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La feminización de la política: Tiros certeros y piedras sobre el tejado

Una de las asistentes a la marcha de las mujeres / Olmo Calvo

Kate Shea Baird

miembra de Barcelona En Comú —

Hace tiempo que sigo con interés el debate sobre la feminización de la política en los medios y en el entorno feminista. Son muchas las organizaciones, entre ellas la mía, Barcelona En Comú, que están procurando ponerla en práctica con el fin de prefigurar los cambios que queremos impulsar en las instituciones públicas y más allá. 

Pero confieso que últimamente el concepto me genera cierta ambivalencia. Tengo dudas respecto a cómo se emplea en algunas ocasiones, cómo lo he llegado a utilizar yo misma y sobre las consecuencias que puede conllevar. Escribo, entonces, desde la autocrítica, pero también desde la voluntad de aportar al debate en positivo. 

Como pasa a menudo en la vida, los elementos más potentes de la propuesta de feminizar la política -en este caso su transversalidad y su relevancia al momento político actual- se vuelven a la vez las fuentes de su mayor debilidad. La feminización de la política se ha puesto de moda y de allí la tendencia de usarla, ambigua como es, como comodín para referirse al bien en casi cualquier situación. ¡Feminicemos la política! comprando un pastel, sonriéndonos, llegando puntual a la asamblea y todo lo contrario… 

Si queremos que la feminización de la política sea una herramienta útil, no podemos permitirnos que se convierta en significante vacío o sinónimo de ‘todo lo que a mí me gusta’. Seguramente esta deriva se debe al hecho de que la feminización de la política se ha debatido mucho desde la teoría, donde todo suena bien, y menos desde la práctica, donde las cosas empiezan a complicarse. Pero para que la feminización de la política sea más que un eslogan hay que delimitar y concretarla. En este sentido querría aportar dos reflexiones al debate, arraigadas en la experiencia. 

La primera es que la feminización de la política no debería convertirse en un discurso psicológico. Es decir, poco nos sirve que se acabe usando como arma para apuntar a comportamientos individuales. Si la idea de la feminización de la política parte de una crítica estructural (que en la política se han privilegiado los valores, competencias y prácticas asociados con las formas de masculinidad dominantes), el abordaje también tiene que ser estructural. Solo podremos cuestionar y cambiar los valores y prácticas de la política patriarcal si lo hacemos de manera sistemática y colectiva. No basta con la suma de voluntades individuales; hay que crear estructuras que posibiliten estos cambios. Por ejemplo, podemos construir organizaciones que apuesten por los liderazgos colectivos o crear procesos democráticos que fomenten la cooperación en vez de la competición. En el ámbito de los cuidados, podemos garantizar que haya espacios de cuidados y programas de actividades para los niños y niñas. Y cabe recordar que medidas como éstas requieren de recursos, es decir, tiempo y dinero. Si no se priorizan y no se invierte en ellas, no se realizarán. 

Aquí el tema de los cuidados es especialmente sensible. El feminismo siempre ha entendido los cuidados como las tareas que son necesarias para sostener la vida. Tareas casi siempre infravaloradas, invisibilizadas y realizadas por mujeres: dar de comer a los niños, ir a recoger la receta por la pareja que está enferma o ayudar al abuelo a vestirse. Pero la idea de la feminización de la política suele incluir dentro de “los cuidados” la dimensión afectiva e interpersonal de la política. Se dice, y con razón, que esta dimensión siempre ha sido marginada. 

No obstante, esta concepción más amplia de los cuidados solo será adecuada si se mantiene una mirada estructural. Las mujeres hemos luchado durante siglos para librarnos del cargo de tener que ser siempre dulces y entendedoras, y hay un riesgo importante que la feminización de la política degenere en un discurso que supone un doble castigo para las mujeres que no cumplan con este rol femenino tradicional. Es decir, no es constructivo limitarse a exigir que la gente sea más simpática o tenga más empatía, pero sí lo es reflexionar sobre la gestión del poder o el conflicto y dotarnos de herramientas para protegernos colectivamente. En este sentido son imprescindibles los recursos y protocolos para tratar los fenómenos de acoso, así como formaciones y herramientas para apoyar a las personas en las tareas cotidianas de la política que nos puedan generar malestar emocional o incluso llevarnos al agotamiento, como son la exposición pública, las negociaciones o la gestión de la sobrecarga de trabajo. 

La segunda reflexión que me gustaría hacer concierne el papel de las masculinidades, poco discutido. A veces percibo en el discurso de la feminización de la política un desprecio por lo masculino que creo que sería importante cuestionar. ¿Hay valores y prácticas socializadas como masculinas que queremos erradicar de la política? Por supuesto. ¿Se ha sobrevalorado lo masculino a coste de lo femenino? También. Pero, como dice mi madre, no dejemos al bebé junto al agua de la bañera. Después de todo, si estamos en contra del sistema binario de género, es porque obvia la complejidad de nuestras vidas. Feminizar la política tendría que ser un proceso de desconstrucción de género y reequilibrio de valores, no de limpieza y expulsión. Se trata de cuestionar y revisar nuestras prácticas con perspectiva de género con el fin de reconstruirlas de acuerdo con nuestros valores y objetivos actuales. 

Desde esta perspectiva, habrá prácticas ‘masculinas’ que queremos eliminar, las que habrá que revalorizar y mantener, e incluso las que nos convendrá celebrar. Por ejemplo, seguramente estaremos de acuerdo en deshacernos del uso de la fuerza, la intimidación y la violencia en la política. Probablemente apostaremos por dar menos peso a las opiniones de académicos iluminados y basar nuestros debates en la inteligencia colectiva; en el intercambio de ideas entre todas en pie de igualdad. Pero sospecho que habrá prácticas y capacidades que, aunque hayan sido sobrevaloradas, no queremos descartar por completo. Se me ocurre la creatividad individual (la inteligencia colectiva no sirve para el diseño gráfico) o el carisma personal (hay que contar con perfiles con capacidades comunicativas para poder hacer llegar nuestras ideas y rebatir las de nuestros adversarios). Y hablando de adversarios, éstos no nos faltan, desde otros partidos políticos hasta los grandes poderes económicos. Y aquí sí que se nos exige ser fuertes y valientes. Reivindiquémoslo en positivo. 

En definitiva, feminizar la política, o despatriarcalizarla, es un proceso lleno de tensiones y sin reglas claras todavía. Y será a través del intercambio de experiencias concretas, y sin miedo de compartir los límites y contradicciones, que podremos avanzar juntas por el camino.

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