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El virus más estúpido del planeta

Decenas de personas cargadas con provisiones esperan para poder pagar en un supermercado en Madrid.

Diego Fonseca

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Hace unos días presencié un evento donde el Virus de Mierda nada más arbitraba una discusión antigua. Un muchacho y un anciano se peleaban en la acera por un asunto vecinal. Ambos presidían las respectivas asociaciones de sus condominios. El chico reprochaba al anciano que desde hacía tiempo las aguas sucias de su edificio se colaban en el suyo. El olor nauseabundo ya no era la parte crítica; tampoco los riesgos sanitarios existentes desde siempre: el virus presidía la charla. Por alguna razón, la mugre de la caca de unos vecinos habría de acabar contagiando a los habitantes del otro edificio. La respuesta del anciano eliminaba al virus de cuajo: decía que si no se hacían las obras era porque ellos –el edificio del joven– se habían siempre negado a cofinanciarlas porque no era un programa único, sino conjunto.

La discusión se extendía, crecía, incorporaba nuevos reproches. De cuando en cuando, cada uno tironeaba el virus para su lado. El bicho incluso participaba de la pelea como si fuera una entidad física: el anciano y el muchacho estaban irritados y se levantaban las voces y los dedos pero sin romper –jamás– los dos metros de distancia. Al final, el virus era una excusa: la discusión de fondo eran los límites de los derechos propios y ajenos, la convivencia entre distintos, el derecho o el privilegio.

Una pandemia no tiene buenos modales. Una de sus peores costumbres es entrometerse en la vida regular de la gente. ¿Cómo se le ocurre a un Virus de Mierda venir a molestar nuestras décadas de prejuicios, comportamientos adquiridos, taras, traumas y complejos? Cualquier ser más o menos consciente se evita el problema de ser juzgado. Pero vaya, es un virus: ni está vivo ni está muerto y hasta ya se ganó la atención de Žižek, que ha dicho que es la cosa más estúpida del planeta.

Esta inconsciencia tiene el severo problema de haberse metido con el ser más consciente que habita esta roca espacial. Nada se mete con la humanidad y sale indemne. Pregúntenle al planeta, que no suele tener palabras pero nos responde con tormentas de catástrofe, polos convertidos en cubitos para whisky o miserables mutaciones genéticas que acaban de presidente de Estados Unidos.

El Virus de Mierda es un engorro, no hay dudas. Nos trastoca nuestra existencia de una manera tan indeseable que debemos recalcular el presupuesto de gastos del mes u olvidarnos del derecho adquirido de perder el tiempo en el bar con la pandilla de siempre.

Pero no sabe bien con quién se mete, en verdad. Este planeta no ha llegado donde está –y eso es al borde del colapso– porque quedó en manos de los monos menos desarrollados. Si estamos aquí es porque hemos tenido la capacidad de pervivir. A todo.

No tengo claro si el virus saca quienes somos o nada más es un correctivo gregario. Quiero decir, la capacidad que tenemos de vivir en sociedad es producto del ejercicio tolerado de la hipocresía. Uno no se pelea todo el tiempo con todo el mundo, porque sería un sinvivir. Por más razón que tuviese, acabaría señalado como Mr Big Problem. La piña es más poderosa que la verdad y nuestro deseo de pertenecer nos hace torcer la espalda, doblar las manos y propagandizar que nos gustó el Ulises cuando no entendimos ni la primera página.

Véanse, nada más. Acelerando para llevarse el último rollo de papel higiénico. Sobrecargando el carro del supermercado con quince bandejas de butifarra para aguantar el fin del mundo –Consum de la Vila Olimpica, Barcelona, marzo 10; señor hosco, más de cincuenta. Reclamando para ti los dos últimos kilos de las mairas por las que preguntó antes una mamá con su niña pequeña –mismo Consum, mismo día; mujer de treinta.

El fin del mundo no nos acabará; quizás antes nosotros hagamos un buen trabajo diezmándonos para sobrevivir hasta que el último haz de luz nos ciegue. Mientras, el virus nada más se entromete en nuestras miserias. No creo que salgamos mejores de esto. El miedo nada más nos bajó las defensas. Pero me temo que apenas se relajen las barreras los comportamientos más torpes, la vileza y las bajezas convivirán en público con nuestras mejores cartas.

Desconozco cómo terminó aquella batallita de los encargados del edificio –me cansaron cuando ya recordaban eventos de quince años atrás y me temo que acabarían reprochándose el momento de sus nacimientos–, pero estoy seguro que el resultado fue el de siempre: no resolvieron nada. No estaba allí para arreglar el lío, sino para ventilar. El virus no activó un camino para cambiar las cosas; apenas fue un motivo para recuperar una disputa soterrada. El olor despertó a unos y el temor sanitario hizo lo demás. Puede que en muchas cosas el Virus de Mierda sí modifique comportamientos, modismos y cultura –no tengo dudas– pero hay ciertos atavismos que mantendrán su inmunidad a las plagas, pues están hechos del teflón de nuestras emociones, prejuicios y traumas, que tienen una proteína celular impenetrable para otra cosa que no esté hecha de su misma materia.

Žižek tiene razón en que esa cosa estúpida, ni viva ni muerta, ni ente ni ser, nos está costando la vida. Pero el virus no mata hasta que no encuentra un cuerpo donde reproducirse. Me temo que nuestra propia estupidez va a acabar antes con nosotros que la cosa más estúpida del planeta. O de otro modo, tal vez el virus no se merezca una calificación que podríamos disputarle.

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