica

Es habitual la cancelación contra la creación de términos contemporáneos sobre actitudes históricas, calificándolos de “trampas del lenguaje correcto”. ¿Basta con que no se haya visto, con que no se haya contemplado, que no se haya considerado la existencia histórica de la sororidad porque no ha sido nombrada, para negar la palabra y la comunión entre mujeres? “¿Por qué hemos silenciado la sororidad?”, se pregunta Atienza López. Responde con claridad, porque toda mirada sobre el pasado es una construcción cultural. Solidaridad, empatía, respaldo mutuo, cooperación, hermandad y vínculo son campos semánticos que suceden desde hace siglos. Al menos, desde la Edad Moderna, tiempo histórico que rastrean la hermandad entre mujeres las historiadoras que forman parte de las investigaciones publicadas en Historia de la sororidad, historias de sororidad.

Reconocer, nombrar y considerar la sororidad abre la puerta a los cambios en nuestra forma de leer y significar el pasado. “Permite incluir una nueva perspectiva con la que recorrer terrenos transitados”, sostiene Atienza López. Es un nuevo enfoque para ampliar y profundizar el conocimiento de una realidad histórica escrita (por hombres). Y así contemplar el pasado desde otro lugar. “La sororidad tiene una historia” y “ha formado parte del pasado anterior al siglo XX”. De ahí la necesidad de revisar un imaginario arraigado acerca de las mujeres, al que la historiadora denomina el “imaginario insolidario de la feminidad”. Esta mirada denigrante pone el acento en una rivalidad perenne entre ellas, que se presupone natural y que hace, por tanto, inviable la solidaridad entre mujeres.

María José de la Pascua ha rastreado el padrón de Cádiz en el siglo XVIII y ha encontrado todo tipo de uniones de las “mujeres solas” en los barrios. “Es evidente que la solidaridad con vistas a la supervivencia puede ser una conclusión lógica”, dice. Asegura que las redes trenzadas entre mujeres para hacer frente a la experiencia de vivir no ha sido muy investigado para la sociedad del Antiguo Régimen.

Doña Ana Pimpollo, soltera, legó una de sus joyas a su madrina, doña Josefa de Cote, “por los muchos favores que le debo, teniéndomela en su casa y asistiéndome en las enfermedades que he padecido”. María José de la Pascua, además, ha encontrado en su investigación numerosas fundaciones gaditanas protagonizadas por mujeres y destinadas a favorecer a doncellas jóvenes y pobres. Por ejemplo, la Fundación de Ignacia Maltés, en 1757, fue una casa de recogimiento, con capacidad para 12 mujeres.

La sororidad teresiana

La prueba de que la consideración de la sororidad abre nuevas perspectivas al pasado es la investigación sobre la vida de Teresa de Jesús y Ana Enríquez en la España del siglo XVI. El estudio de Alison Weber y Doris Moreno parte de la correspondencia entre Ana y Teresa para plantearse dos cuestiones: ¿Era posible una amistad tan profunda entre una mujer de la clase media urbana y una mujer aristocrática? ¿Puede haber sororidad donde hay lucha de clases? La solución está en lo que han dado en llamar “sororidad teresiana”.

Aclaran que Teresa de Jesús cultivó muchas amistades con mujeres nobles a lo largo de su vida como reformadora. Fueron alianzas que ella juzgó necesarias por razones económicas y políticas, pero “no carecían de afecto humano e interés espiritual”. En las cartas con Ana Enríquez busca y estimula estas alianzas femeninas de afecto mutuo y objetivos compartidos. “Un igualitarismo espiritual que, no obstante, tenía muy en cuenta la importancia de canalizar el poder e influencia de las clases dominantes”, dicen.

La meta común de reforma laico-religiosa unió a estas mujeres, pero no borró las diferencias de rango y cultura. Y añaden que su impresión es que la amistad entre Teresa y Ana -cuya primera carta data de 1574- “tenía un fuerte vínculo de afecto y confianza que superaba la relación común con las benefactoras”. No corrió la misma suerte la relación con Ana de Mendoza, princesa de Éboli.

Y todo ello mientras el propio proyecto de reforma de Teresa era cuestionado por la Inquisición. De hecho, Ana Enríquez padeció un auto de fe. No fue la única amistad que Teresa cultivó con personas procesadas por el Santo Oficio o allegados. “Para nosotras Teresa no tenía miedo a la Inquisición, aunque sí respeto, porque contaba con una extensa red de amigos y colaboradores bien conectados con los círculos del poder”, aseguran las historiadoras.

Entonces, ¿se pueden describir las relaciones de Teresa con sus benefactoras nobles en términos de sororidad? “La fama de Teresa como una mujer santa, su apoyo por teólogos eminentes y su reconocido encanto personal, le concedieron una autoridad que servía de contrapeso a su origen converso-hidalgo”, proponen Weber y Moreno. Y determinan que tal vez sería más apropiado hablar de “sororidad potencial”, como parte de un proyecto en el que la intención de Teresa era reclutar a estas mujeres en su misión de conversión colectiva. La carmelita se esforzó por forjar amistades entre mujeres pero también entre hombres, que compartían su visión reformista: “No se trataba de una reforma de las estructuras, sino de los corazones”, concluyen Alison Weber y Doris Moreno.

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