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En el fondo lo tenía bien merecido

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Baltasar Garzón

Jurista —

“…Una y otra vez se descubre que, cuando un individuo, sin más autoridad tras de sí que la del derecho moral, se defiende frente a una organización cerrada, la lucha no tiene salida…” (Stefan Zweig, Castellio contra Calvino. Conciencia contra Violencia)

La historia se repite en forma recurrente, con diferentes personajes, pero de una u otra forma, acontecimientos pasados vuelven al presente con renovadas energías. Pareciera que el siglo XVI ya está muy lejos, como lejana debería haber quedado la doctrina fanática e intransigente de Juan Calvino frente a la defensa de la libertad y la tolerancia de Sebastián Castellio. La primera supuso la hoguera para Miguel Servet; la segunda, la superación de los viejos dogmas de la iglesia inquisitorial a favor de la libertad de pensamiento que un siglo después daría origen a la Ilustración europea. Sería siglo y poco después que el fascismo y las corrientes autócratas y, por ende, fuera de toda regla ética, tendrían su momento cumbre y, dentro del mismo, el desarrollo de los mitos y mentiras como fórmula habitual de control y destrucción de la convivencia. La verdad y la racionalidad, de nuevo quedaron masacradas y desaparecidas.

Entonces valía todo, como después en la época tenebrosa del macartismo y su caza de brujas, y ahora, de nuevo, en la era de la explosión de las nuevas tecnologías, de la cuarta revolución, la digital. Se limpian currículos, se falsifican historias, se construyen realidades a base de bots algorítmicos, se manipula, se pixela la verdad, en fin, se acomoda la mentira para que aparezca como verdad. Todo vale. Cualquier medio es bueno para obtener un fin espurio, alcanzar el poder, eliminar a un rival, perpetrar una venganza o humillar a alguien que provoca antipatía. Un sector de esta sociedad está enfermo de ambición, de rabia, de desvergüenza, de envidia y de cinismo. Hay demasiada agresividad latente contra el que obstaculiza el paso, el propio lucro, sea este de naturaleza crematística, política o de posición social, que se traduce en un empeño de mala fe por descalificar al rival o por eliminarlo para situar a otro en su puesto. En esta dinámica se han perdido hasta las formas. Las fauces del depredador ya son asumidas como algo normal y ordinario. La penetración de estas doctrinas se disfraza de libertad cuando en realidad están acabando con ella.

La falta de empatía y las ganas de ofender llevan muchas veces a destrozar la vida de las personas. En nada difieren las conductas de los escolares que acosan al compañero vulnerable martirizándole y poniéndole en la picota hasta arruinarle emocionalmente, de la de quién filtra una información falsa o degradante para perjudicar a un tercero. ¿Qué perseguía el que decidió difundir un video personal e íntimo de una mujer joven entre sus compañeros de trabajo hasta el punto de que llegara a quitarse la vida? ¿Ganaba algo con ello? ¿La satisfacción de comprobar el control extremo sobre otro ser humano? ¿La dudosa alegría de culminar el rencor? Pero, ¿qué obtenían todos aquellos que se hicieron eco de esa canallada y no defendieron a la víctima que vio violada su intimidad? En esta ecuación perversa, ambos grupos y premisas son necesarias para llegar a la conclusión de que estamos al borde del abismo, a punto de despeñarnos y no nos damos cuenta. Incluso nos divierte porque creemos que a nosotros nunca nos va a suceder.

El regreso de la Inquisición

La Inquisición ha vuelto, y los inquisidores pasean por las redes sociales señalando de modo arbitrario a sus víctimas, se disfrazan con la ética escandalizada en las tertulias y en los medios informativos adoptando la pose de denuncia, en un espectáculo de falsa moral que se está haciendo demasiado cotidiano, excesivamente habitual. Utilizan métodos de tortura refinados, apretando en zonas delicadas como puede ser la familia o la propia vida privada con instrumentos como la mentira y la difamación, dolorosos artilugios difíciles de neutralizar. Frente a la verdad oponen la reiteración del bulo hasta que en el imaginario se sobrepone a los hechos ciertos. La insistencia hace olvidar la realidad, después surge la duda y finalmente la “certeza” de que aquello aconteció y que, en todo caso, algo de culpa o toda la culpa recaía  en el agraviado. Poco importa que la cuestión fuera banal, íntima, reservada o intrascendente. Se magnifica intencionadamente hasta acabar con la resistencia de la víctima propiciatoria, es decir, elegida cuidadosamente para obtener el resultado. De esta forma, se consigue que una persona honesta quede marcada para siempre, ungida con el estigma de la calumnia marcando su historial, su familia, su futuro y acabe hundiéndose o eliminándose a sí misma. No existe frontera alguna entre la vida privada y pública sino que, más aún, la ofensa debe contemplar los dos ámbitos si se pretende que tenga consecuencias eficaces.

Tanto más grave son estas acciones cuanto más implicados están en el control de decisiones sus perpetradores. En política estos infundios se manejan con soltura achacando al otro partido tales o cuales afirmaciones cada cuál más lesiva. Los líderes sueltan ante las cámaras auténticas invenciones sobre los demás con éxito efímero pero efectivo. Una patraña dicha a tiempo y en el lugar apropiado puede tener como resultado que las acciones de una empresa bajen en beneficio de otras. El comentario malo es un aceite espeso que se sobrepone a la inocencia en todos los caldos.

Destrozar al enemigo 

En estos tiempos postelectorales, de decisiones de alto nivel, de nombramientos y reparto de puestos se recrudece la acción de los Torquemada que utilizarán todo tipo de tretas para hacer valer a sus peones, descalificar a los demás, quemar nombres y destrozar al “enemigo” con el que -una vez fuera de juego- se podrá tomar café con total impunidad y muestras incluso de simpatía por la desgracia o el cese que le ha caído encima.

No hay barreras para ellos. Según se incrementa el valor del trofeo más se agudizan las malas artes, hasta rozar en ocasiones el delito y sin reparar en el daño inferido. De manera ruin, parapetados en el anonimato, en los límites de lo legal y en ocasiones sobrepasándolo, falsearán documentos, filtrarán secretos sumariales, los adornarán o interpretarán de acuerdo con sus necesidades y dispararán el chisme apuntando al corazón de su víctima.

Otro tanto ocurre en el ámbito judicial. Se prescinde de la provisionalidad que comporta la instrucción penal, de la lógica que aconseja ser prudentes en los calificativos, de la verdad en el relato y se opta por transportar sin analizar las conclusiones o meras hipótesis de trabajo o incluso los juicios de valor de los investigadores, sean consistentes o inconsistentes, a través de filtraciones interesadas para patentar y consolidar investigaciones prospectivas o claramente malintencionadas y así acabar con unos u otros, en función del interés del momento. Lo grave es que esto se sabe y se aprovecha. Es el morbo y la suciedad lo que se prefiere frente al respeto a las normas del juego.

En estas maquiavélicas acciones hay aliados indispensables. La comunicación 2.0 es una herramienta que se ha demostrado imprescindible para acosadores, estafadores, criminales en potencia y en general cualquier embustero que busque hacer daño. Es un buen sistema de difusión con características excelentes: gratuito, rápido, de alcance universal y eterna permanencia. El rumor y el fraude se multiplican a extremos inconcebibles y llegan a todos los rincones del planeta gracias a los “me gusta” y a los “comparte”. Saben y se aprovechan de que mientras mayor sea el escándalo en la noticia falsa mayor será su difusión.

Para cirugías de envergadura existen los medios de comunicación que en excesivos casos se prestan a hacer oído, demasiadas veces y ¡cómo no! sin contrastar con el rigor que la situación amerita, dando por buena la información inicial que ha facilitado o propiciado el propio interesado, o quienes están detrás de él, o, tal vez, un policía o un operador judicial que se encuentran nerviosos por conseguir que la investigación culmine según sus deseos y no según evidencia real de criminalidad.

Teledirigir una investigación penal en colaboración con filtraciones interesadas, destruye a personas, empresas, la propia instrucción, la credibilidad de las instituciones y, finalmente, al Estado de derecho. Y todo para obtener el éxito efímero, celebrado en los propios medios que coadyuvaron a ese desenlace. Si para ello además es posible consultar el sumario, un sumario que aún no ha sido enjuiciado y reúne sólo las piezas parciales de la investigación y no el todo que sólo se verá en el juicio, se extraerán de aquí y de allá frases cuidadosamente seleccionadas, las más jugosas, las más escandalosas referencias, las que más hagan daño, ¡qué importa si son sacadas de contexto!

La verdad no interesa

Vale, pero ¿son ciertas? Esa no es la cuestión, eso no interesa, lo importante es el titular, una o dos líneas que resuman el griterío, lo amplifiquen y extiendan. La verdad en estos casos es un inconveniente, un estorbo que hay que orillar para que no destroce un buen reportaje. Los desmentidos y las rectificaciones se incluirán como una nota al margen o, como mucho, ocuparán unas líneas que no empañarán la tesis “oficial”. Erigidos en jueces de la sociedad, el tribunal de esos medios informativos alivia los procesos obviando las pruebas y asesinando sin piedad a la presunción de inocencia.

Hubo un tiempo en el que me dediqué a analizar las noticias que se publicaban sobre resoluciones judiciales en medios de comunicación y las veces que en aquellas se eliminaba el término “presunto”, los verbos potenciales para definir la acción y las “condenas” mediáticas a la primera de cambio, las mentiras, manipulaciones, el lenguaje intencionadamente equívoco, las falsedades, las inconsistentes historias y el olvido sistemático de las rectificaciones, y, todo ello para hacer más “contundente” la información; más impactante porque, si no, “no vende”. Fueron miles y miles de noticias las que encontré que no habrían superado los mínimos controles de calidad informativa del periodismo serio, auténticamente profesional y no mercenario ni de queroseno. Pero todo este cúmulo de verdades arrinconadas y en letra pequeña queda eliminado de la conciencia colectiva, del acervo general, pero no de quienes sufrieron las consecuencias que permanecen, a veces, por generaciones.

En este contexto, cada vez es más difícil digerir el papel de los propagadores de noticias sesgadas, sin verificar, en una carrera cuyo único objetivo es esparcir la suciedad en dirección al acoso y derribo de alguien en concreto. En esta siembra de porquería mediática que algunos hacen, especialmente en redes sociales, brota señaladamente el uso político de supuestos paradigmas morales de incidencia brutal, cuando quienes los proponen son en la mayoría de los casos quienes más tendrían que callar.

Los que mueven los hilos permanecen en la sombra. A veces es uno, pero por lo general son varios los que se suman para hacer sangre al afectado o afectada, cada uno en base a sus propios e inconfesables intereses. Hacen oscilar la opinión pública jugando a un ajedrez canalla en el que van derribando piezas para obtener más espacio hasta hacerse con el tablero. Conseguir o no su objetivo va a depender de que cambien las recompensas en juego o de si quienes deben tomar las decisiones son capaces de enfrentarse a ellos y contradecirlos, aunque sea alto el coste que ello comporte.

Pero si esto no acontece, y el tema es personal o político, aquellos difícilmente harán el más mínimo examen de conciencia tras el esfuerzo empeñado y la pieza cobrada. Como mucho tendrán tal vez, o tal vez no, algún pensamiento fugaz para la misma. Si, pongamos por caso, el asunto es judicial y una vez concluido se demuestra que no existía delito alguno y que se resumía en un burdo montaje, mirarán a otro lado sin mayor remordimiento y compondrán la figura con un pensamiento que da la medida real de la falta de escrúpulos de todos estos individuos: “A ver, en el fondo… lo tenía bien merecido”.

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