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El país de la desmemoria, del genocidio franquista al silencio interminable

Portada del libro El país de la desmemoria

Juan Miguel Baquero

PRÓLOGO. La manta que oculta la verdad, por Baltasar Garzón

Afirma en este libro Juan Miguel Baquero que uno de los pilares de lo que él llama El país de la desmemoria es el abandono de los derrotados. «La realidad falseada, el descrédito salpicado de olvido estratégico. Como si fuera posible sepultar todos los nombres». Tiene mucha razón. La mentira, la difamación, el silencio fueron impuestos por la dictadura para acabar de doblegar a los supervivientes de un infierno y a sus descendientes, inmersos en un purgatorio eterno, culpables por estar vivos y castigados por no pertenecer al club de los elegidos. Si el abandono es la base de la desmemoria, el miedo la alimenta.

Creo que, como juez, lo que más me ha impresionado en cada víctima que he conocido no ha sido tanto el terrible sufrimiento que expone en su testimonio como el alivio inmenso por poderlo contar ante la autoridad competente. Hablar de lo ocurrido equivale a hacerlo real. Las palabras hacen cierto lo que tanto tiempo se guardó en el corazón y en la cabeza, lo que ni siquiera se susurraba a escondidas.

El país de la desmemoria es pues un libro que ahonda en esa historia, avanzando por un relato de sufrimiento y haciendo patente, sin alharacas, lo que ocurrió y por qué hay que recuperar y profundizar en los hechos aún recientes de nuestra historia. Me conmueve el niño que da inicio a este relato, Alejandro, al que dijeron que cuando los aviones bombardearan se tirase a la cuneta y tapara su cuerpecito con una manta. Como ese niño real, nuestra sociedad se ha cubierto durante todos estos años con una frágil colcha que, al retirarse, deja ver la cara fea de un régimen franquista que mató, hizo desaparecer, humilló, torturó y encarceló; que robó niños; que asoló con el terror para lograr la sumisión y no levantó la bota hasta bien entrada la década de los 70.

El narrador ha tocado de forma exhaustiva todos los hitos de esa larga marcha de frustración y padecimientos, y señala todos aquellos aspectos que aún están pendientes de resolver. Explica que las llamadas de atención de organismos internacionales como la ONU no sirvieron para que el gobierno anterior, de signo conservador y enraizado aún en esencias franquistas, se ocupara de restablecer la verdad. Y hace votos, como todos los hacemos, para que el gobierno socialista pueda llegar a conseguirlo.

Es una tarea urgente, antes de que los más antiguos del lugar dejen este mundo sin haber conseguido obtener por fin la victoria sobre la impunidad, para que las nuevas generaciones aprendan a rechazar los golpes de estado, las dictaduras, los crímenes contra la humanidad… el odio. Agradezco a Juan Miguel Baquero la oportunidad de su obra y las frases que en ella me dedica. En su día me declaré competente para investigar la ejecución de un plan sistemático de desaparición de miles de personas y creo que aún no se ha dado cumplida respuesta a estos crímenes de lesa humanidad que, por serlo, no prescriben, mal que les pese a tantos interesados en evitar la verdad. Su conciencia sabrá por qué. Los demás, debemos seguir en la brecha para acabar con esa impunidad que tanto daño nos ha hecho. Que así sea.

Baltasar Garzón Real. Jurista

CAPÍTULO 1. Ensayo para la barbarie

«Los aviones venían rasantes y me agazapé en el suelo, cubierto por una manta. De pronto sentí un golpe fuerte en la espalda. Quedé paralizado. Noté que tenía sangre.  Cuando todo el mundo se levantó, vi que me había caído encima la cabeza de una niña. Yo tenía diez años y ella era más chiquita. Una pequeña de cuatro o cinco años.» Los recuerdos de Alejandro Torrealba siguen vivos ocho décadas más tarde. La escena que relata ocurre en la carretera de Málaga a Almería, cuando decenas de miles de personas huyen del avance rebelde. Porque el 7 de febrero de 1937 había arrancado siniestro, con Francisco Franco, Adolf Hitler y Benito Mussolini atacando sin compasión a población civil durante uno de los mayores éxodos del siglo xx. Tras el bombardeo, los golpistas entran el día 8.

La capital malagueña, que hasta entonces había estado en manos republicanas, acogía a miles de refugiados que atestaban las calles, procedentes de Antequera y de Ronda, recién tomadas. Se sabía por las experiencias de Cádiz, Sevilla, Córdoba y Granada que las tropas rebeldes no tenían compasión con la gente de a pie de las ciudades. Y Málaga había sido un feudo republicano durante siete meses tras el golpe de Estado de julio del 36. En otras ciudades habían tenido lugar fusilamientos a centenares, detenciones a miles. Los civiles que temen por sus vidas tienen que escapar por la única salida posible, los 175 kilómetros que separan esa ciudad de Almería, aún republicana. Fascistas y nazis convierten la línea costera en una trampa y la huida en una carnicería. Será el mayor crimen de guerra de la guerra civil española: La Desbandá. Los números de esta masacre andaluza, en la huida de Málaga hacia Almería, no son concluyentes. Varían según las diversas investigaciones. En cifras redondas supera los 5.000 muertos en un río humano compuesto por más de 200.000 refugiados asediados por tierra, mar y aire. Miles de mujeres, ancianos, niñas y niños, derrotados y atacados mientras se limitaban a huir, sin presentar batalla.

La desesperada migración muta en un inédito drama humanitario. La interminable columna de mujeres con sus bebés e hijos pequeños, los ancianos, la mayoría descalzos, son bombardeados desde el mar por la artillería de los cruceros rebeldes. Por tierra les persiguen las tropas italianas, que los van ametrallando. También caen bombas desde el cielo. Este ataque contra población civil por parte de Franco y sus aliados precede a otros bombardeos indiscriminados que son más conocidos, como los de Guernica (Vizcaya), Barcelona o Játiva (Valencia), pero los supera en la dimensión de la matanza. En todos estos casos los ataques a la población civilse hicieron con participación alemana e italiana.

«Alejandrito, cuando vengan los aviones te tiras a la cuneta y te tapas con la mantita, ¿vale? —le decían—. Y eso hice», afirma en 2018 aquel niño, ahora Alejandro, noneganerio. Con apenas un trapo como toda cobertura. Como una suerte de escudo que no impide la máxima expresión del terror.

La Guerra Civil española es un propicio banco de pruebas para la futura Segunda Guerra Mundial, y Hitler y Mussolini no lo desaprovechan. La Desbandá también sirve como ensayo bélico. Les vale como prólogo del conflicto internacional que el führer y el duce provocarán pronto. En España ensayan sus armas nuevas, aportando de paso al futuro caudillo español un apoyo decisivo. Sin el sostén de la bestia totalitaria, materializado en tropas de infantería, armamento y aviones, quizás nunca hubiera llegado la victoria de Franco en España.

Estas matanzas de civiles lejos del frente bélico ejemplifican la voluntad genocida del franquismo: la orden de aniquilar al adversario social y político para evitar la  resistencia, como principal estrategia para ganar la guerra, y la pedagogía del terror y la violencia extrema como herramientas. Un afán terrorista que resultó, entre otras cosas, en la cifra de al menos 114.226 desaparecidos forzados, cuyos cadáveres acabaron enterrados como perros en las más de 2.500 fosas comunes excavadas en los cementerios y en las cunetas de caminos y carreteras de todo el país.

Las tumbas ilegales sembradas en suelo español representan el fruto más ignominioso de aquel conflicto bélico y de su posguerra. Pero no el único. El rendimiento de la cosecha fascista está en todas y cada una de las violaciones de derechos humanos que han seguido produciéndose durante décadas sin que ninguno de sus responsables haya tenido que pasar por un juzgado. Nada más brutal que el contraste entre la impunidad de los crímenes cometidos desde el 17 de julio de 1936 por los sublevados contra el legítimo gobierno de la Segunda República, por un lado, y el desprecio del Estado, por otro, a las víctimas de la conspiración armada. Un claro síntoma de la herida abierta, de un olvido insostenible en cualquier nación democrática homologable a la española, que deja al descubierto la herencia diseñada por los golpistas, continuada por sus herederos y que a lo largo de cuatro décadas de democracia ha sido imposible romper.

Ni siquiera la Ley de Memoria Histórica, aprobada en 2007, trajo consigo una auténtica respuesta a las reivindicaciones de las víctimas, resumidas en el trinomio de palabras «verdad, justicia y reparación». Ha seguido vigente la preconstitucional Ley de Amnistía aprobada durante la Transición, que ha actuado como una suerte de Ley de Punto Final en un país que, por ejemplo, ha sostenido durante años con dinero público el Valle de los Caídos, el mausoleo donde el dictador recibió sepultura como si fuera un faraón, rodeado de algunos de los suyos, pero también de miles de aquellos a los que él condenó a muerte. Un mausoleo tenebroso en cuya construcción trabajaron muchos presos políticos convertidos en esclavos.

En el capítulo «Parafernalia simbólica» trataremos con mucho detalle este monumento fascista, y hablaremos de los nuevos intentos de cambiar su significación y llevarse de él la momia de Franco y los restos de José Antonio Primo de Rivera, anunciados por el gobierno de Pedro Sánchez desde el momento que ganó la moción de censura contra el PP tras la sentencia del caso Gürtel. Porque la anomalía reina en España, un país que ha sido capaz de abrir la vía judicial para las dictaduras de Augusto Pinochet en Chile y de Jorge Rafael Videla en Argentina aplicando los principios del derecho universal. Pero que también ha sido capaz de boicotear la única causa abierta en el mundo para juzgar al franquismo, la Querella Argentina. Porque España ignora el mandato de Naciones Unidas y nunca llevó ante un juez a los verdugos y torturadores, ni ha investigado judicialmente las prácticas represivas organizadas más duraderas de Europa.

Porque España no anuló tampoco los juicios franquistas que terminaron con condenas a muerte, penas de reclusión, cuantiosas multas o depuración profesional. Porque los gobiernos españoles tampoco han restituido el expolio que sufrieron, por parte de los franquistas y sus amigos, los perdedores. Tampoco se ha cuestionado nunca la fortuna corrupta de la familia Franco, que tras la muerte de la única hija del dictador, Carmencita, ha quedado dispersa entre los nietos y la Fundación Franco.

Ni siquiera en democracia se ha obligado a rendir cuentas a las empresas que usaron esclavos, condenados en juicios políticos, durante la dictadura. Es más, la simbología fascista permanece en las calles y abrir estos debates molesta a una parte de la población y a sus representantes políticos. Porque la cara más oscura de este pueblo demuestra que el franquismo está vivo, presente.

Por todo esto España es el país de la desmemoria. Una tierra enmarañada en la lectura parcial de su propio relato, que ha vendido durante años una visión equidistante o directamente apologética de su cruel pasado reciente como alimento propiciatorio del franquismo sociológico. Un país en donde muchos todavía no entienden que para ser demócrata hay que empezar siendo antifascista.

Los recuerdos de Alejandrito, huyendo de las tropas franquistas que acaban de conquistar Málaga, los recuerdos de aquel que fue un niño que huía cargado con su manta y su terror infantil a cuestas, son el paradigma de la apuesta por la libertad, la igualdad y la democracia que fue truncada por el fascismo. Del juguete roto en mil pedazos. La memoria de Alejandro Torrealba Crepiemx, nacido el 18 de julio de 1927, recrea en enero de 2018 la masacre de La Desbandá desde su modesta vivienda de San Cristóbal de La Laguna, en Tenerife, islas Canarias. Queda muy lejos aquel frío mes, pero regresa a su fiel memoria en escenas grabadas a sangre y fuego. Las bombas caen del cielo, la tierra salta por los aires y los gritos de dolor y pánico invaden el aire de los senderos que bordean la costa, por donde huyen a miles personas atemorizadas, camino del refugio republicano que aún ofrece Almería.

«Me duele la espalda», piensa Alejandrito, arrugado bajo un trozo de tela ajada. La gélida mañana acaba rota por el contraste de un líquido caliente. Es la muerte. «Estaba allí —repite ahora—, era una niña… La cabeza me golpeó, la cabeza de una pobre criatura.» Los mayores del séquito familiar oyen las quejas del pequeño y acaban recogiendo los restos de la cría. «La enterraron allí mismo —apunta el nonagenario—. Es el primer muerto del que tengo conciencia», dice. Allí deben de seguir los huesos, sepultados por décadas de abandono en la sierra malagueña, en una cuneta de la sinuosa travesía costera conocida desde entonces como «la carretera de la muerte».

«Me limpiaron la camisa en un charco de agua que había por allí y me la pusieron mojada, ya sin sangre.» Y recuerda que enseguida siguieron caminando. Dando tumbos entre las embestidas inmisericordes de los aviones alemanes e italianos, de la munición escupida por los cañones de los buques rebeldes, de los disparos de las ametralladoras y los fusiles fascistas. Pero la carne trémula del niño también sintió la frialdad metálica de la metralla: «No me salvé. Aquí —y se señala la nalga derecha— me entró la esquirla de un proyectil cuando estaba bocabajo, cubierto por una mantita pobre de tonos marrones.

Tenía un boquete grande y me metían gasas para curarlo con desinfectante; me dolía una barbaridad», rememora. Y de repente salta una de las sorpresas del relato, que enlaza con la historia conocida de un mito cuando añade: «Me curaban en la ambulancia del médico canadiense». Alejandro se refiere a Norman Bethune, el galeno llegado a un país en guerra para intervenir en apoyo de la República. Invitado por la Comisión de Ayuda a la Democracia Española, el doctor Bethune dirige varias unidades médicas que incluyen el primer servicio móvil de transfusiones de sangre. Al enterarse de lo terrorífica que era aquella huida de población civil, viaja desde Valencia acompañado de dos ayudantes, Thomas Worsley y Hazen Sise, con los que durante varios días socorre al pueblo que escapa de la ocupación rebelde de Málaga. El voluntario internacional vive en La Desbandá uno de los episodios más dramáticos de su carrera. «La más horrible evacuación de una ciudad que hayan visto nuestros tiempos», cuenta en su libro Bethune. De aquella obra, 'El crimen del camino Málaga-Almería', me muestra sonriente un ejemplar, una vida después y pese a todo, Alejandro Torrealba en su casa de La Laguna. Que me sigue contando con su increíble memoria: «El canadiense era muy querido, iba con más sanitarios, algunos españoles, y curaban a un montón. Se le tenía mucha consideración… porque venían a auxiliar. Yo entonces no sabía quién era, claro. Veía la ambulancia que tenía la cruz roja y a esas personas que iban vestidas de blanco que iban recogiendo y curando».

Norman Bethune era un héroe entre las bombas que caían sobre «una procesión de miles y miles de personas», como él mismo dice en su crónica, una caravana a la que cada vez se sumaba más gente que bajaba de los pueblos de la serranía para unirse a la huida. Aquello fue una matanza premeditada e innecesaria porque «allí no había guerra», dice Alejandro con gesto serio. «Fue un ataque contra el pueblo, un desastre», ejecutado por la alianza en la guerra de España de lo que él llama ahora «tres criminales»: Franco, Hitler y Mussolini. «Mataron a miles de personas. ¿La matanza de Málaga a Almería? Vi muertes de niños. Y vi a una mujer, moribunda, dando el pecho, con el niño chupando de lo que era casi un cadáver. No me explico —añade ochenta años después— cómo podían usar aviones y barcos de guerra contra la población.»

El anecdotario de Torrealba está lleno de pasajes muy duros. «Quisieron partir un puente y entró un proyectil que mató a todos los que allí había.» Se refiere al pasadero del río Guadalfeo, destruido justo cuando la aterrorizada muchedumbre cruzaba el amplio caudal. Muchos cayeron al agua cuando se derrumbó la estructura y perecieron arrastrados por la corriente. En el lugar del impacto, recuerda, «quedó un hombre haciendo señales —Alejandro agita los brazos—, con todo esto lleno de sangre —señala de cintura para abajo— y un puñado de niños muertos alrededor». Pero los peores momentos siempre llegaban con la oscuridad nocturna, entre confusos y espantados gritos infantiles: «¡mamá!, ¡papá!». «Muchos niños se perdían, los veías solitos, llorando de noche… ese clamor era espeluznante», narra. Le pasó al propio Alejandro, que también anduvo tres días perdido durante la semana que duró el trayecto hasta Almería. Solo pensaba «adelante, adelante», regresar al río de gente, mientras hacia el sur, en la penumbra marina, estallaban los fogonazos del cañoneo de tres buques sublevados, los cruceros Canarias, Baleares y Almirante Cervera. O con el estruendo de los obuses que caían entre una multitud que a esas alturas ya había perdido la noción del sueño. Cada amanecer, cada día, sin dejar de recibir el castigo que para la gente indefensa suponía la incesante y bestial arremetida militar, la columna de huidos sigue caminando. Los aviones pasan rasantes, pilotados por militares italianos y alemanes que saben muy bien que el objetivo de sus ataques es población civil. «Tanto bajaban que yo veía a los pilotos, con los cascos, y los mayores me decían “niño, agáchate”, porque parecía que las ruedas iban a chocar con nosotros».

Y en Torremolinos aquel niño encontró un inesperado entretenimiento. «Allí vi combates aéreos —dice Alejandro, porque por fin llegaron las aeronaves republicanas que salían a enfrentarse con el enemigo— y había un revoltillo de aviones para acá y para allá, por la playa, frente al campo de aviación.» Los niños se apostaban en algún montículo de tierra para ver aquella novedad «como si fuera una película», con aquellos aeroplanos que caían al mar incendiados. Jugaban a acertar cuál iba a ser el siguiente. «Uno de los nuestros cayó ardiendo en la bocana del muelle y cuando yo luego de mayor fui marino les conté a mis compañeros que por ahí se había estrellado un avión de la República.»

No tenían miedo, asegura, seguían caminando como si la vida fuera solo esa barbarie que acontecía a su alrededor. Como si todo tuviera que ser así. Al poco de arrancar la huida Alejandrito ya está «acostumbrado a ver cadáveres». No sabe concretar cuántos muertos llegó a contar. La más importante, «la niña» cuya cabeza cortada por el impacto de alguna bomba le cayó encima, repite con la mirada fija, pero luego recuerda también las imágenes de todos los agonizantes tirados en el suelo, y los mutilados, los cuerpos destrozados, o los caminantes que, exhaustos, abandonándose, se quedaban tirados ensayo para la barbarie de cualquiera manera con un «Déjame, que ya no quiero vivir más» como epitafio. «¿Quién los iba a recoger?», reflexiona Alejandro, que cuenta que la gente sepultaba víctimas «como podía».

De repente, recuerda una lúgubre anécdota: «Cuando había una fosa y un promontorio de haber enterrado a alguien, mi primo Tobalo y yo nos subíamos y empezábamos a hacer fuerza a ver qué pasaba —hace el gesto de estar saltando sobre la tierra—. Cosas de chiquillos», termina. La familia de Torrealba había salido de Ronda enfilando la línea costera oriental de Andalucía. Bajaron pueblos, de San Pedro de Alcántara a Almuñécar, consumiendo por el camino apenas unos trozos de caña de azúcar. «Yo no tenía zapatos ni nada —cuenta— y pasé un hambre canina.» Su padre había fallecido antes de la guerra y su madre se quedó en Algeciras (Cádiz) con sus otros hermanos. Alejandrito se tuvo que ir con sus tíos, María y Alfonso. En un momento de la larga travesía, María rompió a gritar: «¡Mira, ese es mi hijo Juan!». Señala un montón de militares muertos, insepultos. Juan había estado en el frente, en Belchite, en Extremadura… «¿Cómo lo sabes?», pregunta el marido. «Por los calcetines», responde ella, desesperada. Alejandro se acuerda de la escena con todo detalle. «Y cuando lo destaparon no había forma de reconocerlo, tenía la cara desfigurada, con golpes, destrozada», cuenta.

Juan estaba enrolado en el Ejército Popular de la República. Cuando estalló la guerra, hubo vecinos del pueblo que se aliaron con los golpistas y la represión. Pero luego hubo también, dice Alejandro, «muerte de gente rica». Esas muertes las causaron «gente que venía de fuera», que mataba «por el odio que traían», represalias antifascistas por parte de quienes habían visto el terror rebelde infligido en la retaguardia. «Eso tiene que decirse —añade reivindicativo—. Los tenían enfrente, eran el enemigo, los llamaban fascistas, y mataron a unos cuantos». Pero la brutalidad de las fuerzas franquistas era ejercida de forma especial. Alejandro todavía guarda un recuerdo preciso de aquellos episodios. «Cuando conquistaban un pueblo metían primero a los moros, y más si había resistencia», porque tenían órdenes de no dejar a un republicano vivo, así que entraban a matar «y después, que hicieran lo que quisieran».

Franco les daba carta blanca para robar y ejecutar a su antojo, y el relato de Alejandro recuerda la violencia extrema, la misma que sabemos que se produjo años antes, durante la guerra africana del Rif. «Había chillidos de mujeres, les cortaban el cuello y todo, eran criminales… ¡y las niñas! —exclama abriendo los ojos—, a las niñas…» Ahí detiene el relato. ¿También les hacían de todo? «Había una niña, que tenía mi edad o unos doce años, y la violaron los moros.» Y más tarde, cuando ya vivía en las Canarias, oyó historias de cómo mataron allí los franquistas a los republicanos: «Los montaban en barcos y lanchas, llenas de gente, y los tiraban uno por uno al agua, por fuera de la escollera, con una cuerda amarrada al cuello y una piedra. ¡Vivos! —exclama todavía horrorizado—. Porque eran “rojos”, y para los fascistas eso no eran personas».

La masacre de La Desbandá no cesó hasta que los caminantes recibieron un respiro vital a la altura de Motril. Lo recuerda también: «Pararon el frente porque llegaron algunas fuerzas republicanas y de las Brigadas Internacionales». Una noche, ya cerca de Almería, los hambrientos refugiados intentaban descansar a duras penas. «Vi a los moros, a los falangistas y a los legionarios. Eran los sicarios de Franco, Hitler y Mussolini. Y cómo mataban.» Cuando los derrotados están cerca del final del trayecto, de repente aparecen los Regulares, tropas formadas por mercenarios marroquíes. «En una loma había un grupo de personas y disparaban. ¡Pam! ¡pam! ¡pam! —imita con firmeza el sonido de los disparos—. Me acuerdo de que salí corriendo con la mantita a saltos sobre cuerpos caídos. Iban cayendo uno tras otro, hubo una matanza de miedo y sabían que éramos gente normal, que no éramos soldados. Todo eso lo tengo en la mente. Grabado. De eso no me olvido.»

El ejército franquista reclutó en torno a 80.000 mercenarios del norte de África en los tres años de guerra, según datos de la Delegación de Asuntos Indígenas en Tetuán. «Huíamos del terror... ¡pero terror! ¿Los moros? Teníamos un miedo…» Así fue el mayor crimen de guerra del franquismo, La Desbandá, porque el objetivo de Franco era «meter el terror» como peaje hacia la victoria. Más de ocho décadas después, Alejandro siente «pena de que sucediera» aquella masacre. «Nos bombardeaban los barcos y los aviones, que dejaban la carretera llena de cadáveres y trozos de personas.» Las secuelas, décadas después, van más allá de la cicatriz dibujada en la piel del niño Alejandrito. «Es la Guernica andaluza… aunque no sé si fue antes o no.»

Pablo Picasso (Málaga, España, 1881-Mougins, Francia, 1973) hojea los diarios franceses y se detiene en unas páginas de L’Humanité que traen fotografías del bombardeo masivo de la aviación alemana en Guernica (Vizcaya) el 26 de abril de 1937. El drama se conoce fuera de España y empuja al pintor a crear un cuadro que acabará convertido en emblema de los horrores de la guerra: Guernica. Las escenas que representa detienen el tiempo en escala de grises. Una mujer que grita desesperada con su hijo muerto en brazos. Un caballo relincha herido. Un brazo mutilado sostiene una espada rota. Un edificio en llamas. La secuencia dibuja el ensayo para la barbarie. Picasso retrata el destrozo diseñado por los aliados fascistas. Lo hace a través del pánico provocado en suelo vasco, entre la población civil un día de mercado, aunque bien hubiera podido aludir a las secuelas terroríficas de La Desbandá gestada en su tierra natal o, años después, en cualquier lugar del mundo, porque el Guernica representa la ignominia del ser humano en cada conflicto bélico. El lienzo fue expuesto inicialmente en el Pabellón Español de la Exposición Internacional de París en 1937, pero el inicio de la Segunda Guerra Mundial propició que el pintor pidiera luego su traslado al Museum of Modern Art (MoMA) de Nueva York. El lienzo no regresó a España hasta 1981, una vez restituida la democracia, y está expuesto en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía de Madrid.

Aquel día de primavera el mercado de Guernica estaba muy concurrido. La administración autonómica vasca incluso solía organizar en esas ocasiones varios trenes especiales para que los refugiados, que se contaban por decenas de miles en Bilbao, pudieran hacer acopio de comida en las zonas rurales. En la villa hay unas 12.000 personas cuando la Legión Cóndor, una unidad aérea hitleriana, descarga una mezcla de proyectiles explosivos e incendiarios. Los aparatos crean un anillo de fuego mientras las ametralladoras de los cazas, alemanes e italianos, acribillan en vuelos rasantes a la masa que intenta huir despavorida del infierno. Es la Operación Rügen, un experimento, la primera acción de tal calibre ejecutada contra una ciudad abierta. Y sirve a Hitler como ensayo de los bombardeos de saturación que aplicará de forma sistemática en la posterior contienda internacional, una técnica de ataque aéreo que provoca efectos devastadores. Una réplica de Guernica, por ejemplo, dejó convertida en cenizas la localidad de Frampol durante la campaña nazi en Polonia.

En la pequeña ciudad vasca los pilotos de la Luftwaffe del III Reich, comandados por el teniente coronel Wolfram von Richthofen, dejan una dantesca estela de 1.654 víctimas mortales en una localidad que sumaba entonces apenas 7.000 habitantes, según el gobierno de Euskadi. Bien pudieran ser más, pues la dificultad de acceder a fuentes documentales certeras y concluyentes siempre proyecta sombra sobre estas acciones. Además del asesinato de civiles, el 90 por ciento de los edificios de la población quedó destruido o fuertemente dañado. Pero si los ejecutores fueron militares del Eje, la orden de arrasar Guernica la dio Franco. El futuro dictador, como cabeza de las tropas sublevadas, fue el máximo responsable de que 59 aeronaves atacaran el área urbana donde se había concentrado un elevado número de civiles sin posibilidad de defensa. Firmó ese mandato de agresión contra el pueblo vasco, como también firmó las órdenes de las más de un millar de operaciones aéreas que los aliados fascistas practicaron sobre Euskadi en la guerra civil. El golpista español, con el apoyo de Hitler y Mussolini, intentó ocultar y minimizar el impacto de la masacre desde el día siguiente ante la repercusión que lo ocurrido en Guernica tuvo fuera de las fronteras hispanas, con primeras planas de periódicos como The New York Times. Franco llegó a culpar de lo ocurrido al «feroz sistema de los rojos de incendiar todos los centros urbanos antes de la retirada». Las certezas históricas desmienten la afirmación del líder rebelde. Una prueba del fraude que intentó colar Franco está en el telegrama del cónsul italiano Carlo Bossi, un documento recuperado en el que queda de manifiesto la osadía de negar el bombardeo sobre Guernica.

La maniobra de ocultación continuó incluso durante las propias tareas de desescombro, iniciadas dos años después del bombardeo y ejecutadas por prisioneros de guerra a los que se obligaba a continuar la labor sin pararse ni siquiera cuando iban apareciendo cadáveres, que quedaban sin identificar ni registrar. Como si no fueran nada, solo ruinas del gentío rojo. El lehendakari de aquel entonces, José Antonio Aguirre, del Partido Nacionalista Vasco, llegó a solicitar una investigación sobre la masacre al Comité de No Intervención, organismo creado para fiscalizar el cumplimiento del Pacto de No Intervención extranjera en la Guerra Civil. Pero Franco, de nuevo con apoyo nazi y fascista, logró frenar la puesta en marcha de un informe internacional y neutral del caso. La negación del crimen de guerra caló en la memoria histórica del franquismo como una de las puntas de lanza de los historiadores revisionistas. Lo cierto es que el bombardeo de Guernica, y el cuadro de Picasso, han quedado como un hito en la lucha contra el fascismo, como símbolo de una época convulsa y rota por el enfrentamiento en Europa de las democracias y los regímenes dictatoriales.

Antes, el 31 de marzo de 1937, otra población vizcaína sufre la aniquilación de civiles y el ensayo de nuevas técnicas de combate con las pasadas criminales de bombarderos y cazas de la Aviazione Legionaria italiana. En Durango, los aviones sueltan 14.840 kilos de explosivos que causan la muerte a 336 personas. El ayuntamiento local interpuso el 18 de julio de 2017 una querella contra los 46 miembros del ejército de Mussolini, dirigidos por el general Vicenzo Velardi, que actuaron en apoyo de la táctica criminal de Franco. La embestida fascista fue considerada por la corporación municipal, en su alegato, como un delito de lesa humanidad, como un crimen de guerra. Unos meses después, sin embargo, el juzgado de instrucción número 3 de la ciudad archivó la causa. «Sin objetivo militar y con la única justificación de vengarse de las derrotas que nuestro ejército causa a los invasores, la criminal aviación fascista bombardea ferozmente un pueblo pacífico. Y en su impotencia, se ensaña una vez más en los cuerpos de mujeres y niños.» El largo subtítulo del periódico Frente Sur estaba precedido del escueto titular Jaén bombardeado. Ocurre el 1 de abril, apenas horas después del castigo 24 el país de la desmemoria ensayo para la barbarie 25 al que fue sometido Durango, con pilotos españoles del ejército rebelde usando aeronaves nazis. «Todos los hombres útiles de la retaguardia deben, sin descanso, construir las defensas antiaéreas», animaba en un faldón el rotativo. Había sido una operación más de terror y castigo. Otra plaza sin frente de batalla ni objetivos militares, con más de 150 fallecidos, la mayoría ancianos, mujeres y niños. Y un elemento diferencial: la acción fue firmada y ordenada desde el aeródromo de Sevilla por el responsable de la rebelión en el sur, el general golpista Gonzalo Queipo de Llano, como represalia al bombardeo republicano sobre Córdoba. Los Túpolev y los Katiuskas de las tropas gubernamentales dejaron cuarenta muertos e infligieron daños en el Hospital General Militar. Como nueva respuesta, el Frente Popular efectuó los días siguientes varias «sacas» de presos ejecutando entre 120 y 130 derechistas.

La batalla de Belchite (Zaragoza) marca otro episodio de violencia extrema entre el  24 de agosto y el 6 de septiembre de 1937. El municipio era uno de los principales objetivos del Ejército Popular de la República en el frente de Aragón. Y estaba en poder de unas bien pertrechadas fuerzas franquistas, con nidos de ametralladoras, elementos defensivos colocados en los edificios, barricadas en las calles y unas tropas dispuestas a resistir el asedio. Los republicanos no pueden perder tiempo en su avance hacia la capital aragonesa y deciden atacar el casco urbano de ese pueblo con la aviación, mientras la artillería lo machaca a bombazos desde su posición firme en el Cabezo del Lobo. Luego llegarían los combates casa por casa, puesto a puesto. Hasta que el pueblo cae, devastado por completo. Pierden la vida en esa batalla unas 5.000 personas, y se hacen 2.411 prisioneros. La operación, empero, no ejemplifica el diseño gubernamental de la contienda, como sí ocurre con la reacción franquista en tierras vascas o en ciudades andaluzas. La clonación de los terribles ataques experimentales queda repartida por diversos rincones de la península sobre los que, desde las barrigas de los bombarderos Junker de Hitler o los Savoia-Marchetti de Mussolini, caen bombas durante horas.

Es el caso de Játiva (Valencia), donde el 12 de febrero de 1939 tuvo lugar uno de los últimos bombardeos franquistas de esta calaña, que causó 145 víctimas mortales y centenares de heridos. De poco valió que la guerra de España estuviera atravesando sus últimos días y que la victoria fascista estuviera al alcance inmediato de los rebeldes. Las bombas de la aviación italiana cayeron sobre el pueblo buscando su principal objetivo: un tren que trasladaba a soldados republicanos. De paso segaron la vida a numerosos civiles, convirtiendo la estación y sus alrededores en un escenario salpicado de restos humanos. Por aquellos días Cataluña ya había caído en manos de Franco.

La batalla del Ebro puso la rúbrica a la victoria de los conspiradores y la República vivía los últimos coletazos de un sueño, de una experiencia irrepetible que marcó la vanguardia democrática de la época y cuya legitimidad nunca fue repuesta en España. Barcelona es la primera gran capital atacada por la aviación moderna, en 1938. Solo en la ciudad condal los datos oficiales de la Generalitat citan 924 muertos, entre ellos 118 niños, y más de 1.500 heridos en marzo de aquel año, además de decenas de edificios destruidos o con desperfectos graves. Una prueba documental está en el Arxiu Nacional de Catalunya, que tiene catalogadas fotografías de un informe emitido por la Aviazione Legionaria en 1939 dando cuenta de los daños causados por los bombardeos tácticos contra población civil. Caen bombas también sobre Granollers, Tarragona, Girona, Figueres, Alfés, Castelldans, Granyena de les Garrigues o Les Borges Blanques, entre otras, y en toda Cataluña se contabilizan más de 2.500 víctimas mortales tras casi dos años de fuego aéreo. Los bombarderos Savoia y los cazas Fiat despegaban del aeropuerto de Son Sant Joan en Mallorca, convirtiendo las islas Baleares en una base clave para el ejército franquista que los aliados fascistas utilizaron para perfeccionar las técnicas y armamentos de la guerra aérea. Las trágicas réplicas de la Segunda Guerra Mundial llegaron con los explosivos arrojados por la Luftwaffe sobre Londres o París, o por los aliados en

ciudades como Dresde.

Las oleadas de refugiados crecen en España a merced del terror aplicado por los golpistas, con especial saña en los criminales experimentos aéreos. Muchos derrotados huyen de las carnicerías, de las bombas y los reiterados castigos estratégicos. La campaña de Cataluña acaba con todo aguante republicano en el nordeste de la Península, hunde la resistencia y convierte la frontera en un pasadizo por donde escapan caravanas interminables de derrotados. Los vencidos pasan a Francia a través de los Pirineos por municipios como La Junquera o Portbou

hasta poblaciones francesas como Le Perthus, Bourg-Madame o Cerbère. El exilio suele conducir directamente a los campos de concentración que las autoridades galas, insensibles al drama y desbordadas por la riada de republicanos, activan en las playas de Saint-Cyprien, Argelès-sur-Mer o Le Barcarès y en puntos como Gurs, Le Vernet o Bram. Ahí quedan encerrados al raso, en condiciones infrahumanas, miles de civiles junto a militares y miembros de las Brigadas Internacionales.

México y Argentina serán el destino final más numeroso de los buques cargados de exiliados. Medio millón de personas que huyeron de su país en un éxodo que quedó repartido por medio mundo, empezando por la propia Francia, pero que distribuyó gente por la Unión Soviética, Estados Unidos, Venezuela, Colombia, Cuba, Chile o Reino Unido. El rencor y la animadversión de las oligarquías patrias hacia quienes consideran los «enemigos de España» se convertirán en un espectro demoníaco durante la guerra civil. «Los impulsos ciegos que han desencadenado sobre España tantos horrores han sido el odio y el miedo. Odio destilado, lentamente, durante años en el corazón de los desposeídos. Odio de los soberbios, poco dispuestos a soportar la insolencia de los humildes. Odio de las ideologías contrapuestas, especie de odio teológico, con que pretenden justificarse la intolerancia y el fanatismo. Una parte del país odiaba a la otra y la temía. Miedo de ser devorado por un enemigo en acecho: el alzamiento militar y la guerra han sido, oficialmente, preventivos para cortarle el paso a una revolución comunista. Las atrocidades suscitadas por la guerra en toda España han sido el desquite monstruoso del odio y del pavor. La humillación de haber tenido miedo y el ansia de no tenerlo más atizaban la furia», escribiría Manuel Azaña, presidente de la Segunda República española.

Con el término «rojos» los sublevados contra el legítimo gobierno de la Segunda República española etiquetan a socialistas, anarquistas, comunistas, republicanos… o a las mujeres, que la reciente democracia igualaba como sujeto social a la altura del hombre en derechos y obligaciones, una emancipación y empoderamiento que el fascismo corta de raíz para devolver al género femenino al que consideran su lugar natural: el hogar, el segundo plano, la vida callada y obediente. El primer paso para la esterilización del proceso feminista fue la represión en caliente, mientras seguía la Guerra Civil, a cuyo término hubo una campaña sistémica dedicada a forzar a martillazos la sumisión de la mujer durante 40 años de nacionalcatolicismo.

Que España sea como es no parece casual. La idiosincrasia hispana gestada al cobijo de la mano alzada de Franco produce monstruos. Es una sociedad que tolera la existencia de miles de fosas comunes barridas bajo la alfombra; una anomalía democrática de tal calibre que mantiene impunes los crímenes franquistas contra la humanidad mientras la única pena recae sobre los propios represaliados, condenados al olvido y el desprecio. Porque el Estado no ha garantizado hasta ahora el acceso a la verdad, la justicia ni la reparación, exigidas por Naciones Unidas como requisito indispensable para cimentar las garantías de no repetición de las graves violaciones de los derechos humanos perpetradas desde el estallido golpista. Tras cuatro décadas de democracia, España todavía protege a los herederos del pasado más oscuro de la nación. Y lo hace, más de 80 años después del comienzo del estallido golpista, boicoteando desde la propia Fiscalía General del Estado cualquier causa abierta o usando la Ley de Amnistía para dar carpetazo a toda denuncia contra el franquismo. Y lo ha hecho también desde el plano ejecutivo, ninguneando las reclamaciones memorialistas y anulando, cuando por fin se aprobó, aunque fuera en forma desangelada, la aplicación de la Ley de la Memoria Histórica.

Así ocurre desde la victoria con mayoría absoluta del Partido Popular en 2011 con una visión radical: los «cero euros» de presupuesto para Memoria Histórica de los que alardea el presidente Mariano Rajoy en mítines y entrevistas se convierten en el estandarte que los conservadores enarbolan para matar el reclamo de las víctimas del régimen franquista. Antes de su triunfo en las urnas, Rajoy prometió a su electorado la derogación de la Ley 52/2007. No le hizo falta andorrear ese fango: con suprimir toda dotación presupuestaria y silbar mirando para otro lado, fue suficiente. Y conservó esa estrategia con mayoría o sin mayoría parlamentaria, siempre con la idea de mantener vivo el abandono y el ninguneo. Al inicio de su mandato redujo en casi un 60 por ciento la partida que el curso anterior destinaba el ejecutivo presidido por José Luis Rodríguez Zapatero (PSOE), pasando de 6,2 millones de euros a 2,5 en 2012. Ese mismo año, el consejo de ministros aprobó la supresión de la Oficina de Víctimas de la Guerra Civil y de la Dictadura, un organismo creado básicamente para coordinar las exhumaciones. Al ejercicio siguiente, 2013, Rajoy dejó toda la cuestión sin rastro en los Presupuestos Generales del Estado. Ahí quedó anclado, en el prometido mantra del desplante a las reivindicaciones de las víctimas de Franco, sin dinero público estatal para abrir fosas y cunetas para buscar a los desaparecidos forzosos o activar otras medidas de reparación.

Hasta que la moción de censura ganada por el PSOE apeó del poder al mandatario conservador e hizo presidente del gobierno de España a Pedro Sánchez. El debate en el Congreso evidenció, entre el 31 de mayo y el 1 de junio de 2018, que había otras opciones parlamentarias: votaron a favor del cambio los socialistas junto con Unidos Podemos, ERC, PDe-CAT, PNV, Compromís, EH Bildu y Nueva Canarias, con la abstención de Coalición Canaria y el voto contrario de PP, Ciudadanos, UPN y Foro Asturias.

Un apretón de manos en las escaleras de La Moncloa. Pedro Sánchez y Pablo Iglesias posan sonrientes ante la prensa. El curso político arranca en septiembre de 2018 cargado de noticias, con una fotografía impensable tan solo unos meses antes. Y tras una reunión de poco más de dos horas, los líderes de la izquierda progresista difunden uno de los propósitos del encuentro: sacar la Memoria Histórica del  barbecho al que había sido sometida por Rajoy. El nuevo Ejecutivo, nada más aterrizar, quiere dejar claro que va a encarar las cuestiones clave en materia memorialista que desde la oposición había reclamado a Rajoy. El objetivo es reformar el marco legal de la Memoria para dar un nuevo impulso a la norma y garantizar su cumplimiento, empezando por la médula espinal de la reparación: abrir las fosas comunes y buscar a los desaparecidos forzados, asumiendo el mandato atado a los derechos humanos más elementales como un deber del Estado; y explorar la posibilidad de avanzar hacia la nulidad de las sentencias del franquismo con el anuncio de la creación futura de una Comisión de la Verdad. Hay además otros gestos, más o menos simbólicos, como sacar a Franco del Valle de los Caídos y cambiar en algún sentido la función actual de mausoleo fascista que ha tenido siempre Cuelgamuros. Y, tras abandonar la idea de hacerlo allí mismo, el proyecto ambicioso y aún lejano de crear un Museo Estatal de la Memoria Democrática. Y eliminar el ducado de Franco y retirar las medallas y condecoraciones a torturadores del franquismo como Billy el Niño. Y revisar la simbología franquista en las calles y desbloquear el acceso a la justicia de las víctimas.

Y más, porque al mismo tiempo, en el mismo país, sobrevive una organización privada nacida para «glorificar» la figura de Franco. ¿Imagina el lector una Fundación Hitler en Alemania? ¿U otra dedicada a Mussolini en Italia? Difícil, e ilegal, que así fuera en esos países. En España, en cambio, existe la Fundación Nacional Francisco Franco (FNFF), un ente vivo y que ha funcionado como un grupo de presión destinado a ensalzar al dictador en un país en el que ni siquiera es delito la apología del fascismo. Además de perpetuar el rastro de un golpista y de un régimen cimentado sobre miles de desaparecidos, la presencia de la Fundación Franco dista de ser simbólica y se ha convertido en un lobby con impacto visible. Una muestra palpable es la defensa de la tumba del dictador y del propio Valle de los Caídos, en una campaña ejecutada junto a los descendientes del militar golpista, cuya figura obtuvo incluso el apoyo de un manifiesto de militares que hasta hacía poco desempeñaban cargos en la jerarquía militar. La Fundación llegó a cobrar subvenciones durante el gobierno de José María Aznar, dinero público que fue destinado a digitalizar el vasto archivo que tiene en su poder. La custodia de estos documentos en la sede de la FNFF es un caso insólito, una aberración que la entidad mantiene y anuncia en su propia página en internet para ofrecer su consulta solamente a los investigadores e historiadores que sus directivos aprueben. La Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica presentó una demanda ante la Fiscalía con el objetivo de determinar si esos archivos pertenecen al Estado, en cuyo caso deberían ser devueltos. Allí siguen, en los mismos cajones.

La actividad de la Fundación no queda ahí. Además, usa los tribunales, pone denuncias y gana batallas judiciales. «Es incomprensible que el nombre de Franco siga paralizando la aplicación de una ley aprobada en un parlamento democrático», denunciaba el Ayuntamiento de Madrid. Porque este anacronismo, que estaría prohibido en otros países, ha logrado resultados como frenar el cambio de nombre de 52 calles con reminiscencias franquistas en la capital del país. El listado, que se aprobó tras una fase de estudio con expertos de variado corte ideológico, calificaba estas denominaciones como «exaltación » del golpe de Estado, la Guerra Civil, la represión o la dictadura. Pero la FNFF puso una demanda y detuvo el retoque que se quería dar al callejero madrileño. «Intentan reescribir la historia y conseguir por la vía de la justicia lo que no pudieron por la vía democrática en el Pleno del Ayuntamiento de Madrid», decía la presidenta del Comisionado de la Memoria Histórica, Francisca Sauquillo, tras declarar como testigo ante un juez por este caso. Tan seguro debe de estar el lobby de la arbitrariedad reinante que animan a todos los organismos a su alcance a incumplir la ley de Memoria Histórica, ofreciendo asesoramiento a los alcaldes que decidan transgredirla. La presencia en los juzgados de la misma fundación se extendió a la defensa del topónimo de un pueblo de Soria que homenajea al militar sublevado Juan Yagüe, conocido como «el Carnicero de Badajoz» por las matanzas rebeldes en Extremadura. En el litigio, el ente franquista fue de la mano del ayuntamiento local y de la Fundación Yagüe. Y ganaron: la justicia acabó permitiendo el uso del nombre San Leonardo de Yagüe para esa localidad. El juez no vio «ofensa o agravio» en la denominación, aunque la asociación Recuerdo y Dignidad, que pedía extirpar el apellido del golpista, definió el fallo como «una humillación a las víctimas del franquismo».

Que exista una Fundación Franco capaz de arrogarse el derecho a denunciar la supresión de nomenclatura franquista para las calles de nuestras ciudades es sintomático. Contra viento y marea, y como si no contara el paso del tiempo, ha funcionado sin problemas desde su constitución el 8 de octubre de 1976. «Apenas un año después de la muerte de quien rigiera los destinos de España durante 40 años», como reza en los estatutos al hablar de los fines del organismo. Y esto le permite, por ejemplo, administrar parte del patrimonio expoliado por el dictador. El Pazo de Meirás es la punta de iceberg de la fortuna usurpada por el holding empresarial de El Pardo. La antigua residencia de la escritora Emilia Pardo Bazán fue un «regalo» que el golpista recibió en diciembre de 1938 aunque la ofrenda, en el ecuador de la guerra civil, fue recaudada con «donaciones» supervisadas por la Falange mediante visitas casa por casa, pistola al cinto y con amenazas de por medio, al más puro estilo mafioso. La FNFF fue capaz de anunciar que usaría la gestión del lugar para elogiar la «grandeza» de Franco e incluso canceló las visitas al Pazo ante la presión social generada por este «robo». Como respuesta a las manifestaciones en favor de la devolución al patrimonio público del pazo ubicado en Sada, A Coruña, y apenas dos meses después de la muerte de la única hija del dictador, Carmen Franco, los herederos pusieron en venta la finca gallega por un precio inicial de ocho millones de euros. La inmobiliaria encargada de la operación anunciaba el inmueble señorial como un espacio «muy conocido» que está «lleno de historia» y de «cuadros,

recuerdos y una magnífica biblioteca».

La apología del golpismo y de la represión está en el ADN de la Fundación Franco. Su existencia se justifica para «glorificar» al dictador español y su duradera sombra genocida y corrupta. El camino que la Fundación sigue para lograr este propósito es intentar perpetuar el relato épico —o cuando menos equidistante— de la conspiración de las oligarquías españolas contra un gobierno elegido en las urnas. «Franco no fusilaba gente», respondió un portavoz de la FNFF en una entrevista en una cadena de televisión nacional. La conjura armada fue una forma de «rebelarse contra esa tiranía que se iba a imponer», continuó. Llamó «tiranía» al régimen democrático al que puso fin, con una sublevación armada seguida de una guerra muy cruenta, el golpista cuyas glorias se ocupa de ensalzar la Fundación que lleva su nombre. En un comunicado, la entidad llegó a defender estos lugares comunes del denominado franquismo sociológico con un llamativo «Franco era la antítesis de Hitler». El discurso usa un completo repertorio que va más allá de las palabras. Conmemora cada año el nacimiento del tirano y su muerte todos los 20N, o celebra el inicio de la contienda fratricida el 18 de julio y el final de la «cruzada» con una adaptación del lapidario mensaje oficial golpista que dice: «En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo… nosotros no olvidamos», dando nueva vida al último parte de la guerra civil firmado por Franco el 1 de abril de 1939.

Los garantes de la memoria histórica del franquismo usan cualquier vía para financiarse: solicitar donaciones, organizar banquetes de homenaje, publicar recopilaciones de las misas dedicadas al general rebelde o vender participaciones de Lotería de Navidad terminadas en los números 36 y 39, coincidiendo con los años de arranque y conclusión de la guerra. Si comparamos todo lo que antecede con lo que ocurre en países próximos, el nuestro queda en entredicho. «La cuenta de Twitter de la Fundación Franco: bloqueada en Alemania, visible en España», señalaba un titular de prensa dando cuenta del desfase entre ambas naciones. La cuenta de la FNFF es inaccesible desde tierras germanas porque las compañías tecnológicas se enfrentan a multas de hasta 50 millones de euros por no eliminar o bloquear contenidos que entren dentro de la categoría de discursos del odio. El desfase argumental para combatir la peligrosa huella fascista es evidente. Un extremo íntimamente ligado a que España nunca derrotó al fascismo, a las consecuencias de que Franco acabara sus últimos días en la cama, eternizando los estertores de un régimen levantado a sangre y fuego y parapetado en el «todo está atado y bien atado». Es el camino que transitan los nostálgicos o quienes, en un ejercicio de torsión ideológica, acaban definiéndose como demócratas sin entender ni asumir que tal posición política exige también declararse antifascista.

Con estos mimbres, España ha vivido ajena a su propia realidad. Mirando a otro lado, negligente, sin tejer un plan que abriera todas y cada una de las cunetas para sacar los cadáveres de quienes dieron su vida por defender la democracia y saciar la sed de justicia de los familiares de los represaliados: cerrar el duelo y dar un entierro digno a sus seres queridos. El paradigma de este escenario alumbrado a dos velas está en las cifras que señalan a España como uno de los países del mundo con más desapariciones pendientes de esclarecer. Es la clave 34 el país de la desmemoria de bóveda que arma la estructura eternizada del franquismo sociológico. De la pervivencia y supremacía del relato de los vencedores. De la barbarie que sigue sangrante, con las heridas abiertas, y la verdad, la justicia y la reparación cotizando a la baja. Con la sinrazón nacida de una guerra que sigue campando como seña de identidad de una sociedad sometida a una carencia básica: el respeto a los derechos humanos de las víctimas del terrorismo de Estado. Porque Franco construyó su propia memoria histórica como epitafio nacional, como garante de una anomalía democrática que tiene que ser combatida como deber inexcusable, como recurso de futuro tan vivo como el dolor palpable de los represaliados y sus descendientes. Ahí queda el terror en una parte de la balanza, la esperanza adormecida en el extremo opuesto. De un lado Franco, visible, presente, pisoteando la historia de España. Del otro el niño Alejandrito, llevando a cuestas la memoria de los derrotados al abrigo tan solo de una vieja manta. Porque España sigue siendo el país de la desmemoria. El pueblo que camina del genocidio franquista al silencio interminable.

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