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Rímel y legañas

Funeral de Franco

Montero Glez

Nuestra historia más reciente es lo más parecido a una morcilla hecha con sangre de perro que sólo se mejora cuando se vomita. Por lo mismo, la única mejoría que puede hacerse en el Valle de los Caídos es la devolución a su estado natural, es decir, al tiempo en el que era un risco de granitos y afloramientos rocosos por donde sobrevolaban halcones y busardos ratoneros.

De tal manera, la destrucción del Valle de los Caídos sería una muestra de civismo que borraría las huellas arquitectónicas que en su día dejaron los criminales para glorificarse a sí mismos, después de masacrar a un pueblo indefenso; de esta forma, la herida en la piel de la memoria podría cicatrizar.

Recuerdo que, cuando murió Franco, yo era muy pequeño aún pero no por eso dejó de sorprenderme que en mi casa nadie aparentase tristeza mientras pasaban por la tele las imágenes, a blanco y negro, de la multitud desfilando ante su féretro. Hombres con el bigotito gris que parecían aquejados de golondrinos cuando levantaban su brazo para saludar al cadáver y mujeres de moño cardado que se habían pintado los ojos para la ocasión sin haberse limpiado antes las legañas, a la vez que mi padre descorchaba otra botella de sidra que venía a ser lo más parecido al champán de los pobres.

Hoy, más de cuarenta años después, me doy cuenta de que lo que hacían mis mayores no era otra cosa que celebrar su propia derrota envuelta en burbujas de sidra El Gaitero. Más que una celebración, era una variante de consuelo tan inocente como la época que les tocó vivir, con mi edad de entonces, en plena posguerra, cuando el hambre resultaba tan abundante como las liendres para los hijos de los que perdieron la guerra. Desde entonces tendrían que convivir con los temblores del espanto en las tripas.

Porque lo peor que le puede pasar a un país, sin duda, es que su dictador muera en la cama, de puro viejo. De ahí viene todo lo demás, también su testamento, una jefatura del Estado heredada por los hijos de la aberración cromosómica.

Mientras no vomitemos la rabia y el veneno de tanta injusticia, mientras los criminales sigan enterrados con todos los honores y la gente de bien siga bajo las cunetas, mientras sea Jefe del Estado un rey al que nadie eligió, mientras tanto, nuestra democracia seguirá siendo como una de aquellas mujeres que, para ir a despedir a Franco, se pasaba el lápiz de ojos sin haberse quitado las legañas.

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