¿Qué estrategias aplicó la Corona de Aragón para frenar la peste en el siglo XV cuando Europa apenas entendía la enfermedad? La respuesta abre una ventana a un tiempo sorprendentemente avanzado
Un vigía apuntó con su lanza hacia una embarcación que se acercaba a la costa mallorquina y ordenó que el navío detuviera las velas. El aire pesado del verano hacía flotar la sospecha de contagio, y cada tripulante era observado como si portara la propia amenaza.
Esa escena de vigilancia, documentada en 1458 en Barcelona y en las islas vecinas, resume el modo en que los territorios de la Corona de Aragón comenzaron a entender que la defensa frente a la peste podía organizarse desde la acción concreta. La transformación que analiza el historiador Albert Reixach Sala muestra cómo estas ciudades, al igual que otras del continente, participaron en formas tempranas de gestión sanitaria efectiva.
Los reinos mediterráneos transformaron la fe en prevención práctica
La Corona de Aragón incorporó durante el siglo XV una serie de disposiciones que sustituyeron la interpretación puramente espiritual de la peste por mecanismos de prevención tangibles. Los municipios de Catalunya, Valencia, Mallorca y Aragón desarrollaron controles de movilidad, vigilancia de fallecimientos y confinamientos preventivos.
Aquellas medidas, surgidas de gobiernos urbanos más atentos a la observación que a la penitencia, marcaron un punto de inflexión en la forma de afrontar los brotes epidémicos en el occidente mediterráneo.
Las raíces de este cambio se hallan en la práctica piadosa que dominó las centurias anteriores. Las procesiones encabezadas por el clero buscaban la intercesión de santos protectores; en Girona se rendía culto a san Narciso como figura milagrosa vinculada a la protección frente a epidemias, aunque las fuentes difieren sobre el alcance real de ese culto en el contexto sanitario, en Mallorca a santa Práxedes. Los concejos prohibían los juegos de azar y las blasfemias para aplacar la ira divina. Esa devoción llenaba las calles de oraciones y campanas, mientras los gobernantes entendían el mal como castigo celestial.
El viraje llegó cuando los consejos municipales empezaron a registrar las defunciones. En Barcelona, hacia 1420, un clérigo y más tarde un cirujano anotaban cada muerte por parroquia, lo que permitía detectar los primeros indicios de epidemia. La práctica ofrecía cifras verificables y servía para decidir si debía cerrarse la ciudad.
A partir de ahí, las murallas se transformaron en barreras de control y los hosteleros recibieron órdenes precisas para impedir la estancia de forasteros sospechosos. El aislamiento se convirtió en herramienta legítima de protección pública.
El mar y la tierra se convirtieron en líneas de defensa contra la infección
El mar también se volvió frontera. Mallorca expulsó en 1414 a quienes se consideraban portadores del mal, y Barcelona repitió la estrategia décadas más tarde al impedir la llegada de barcos mallorquines. En Sóller, 1467, los guardias bloquearon los accesos al valle, una demostración de cómo la geografía condicionaba la defensa sanitaria. Las restricciones marítimas y terrestres modificaron el comercio y la vida urbana, pero revelaron una comprensión temprana de la propagación.
El impulso institucional fue decisivo. Cervera levantó en 1501 barracas para confinar a quienes regresaban a la villa, y Valencia alquiló en 1509 una casa junto al puerto para aislar a los recién llegados. Mallorca, en 1476, organizó una junta dirigida por un médico que regulaba licencias, supervisaba enterradores y controlaba a los notarios que redactaban testamentos de enfermos. También se encendían hogueras ante las casas afectadas con la esperanza de purificar el aire.
El conocimiento universitario, en cambio, quedaba en segundo plano. Las decisiones surgían de la práctica administrativa más que de la teoría médica. Los ediles interpretaban los síntomas, medían riesgos y actuaban con los medios disponibles. Esa distancia entre la ciencia académica y la gestión municipal muestra que la innovación sanitaria nació de la experiencia cotidiana, no de tratados eruditos.
Con el tiempo, las ciudades aprendieron a combinar devoción y prevención. Las plegarias siguieron escuchándose en templos y plazas, pero los registros, los cordones y las juntas médicas alteraron para siempre la forma de gobernar la salud. Aquellas pruebas dispersas, reunidas siglos después y ampliamente documentadas por Reixach Sala, revelan que la Corona de Aragón ensayó una respuesta moderna, aunque no exclusiva, ante una de las peores epidemias que se recuerdan.
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