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Plácido Domingo y las normas del pasado

La cantante Patricia Wulf, una de las nueve mujeres que han denunciado a Plácido Domingo por acoso sexual.

Ruth Toledano

“El mundo de la ópera está en shock”, repetían en radio y televisión. A mí, sin embargo, la noticia de las denuncias a Plácido Domingo por acoso sexual no me sorprendieron lo más mínimo. No porque yo conozca personalmente al tenor, ni siquiera a alguien que haya podido darme esa clase de información sobre él. Sencillamente porque, como mujer, sé que la inmensa mayoría de las mujeres hemos sufrido, en mayor o menor grado, acosos y abusos.

No digo todas para que no se me echen aún más encima los machinazis, e incluso esas otras víctimas del patriarcado, las mujeres que dicen “a mí no”, obviando las innumerables discriminaciones, los infinitos machismos y micromachismos, la segregación, la exclusión, la minusvaloración –incluso con esa amable condescendencia y ese grimoso paternalismo presuntamente bienintencionado–, de los que todas las mujeres, todas, sin excepción, hemos sido víctimas en algún momento de nuestras vidas por el mero hecho de ser mujeres. Lo cual es también una forma de acoso: vital, social, histórico; y es también una forma de abuso: de autoridad patriarcal, autoadjudicada, impuesta. De ahí al acoso o al abuso sexual hay dos pasos. A veces, no, de acuerdo. Pero, muchas veces, ni dos.

Son nueve las cantantes y bailarinas que han acusado a Plácido Domingo. Con una sola de ellas sería suficiente, pero nueve son lo bastante como para reflejar un modus operandi, pues nueve son solo las que han dado el paso mediático de la denuncia (con el efecto personal, social y familiar que ello conlleva). Si ha sido modus operandi, el acoso sexual de Domingo a las mujeres ha sido asiduo y perseverante. Y todo ello en un entorno de trabajo donde él era dios.

En un entorno de trabajo donde uno es dios y otra es una joven mujer que se busca la vida, las mujeres nos hemos tenido que comer mucha mierda. Eso solo lo sabemos nosotras, claro está. Ni el más aliado de los aliados se hace una remota idea de lo que es ser mujer en un mundo dominado por hombres. No es exageración, pues ni siquiera me estoy refiriendo a la violencia extrema, tan abundante también. Es esa gota que no cesa y horada la piedra. Es esa atmósfera permisiva con ellos y asfixiante para nosotras. Es el statu quo de su impunidad, no ya como depredadores sexuales (en un mayor o menor grado que va del pesado al violador, pasando por un donjuán culturalmente apreciado por sus dotes de seducción), sino como hombres que, por el mero hecho de serlo, serán los que mandan en casa, los jefes en el trabajo, los interlocutores válidos en las reuniones, los que ganan más, los más reputados, los líderes, los mitos. Y, en consecuencia, los legitimados para ejercer sobre las mujeres todo ese poder, también en lo relacional, en lo físico, en lo sexual.

Los medios han expresado ese shock porque es duro que se caiga un mito. Plácido Domingo lo es para muchas personas amantes de la ópera, y es además uno de esos mitos nacionales con los que construye y en los que se apoya la identidad patria. Se expresa shock porque si cae un hombre que parecía intocable es que pocos hombres se libran. Y así es: pocos hombres se libran. Las mujeres lo sabemos. Las mujeres podemos dar muchos nombres. Nombres y apellidos. De hombres concretos, conocidos, célebres, poderosos. Los otros, los anónimos, son legión.

Y es por eso, porque a todas las mujeres nos han acosado (como ciudadanas de segunda, a todas, y como cuerpos a disposición de un macho más o menos fino, a la inmensa mayoría), por lo que ese shock expresado es una reacción espuria: lo que se está desvelando se sabía, pero se silenciaba, se ocultaba, se interiorizaba, se normalizaba. Lo que ahora produce shock no es sino la sacudida que experimenta la estructura del edificio que las mujeres estamos reconstruyendo para reparar un mundo donde el abuso contra nosotras no sea la norma sino la excepción. “Reconozco que las normas y el estándar de la actualidad son muy diferentes hoy de lo eran en el pasado”, ha declarado el propio Domingo. Tiene razón: es la tarea del feminismo.

La sociedad de nuestro tiempo debe entender que no solo es ineludible sino necesario lo que está sucediendo con casos como el de Plácido Domingo y tantos otros hombres (Fernando Francés, poderoso gestor de museos, ha dimitido de su alto cargo de Cultura en Andalucía por, entre otras graves razones, tener un juicio pendiente por agresión a la artista Marina Vargas). Es necesario, por supuesto, para las mujeres que se han atrevido a denunciar, para las nueve que se han enfrentado al mito (como la artista Marina Vargas). Es necesario para aquellas que no pudieron enfrentarlo (no supieron, no quisieron, no era el momento, ni el lugar, ni el tiempo: estaban solas, quedarían más solas). Y lo es para todas. Como lo es para todes y lo será para todos.

No es, como tantos dicen, que el feminismo nos esté volviendo locas (esa sempiterna acusación contra las mujeres que ha sido también herramienta de opresión del machismo patriarcal: la locura como excusa para hacernos luz de gas). Lo que es una locura es lo que escondía la fachada del edificio que estamos reconstruyendo. Torres más altas caerán en esta etapa ineludible del lento y arduo proceso de liberación de las mujeres, pues a los pies de las altas torres corren largos ríos de sumisión e injusticia (… Voy a sentir en mis manos / una inmensa flor de dedos / y el símbolo del anillo. / No lo quiero. / Altas torres. / Largos ríos). Combatir el mito también es, demasiadas veces, combatir el monstruo.

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