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Si Sánchez aguanta, la derecha no seguirá unida

Torra y Sánchez en la Moncloa

Carlos Elordi

El nuevo cambio de rumbo de Pedro Sánchez (y van…) apunta a una salida real. El tono dialogante que desde hace dos semanas el gobierno ha emprendido con el independentismo catalán, y con Quim Torra en particular, puede hasta llevar a la aprobación de los presupuestos. Si ese tono se mantiene. Lo cual, visto los antecedentes y estando aún todas las incógnitas abiertas, es mucho decir. Pero, más allá de los pronósticos imposibles, parece claro que el líder del PSOE se ha sacudido un tanto el derrotismo en el que pareció sumirse tras las elecciones andaluzas.

En el último pleno del Congreso, justamente dedicado a la cuestión catalana, Sánchez dio la impresión de que había tirado la toalla. Entonces llamó de todo a los independentistas, hasta mentirosos, y su discurso sonó a ruptura definitiva con ese mundo y a renuncia expresa a pedirles apoyo para sacar adelante el nuevo presupuesto. Y con ello a darle aún algo de vida a la legislatura.

No pocos entendieron ese día que el presidente del gobierno no había podido resistir la presión que sobre él estaban ejerciendo buena parte de los líderes regionales del partido, la derecha en todas sus expresiones y los medios de comunicación de manera casi unánime. Todos, cada uno a su manera, le venían a decir que no podía seguir manteniendo relación alguna con el independentismo y que tenía que colocarse abiertamente contra ellos. Aplique el 155 le exigían, y lo siguen haciendo, el PP y Ciudadanos. Habría que ir incluso más allá, sugerían sus correligionarios Lambán y García Page con el argumento de que sólo así se podría evitar una repetición del desastre andaluz.

Alguien en el entorno del presidente le debió de decir que ceder ante esas presiones era la garantía de un fracaso absoluto, de una formidable derrota electoral e incluso del fin de su carrera política. Porque habría equivalido a dar una victoria a la derecha que ni ésta contaba con que pudiera producirse. Que en política esas cosas no se hacen, que en todo caso ocurren pero que no tiene sentido propiciarlas sin resistir. Y que bastante había hecho ya con su discurso en el Congreso.

Y parece que Sánchez ha hecho caso a ese alguien. Y su cambio de tono es evidente. Veremos cuánto dura y hasta donde llega. Pero lo cierto es que, a menos de una sorpresa de última hora, hay acuerdo para su reunión con Torra en Barcelona y que los dos partidos independentistas se han mostrado el miércoles favorables a apoyar la previsión de déficit del gobierno.

Es obvio que esos resultados, nada más que síntomas, pero elocuentes, solo han sido posibles gracias a un cambio de actitud del presidente, seguramente articulada por la vicepresidenta Carmen Calvo. Lo que queda por saber tras eso es qué ha hecho cambiar de actitud al gobierno catalán, por qué se ha abierto de nuevo al diálogo.

Habrá muchos motivos puntuales de ese cambio. Tal se vayan conociendo más adelante. Pero puede que el hilo conductor de los mismos y seguramente su principal propulsor haya sido el temor a la derecha española, crecida tras los resultados andaluces y transmitiendo el mensaje de que si ganaba las próximas generales iba a hacer tabla rasa en Cataluña.

Más de uno ha debido pensar en ese mundo que mantener el lema que se atribuye a Puigdemont –el de “cuanto peor, mejor”– puede ser suicida ante esas perspectivas y que si Sánchez tiende la mano lo más conveniente es aceptársela. Hasta Torra ha debido concluir que lo mejor que le puede pasar es que los socialistas sigan un año más en La Moncloa. Aunque los CDR y la CUP sigan en pie de guerra. Y aunque asumir ese planteamiento pueda entenderse en Cataluña como una cesión a los planteamientos de Esquerra Republicana.

Porque, más allá de lo uno y de lo otro, que no son cosas pequeñas, parece evidente que ningún votante independentista va a pasarse a Ciudadanos, al PP o al PSC porque Torra baje el pistón. En todo caso se irían a la abstención. Y además todas las fuentes indican, y los sondeos lo confirman, que el independentismo está tan fuerte como antes. Hay quien asegura incluso que está creciendo. Y la ignominia de juicio que se viene encima de ese mundo no debería sino reforzar esas tendencias. Porque muy pocos catalanes van a tragar con esa venganza orquestada por los órganos y poderes del Estado que más rechazo provocan, y no sólo entre los independentistas.

Otra pregunta: ¿cuánto tiempo más va a durar la ofensiva de la derecha si el cambio de tono en las relaciones entre Sánchez y Torra produce resultados tangibles como la aprobación de los nuevos presupuestos? Los argumentos de Casado y de Rivera para exigir la aplicación del artículo 155 suenan cada vez más a inconsistentes, por mucho que los retuerzan malignamente. Y si no se les ocurre nada nuevo –que lo estarán buscando hasta debajo de las piedras- terminarán por agotarse. Es cierto que una parte significativa de la opinión pública española compra todo lo que le ofrezcan contra Cataluña. Esa actitud no es nueva, viene de hace muchas décadas, siglos quizás. Pero llegará un momento en que hasta una parte de esa gente se canse de escuchar siempre lo mismo sin que se consiga nada. Por mucho apoyo mediático que tenga esa campaña.

Y la derecha puede encontrarse en dificultades si eso ocurre. Porque no tiene un discurso estrella alternativo al de Cataluña e improvisarlo no es cosa de unos días. Y porque contrariamente a lo que se da por hecho, no está tan unida. Ciudadanos es el principal rival electoral del PP y aunque aspire a atraer votantes socialistas, la clave de su éxito es una caída del partido de Pablo Casado. Éste, además, tiene un problemón con Vox. Que en lo último en que piensa es apartarse del camino después de su éxito en Andalucía y que aspira a quitarle al PP todos los votos que pueda.

¿En qué quedaría el supuesto liderazgo de José María Aznar sobre toda la derecha si el actual discurso unánime anti-independentista da paso a una guerra por los votos, tanto más probable cuanto más tarde lleguen las generales? Puede que en muy poco. Entre otras cosas porque ese liderazgo no tiene base orgánica alguna, porque Aznar no tiene cargos. Y eso en política, como en cualquier ámbito del poder, pesa mucho.

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