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“Mi padre abusó de mí, pero no dije nada por culpa y miedo a romper la familia”

Nadia González, víctima de abuso sexual en la infancia.

Marta Borraz

  • Segunda entrega de la serie No digas nada, con la que eldiario.es visibiliza el abuso sexual hacia la infancia, un tipo de violencia silenciada que implica la interposición en España de una denuncia cada tres horas

Primero empezaron los besos, luego los tocamientos y más tarde fue a más. La forma progresiva en la que suelen darse los abusos sexuales a la infancia garantiza, junto a la manipulación emocional y el desconocimiento de lo que ocurre, el silencio del niño o niña, que no suele contar lo que ha pasado, si lo hace, hasta pasado mucho tiempo. Le ocurrió a Nadia González, que hoy pone voz y rostro a un tipo de violencia sobre el que se desconoce la prevalencia real pero que implica en España una denuncia cada tres horas. Su padre abusó de ella desde los siete a los 12 años, cuando a la vuelta de un campamento en el que se lo contó a una amiga cercana, pudo enfrentarse a él y decirle que no lo haría más.

Dice de sí misma que es una persona feliz. El tiempo y la terapia le han ayudado a superar algo que le ha marcado la vida, pero sigue teniendo miedo. “Yo creo que a mí es en lo que más me ha afectado. Has vivido y crecido en el miedo, así que yo muchas veces lo tengo y no sé por qué es, no está relacionado con la realidad”, explica a eldiario.es. Su caso forma parte de la campaña #Rompoelsilencio, con la que Save the Children pretende hablar de este tema y pedir responsabilidades públicas. “Cuando eres tan pequeña no sabes si está bien o si está mal. No te gusta, pero no tienes ninguna capacidad de ir contra la autoridad que supone tu padre. Tú entiendes que tu padre te quiere mucho y cuando va pasando el tiempo, vas siendo consciente”.

La instrumentalización de ese cariño y de esa confianza, que no es tal y que disfraza una relación de abuso, es precisamente el modus operandi que emplean los agresores, una inmensa mayoría pertenecientes al entorno cercano de la víctima. De hecho, suele ser una figura de referencia. También le pasó a Miguel Ángel Hurtado, que cuando tenía 16 años sufrió durante todo un año los abusos por parte del sacerdote que dirigía el grupo de scouts de la parroquia con el que salía a la montaña cada fin de semana. “Al principio se me acercaba después de cenar y me decía que habláramos en privado, que me veía angustiado y me quería ayudar”, cuenta.

Así, poco a poco, el sacerdote, hoy fallecido, se fue ganando la confianza del joven y llegó a convertirse en un adulto de referencia para él. “Después comenzaron las conversaciones en el dormitorio y empezaba a hablar de temas sexuales. Entonces me metía la mano debajo de la ropa y me tocaba los genitales”. A los 17 pudo pararlo diciéndoles a sus padres que no podía seguir yendo al grupo porque tenía que estudiar, pero el cura comenzó entonces a llamar a su casa para insistir en que le convencieran. Decidió entonces decírselo a otro sacerdote, que no tomó medidas y le animó a que no se lo dijera a sus padres, algo que sí hizo finalmente: “Se fueron a quejar, pero lo único que hicieron fue trasladarle a un monasterio y pedirles a mis padres que no interpusieran denuncia”, dice Miguel Ángel.

A él, su abusador le decía cosas como que era importante, que le quería y que le iba a ayudar. A Nadia, que estuviera tranquila, que no pasaba nada y que todos los padres lo hacían con sus hijas. El mecanismo de la disociación, es decir, desconectar las sensaciones vinculadas al abuso y hacer como que no ocurre, es el que habitualmente utilizan los menores que sufren este tipo de violencia, al igual que les pasó a ambos.

“Durante mucho tiempo cuando era pequeña no dije nada por la culpa de que mis padres se separaran, el miedo a romper la familia o a que mis hermanos estuvieran tristes”, rememora la mujer, que hoy tiene 41 años y tres hijas pequeñas a las que intenta empoderar para evitar que algún día les pueda pasar lo que le ocurrió a ella. Ocho años después de que los abusos finalizaran, a los 20, pudo contárselo a su madre y comenzó una terapia psicológica.

La culpa y la vergüenza

Rosa no se llama así, pero prefiere usar un nombre ficticio porque su entorno laboral no sabe que fue víctima de abuso sexual por parte de su bisabuelo y de su tío. Ocurrió durante los años en los que vivía con sus abuelos, de los cuatro a los ocho, ya que sus padres, que entonces eran jóvenes, no podían hacerse cargo de ella y de su hermano debido al trabajo. Su “salvación” vino cuando la familia tuvo que mudarse de ciudad ante un traslado laboral de su padre. La violencia sexual, recordó años después, estaba instalada en aquella casa de forma habitual: “Yo creo que tienes tanto miedo que lo bloqueas del recuerdo. Pero en la adolescencia, de repente, empecé a rememorar algo que me marcó, y es que mi tío me obligó a presenciar la violación de mi hermano”.

Entonces, no era capaz de racionalizar que a ella también le había ocurrido, algo que sí pasó años después, cuando con 25 años se quedó embarazada de su primera hija. “Fue una especie de revelación, yo creo que por el insisto de protección o por el miedo de que a ella le ocurriera algo similar”. Acudió entonces a su primera terapia psicológica, que le ayudó a desenterrar lo vivido hasta el día de hoy. Con 39 años, confiesa que aún batalla con las consecuencias brutales de lo que sufrió cuando era pequeña. “Siempre te queda esa sensación de que tú eres la culpable de lo que pasó. Yo sigo sintiendo culpa y vergüenza. Tantos años después me siento todavía sucia, me siento mal conmigo misma, me ha costado mucho aceptarme”.

Álex también ha sufrido los efectos en diferentes planos. Su nombre figura en una de las cuatro denuncias por delitos sexuales contra el pederasta confeso Joaquín Benítez que el juez investiga. Desde los años 80, este hombre fue profesor de Educación Física de la escuela Maristas de Sants-Les Corts de Barcelona y su caso saltó por los aires en 2011 a raíz de la denuncia de una familia que motivó decenas de testimonios más y numerosas denuncias, de las que 13 han sido archivadas por haber prescrito. Los hechos por los que será juzgado Benítez, para el que la Fiscalía pide 22 años de cárcel, ocurrieron entre 2005 y 2010, cuando Álex era su alumno.

Hablar cuando ya no se puede denunciar

“Ocurrió un día en el que estaba lesionado por haber jugado a fútbol la tarde anterior. Benítez me dijo que no pasaba nada por no poder dar la clase, pero que acudiera después a su despacho. Le tenía estima y teníamos confianza, así que fui”, recuerda este joven que entonces tendría unos 15 años. Entonces, el docente le comenzó a dar un masaje por la zona del muslo en el que tenía la lesión para pasar posteriormente a hacerle tocamientos. “Me quedé completamente en shock, pero me pidió que me desnudara y accedí. Luego reaccioné, le pedí ir al baño y me fui a mi casa. En ese momento sabes que algo ha pasado, pero no lo racionalizas. Yo creo que es un acto de autodefensa”, explica.

Todas las historias están marcadas por el silencio mantenido durante años y en algún momento quebrado. Sin embargo, solo Álex ha logrado llevar su caso ante los tribunales. Si hubiera denunciado 12 horas después, el profesor no estaría siendo investigado. Y es que justo presentó la denuncia un día antes de su 23 cumpleaños, cuando ya prescribía el delito. Nadia, Miguel Ángel y Rosa no pudieron hacerlo. Actualmente, la prescripción de estos delitos se sitúa entre los cinco y los 15 años tras las mayoría de edad, dependiendo de la gravedad de los hechos. Esto implica que, como máximo, una víctima de pederastia podrá denunciar hasta los 33 años en los casos más graves.

Por eso, todas las víctimas piden que se alarguen los tiempos de prescripción de los delitos –algo que el Gobierno ya se ha comprometido a impulsar– ya que debido a las características de este tipo de violencia, perpetrada contra menores y mediante la imposición de un férreo pacto de silencio, la inmensa mayoría de las víctimas comienza a hablar cuando ya el sistema no permite la denuncia. Aun así, saben que la vía judicial no es el único frente en el que combatir. Todas rompen el silencio por el fin del estigma, de la vergüenza y de la culpa, para que los abusos sexuales a la infancia salgan por fin de ese lugar oscuro y oculto en el que aún se mantienen. “Lo más duro es que me arrancaron la infancia. Y eso ya no se recupera nunca...”, dice Rosa.

eldiario.es sigue hablando de violencia sexual en todos los ámbitos a través de la serie Rompiendo el Silencio. Si quieres denunciar y contar tu caso, escríbenos al buzón seguro rompiendoelsilencio@eldiario.es. Rompiendo el Silencio

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