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Carta a Javier Ortega Smith de una víctima de la violencia machista

Javier Ortega Smith.

Olivia Alonso

Médica —

Estimado Javier,

Le escribo para que usted se digne a mirarme a la cara. No lo hizo con Nadia Otmani, quién sabe si porque no tuvo la valentía que se le presupone al caballero español que va al galope de sus propias mentiras día sí y día también, o porque la que se le encaraba era migrante y ya sabemos que si es por usted no tendría ni derecho a ser atendida en nuestro sistema público de salud.

El caso es que le escribo, Javier, porque hay quien dice que el hecho de que Nadia sea marroquí a usted le da la razón: que hay que echar a estos señores que no respetan a nuestras mujeres y que cadena perpetua y ya está. Y es que ya quisiera yo, Javier, que la cadena perpetua me hubiese dado un padre que mereciese la pena, una infancia que recordar con alegría y un hogar al que volver. Seguridad, Javier, eso que a usted tanto le gusta vender. ¿Que no hay trabajo? Seguridad ¿Que los alquileres no se pueden pagar? Seguridad ¿Que los hombres nos agreden ahora hasta en las instituciones? Seguridad.

El caso es que tengo 31 años, soy mujer, y no he conocido la seguridad hasta que con 24 años conseguí una plaza para mi especialización como médica en Madrid y salí, literalmente corriendo, del barrio en el que crecí. Allí viví los primeros ocho años de mi vida intentando encajar siendo la niña más grande de la clase, con un padre que me enseñaba a chutar a puerta y una madre a la que no veía hasta la tarde del sábado, cuando empezaba su descanso semanal. Algunas veces, bastante a menudo los últimos años, mi padre la despertaba a gritos: “¡vaga de mierda, levántate!”, “¡así estás, como una puta vaca!” Al mismo tiempo, levantaba las persianas con gran estruendo. Confieso que alguna vez me reí. Él decía que era broma, que no pasaba nada y yo intentaba normalizarlo.

Aquel era mi padre, el que me enseñaba a enfocar con su cámara Konica de los 80 y me llevaba a ver el fútbol a los bares de mayores. Lo que yo no sabía es que en esos bares todas las camareras lo conocían y que beberse cinco cervezas y dos vinos era de todo menos normal. Con los años me di cuenta de que muchas veces, cuando tenía que salir corriendo de mi habitación para evitar que mi padre pegase a mi madre, al interponerme en su trayectoria el aire olía a cerveza Mahou 5 Estrellas. Su favorita.

Cuando yo tenía ocho años, mi madre no aguantó más y nos fuimos de casa. No nos marchamos lejos, porque ella no quería que yo perdiese mis amigas del cole. Tras algunos intentos de visitas de fin de semana en los que mi padre aparecía borracho y me llevaba en su coche atestado de revistas porno; mi madre amenazó a mi padre con pedirle la pensión por hijo a cargo. Ahí fue cuando me quedé huérfana de padre. Un padre borracho, sí, pero al que quería al fin y al cabo.

Luego vino una etapa un poco compleja en la que no voy a entrar para no aburrirle, Javier (ya sabemos que usted es más de leer ciertos foros de internet en diagonal). Baste decir que ni una ayuda ni una prestación, mi madre jamás recibió nada por todo aquello. Y aun así, salimos adelante y yo pude graduarme con matrícula de honor y estudiar medicina. Ya sabe, la mamandurria de las becas, Javier.

Cuando estaba acabando la carrera, mi madre estaba contenta. Tras muchos años con depresión, tenía un nuevo novio. Este nuevo novio se mudó a nuestra casa pronto. Yo estaba contenta por mi madre, pero la veía un poco cambiada. Algunas veces ese nuevo novio me veía salir y me decía “¿a dónde vas así? ¿no ves que van a pensar que eres una puta?” “¿por qué no estás en casa cuidando de tu madre?”. La cosa, aunque a usted le sorprenda, se puso tensa, pero allí el único que pegó a alguien fue él a mí. Un tremendo puñetazo que casi me deja en el suelo. A mi madre, que intentaba defenderme, también le cayeron un par de golpes en el cuello. Yo tenía 24 años y acababa de escoger plaza de formación en un hospital de Madrid. Vino la policía, pasamos la noche entre urgencias y comisaría. Cuando llegué a casa mi madre me dijo que nunca más pasaría algo así: le había denunciado. Fuimos a un juicio muy rápido. Y entonces, me fui. Me fui corriendo, como le dije, a estudiar y a intentar vivir.

Quería contarle esto Javier, porque hace no mucho me tocó atender a un paciente que venía al hospital donde trabajo porque al que le toca no puede acercarse: “Una orden de alejamiento. Ya sabe, mi mujer, que está loca”. Le explico, Javier: le atendí, con la misma profesionalidad con la que le atendería a usted y con la misma con la que he atendido a gente con apellidos parecidos a los que su amigo Santiago señaló en un mitin no hace mucho.

Ahora, míreme a la cara, Javier: ¿qué es lo que le pasa? ¿por qué ha venido hoy al hospital?

Olivia Alonso (nombre ficticio). Médica, 31 años. Víctima de violencia machista. Mi nombre real, como el de tantas otras, nunca formará parte de las estadísticas. Yo por ellas madre, y ellas por mí

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