Roma aprendió a construir dos veces: cómo las piedras antiguas del Imperio sirvieron para levantar la Edad Media

Un estudio reciente calcula que emplear piezas ya labradas podía recortar el coste de una obra hasta en un 80%

Héctor Farrés

10 de diciembre de 2025 14:14 h

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Un grupo de obreros movió enormes bloques de mármol hacia el Campo de Marte. Bajo el sol de Roma, los carros arrastraban piezas labradas siglos antes, arrancadas de templos y foros que habían perdido su función. El polvo cubría los relieves mientras se ajustaban sobre nuevas bases. Aquellas piedras, nacidas en honor a antiguos dioses, encontraron otro destino al levantar el Arco de Constantino y redefinieron el horizonte de la ciudad.

Ese modo de construcción se extendió luego a templos, basílicas y murallas de todo el Imperio, y acabaría definiendo una herencia arquitectónica que sobrevivió siglos después. Roma aprendió a edificar sobre sí misma: primero levantó el Imperio y después, sobre sus restos, dio forma al mundo cristiano y medieval.

La reutilización de materiales se convirtió en una práctica extendida en el mundo romano y medieval

El estudio publicado en la revista Medieval Encounters demuestra que la reutilización de elementos arquitectónicos fue una práctica masiva entre el Imperio Romano Tardío y la Alta Edad Media. Columnas, capiteles y mármoles de edificios en ruinas se incorporaron a nuevas estructuras por razones de ahorro, pero también como gesto de prestigio. Los investigadores aplicaron métodos modernos de cálculo y estimaron que el uso de materiales ya labrados podía reducir el coste de una obra hasta en un 80% y acortar su ejecución en torno al 65%. La práctica combinó eficiencia económica, control político y sentido estético, configurando una tradición que enlazó el mundo antiguo con el medieval.

El análisis revela una paradoja significativa: los promotores más ricos fueron los que más recurrieron a los spolia. En Roma, las grandes basílicas patrocinadas por el emperador o su familia inmediata, como San Pedro del Vaticano o San Juan de Letrán, exhibían columnas y capiteles procedentes de templos antiguos. Las iglesias modestas, en cambio, encargaban materiales nuevos. Las donaciones imperiales, que incluían cientos de kilogramos de oro y plata, hacían irrelevante cualquier ahorro. Para esas élites, reutilizar piedra no respondía a una necesidad económica, sino a una forma de afirmación del poder.

Las grandes basílicas imperiales y los monumentos de los emperadores usaron relieves y esculturas de épocas anteriores

Los ejemplos más emblemáticos consolidaron esa tendencia. El Arco de Constantino incorporó relieves y esculturas de monumentos de Trajano y Marco Aurelio, vinculando al nuevo emperador con sus predecesores. La primera basílica de San Pedro reutilizó columnas del Templo de Júpiter, transformando un espacio pagano en cristiano. En Constantinopla, Santa Sofía integró mármoles procedentes del Templo de Artemisa en Éfeso, extendiendo la práctica a escala imperial. Estos casos muestran que la reutilización no fue una excepción, sino un lenguaje constructivo con significado político y religioso.

Las piezas antiguas pasaron a verse como objetos de belleza y memoria

El tiempo otorgó a los spolia un valor propio. Las piedras antiguas comenzaron a apreciarse por su belleza intrínseca y por su capacidad de transmitir memoria. El general Belisario, en una carta enviada a Totila en el año 547 d.C., ensalzó la hermosura de Roma como testimonio del pasado glorioso. Esa idea impulsó traslados costosos de columnas desde Roma o Rávena a otras ciudades, como Aquisgrán, donde Carlomagno las instaló en la Capilla Palatina, o hasta Córdoba, en época califal. La admiración por la antigüedad justificaba esfuerzos y gastos que ya no respondían a motivos prácticos.

Factores políticos y logísticos reforzaron esta dinámica. El control estatal de los materiales más valiosos convertía el acceso a los depósitos de spolia en un privilegio reservado. Documentos de la época mencionan los collegia de subrutores, especializados en desmontar edificios, y los almacenes de materiales recuperados en lugares como Ostia. La ruptura de los canales de distribución de mármol nuevo y el cierre de canteras a partir del siglo IV d.C. favorecieron que los spolia se convirtieran, a menudo, en la única fuente disponible para grandes proyectos.

En el Imperio romano, el término spolia, o rediviva saxa, describía la práctica de reaprovechar elementos de templos, tumbas y monumentos anteriores. No se trataba solo de reciclar piedra, sino de incorporar piezas cargadas de memoria y prestigio en nuevas obras. Esa integración confería a cada construcción un lazo visible con la Roma antigua, aportando una continuidad tangible entre épocas y poderes. En la Antigüedad tardía, la reutilización de materiales se convirtió en un lenguaje visual de legitimidad, que permitió a las instituciones cristianas heredar la autoridad simbólica del mundo pagano.

Los cálculos económicos refuerzan la magnitud del fenómeno. En el Arco de Constantino, el coste total fue de un millón de denarios, frente a los cuatro millones y medio que habría supuesto usar material nuevo. Las murallas de Ginebra y Córdoba lograron ahorros cercanos al 90% mediante el desmantelamiento de edificios próximos. Los estudiosos estiman que la reutilización de ladrillos reducía el gasto entre un 40% y un 50%, y la de piedra entre un 80% y un 90%. Estas cifras confirman que la práctica no solo era rentable, sino esencial para mantener el ritmo constructivo del Imperio en un periodo de recursos menguantes.

El concepto de rediviva saxa resume la idea de continuidad material. Las piedras no eran desechos, sino elementos con nueva vida, cargados de historia y sentido. Cada bloque extraído de un edificio antiguo encarnaba un pasado que se resistía a desaparecer. En su reutilización, la arquitectura romana y medieval encontró una manera de prolongar su memoria, mezclando economía, poder y devoción en una sola materia perdurable.

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