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Urge una salida para las aguas putrefactas

Aragonès, Budó i Buch, en el Parlament, durante la intervención de Torra.

Joan Coscubiela

Cuando un movimiento de masas de la magnitud del independentismo, convencido de tener su gran utopía al alcance de la mano, descubre que ese horizonte ha desaparecido, que su dirección política está desnortada y confrontada entre sí, corre el riesgo de descarrilar. Si además se siente acorralado, la posibilidad de que en su seno nazcan reacciones violentas se hace realidad.

Asistimos a la crónica de un empantanamiento anunciado. Dos años después de la fuga hacia ninguna parte del procesismo y de la respuesta judicial como única reacción del Estado, las aguas del conflicto han pasado del empantanamiento a la putrefacción. 

Son muchas y diversas las causas. La más importante, la epidemia de disonancia cognitiva a uno y otro lado del conflicto. Desde España amplios sectores políticos y mediáticos continúan negando que el “problema catalán” sea un problema de toda España que debe resolverse políticamente. 

En Catalunya, buena parte del independentismo se niega a aceptar que el gran problema, que impide encontrar una solución, es la fractura de la sociedad catalana. No se trata de una fractura entre dos bandos, hay afortunadamente muchos matices, pero la radicalización de las posiciones y las dificultades para dar representación política a los grises impide que se escuchen sus voces. 

La disonancia cognitiva compartida les impide entender que no hay solución en la lógica de vencedores y vencidos, que asistimos a un bloqueo de impotencias mutuas. Ni el Estado, con toda su fuerza, va a acallar a un movimiento tan masivo y resistente como el independentista, ni este va a derrotar al Estado, como perversamente hicieron creer unos e ingenuamente creyeron otros. 

Cuando los conflictos no tiene solución por la vía del acuerdo, la única respuesta es buscar una salida pactando el desacuerdo. Eso exige liderazgos responsables, capaces de explicar que la renuncia, la retirada táctica, la capacidad de transaccionar, son la esencia de la política y la democracia. 

Esta no es una responsabilidad exclusiva de los dirigentes políticos, salvo que los queramos ver en el cementerio de lideres valientes. El papel de los medios de comunicación es clave y algunos – demasiados- no están cumpliendo su función social. En vez de contribuir a generar conciencia crítica y controlar al poder cercano se han embarcado en lo contrario, alimentan el gregarismo acrítico y son los más firmes aliados de los hooligans respectivos. Además de atacar a las organizaciones sociales transversales que, como mucho esfuerzo y riesgo, intentan tender puentes, alientan el incendio para después lamentarse de sus consecuencias. 

Algunos dirigentes políticos, creadores de opinión y medios de comunicación son los máximos responsables de haber convertido al otro, en el enemigo. La construcción del enemigo, tan propia de los nacional-populismo, ha hecho fortuna a uno u otro lado de las barricadas. Con el otro, al que se reconoce una parte, al menos, de razón se puede hablar para pactar el desacuerdo. Al enemigo se lo demoniza, se lo deshumaniza y se le intenta derrotar o arrastrar al abismo. 

Dos años sin una sola iniciativa política digna de este nombre. Con la dirección independentista desnortada, sin haber aprendido nada del otoño del 2017, confrontada partidariamente entre sí por la hegemonía del independentismo, buscando el momentum que les retorne a la ficción, llamando a la movilización sostenida sin explicar hacia dónde quiere dirigir esa fuerza que movilizan. Con un Estado, que lo ha fiado todo a los tribunales y a la solución judicial, que cierra el paso a cualquier fuerza política que pretenda rebajar la tensión o adoptar iniciativas de diálogo. 

En estas aguas putrefactas estábamos cuando la sentencia del Supremo ha confirmado los peores presagios, las togas tienen sus propias lógicas y tiempos, que se escapan a las reglas de la política. Lo advertimos.

Después de estudiarla y compartir análisis de todos colores, he llegado a la conclusión de que el Tribunal Supremo ha quedado atrapado en sus propias redes, las que tendió en 2017 para salvar el Estado, como ya expliqué aquí

El 1 de octubre, el Estado español se sintió desbordado y reaccionó con el discurso del Rey del 3 de octubre y las acciones de la Fiscalía y del Poder Judicial, que se autoimpusieron la misión de salvar al Estado de una grave crisis que lo ponía en riesgo. 

Solo con esta lógica puede entenderse la petición fiscal de rebelión que desde el principio fue rechazada por la inmensa mayoría de penalistas. La imputación de rebelión les permitió neutralizar a los dirigentes independentistas, aplicándoles una prisión preventiva claramente abusiva – aunque no infrecuente- y suspenderlos en sus cargos antes de emitir una sentencia firme, limitando algunos de sus derechos de representación política. 

Pero ha sido esa propia red, lanzada en otoño del 2017, en la que ha quedado voluntariamente atrapado el Tribunal Supremo. Después de dos años de prisión provisional, consideraron impensable una condena por desobediencia u otro delito que comportara penas inferiores a las que ya habían cumplido. Hubiera sido un gran escándalo.

Me temo que esa lógica es la que ha orientado el evidente pacto que se ha producido en el seno del Supremo para garantizar la unanimidad y eludir el riesgo de deslegitimación mediática de la sentencia. 

La resolución del Tribunal tiene mucho más rigor jurídico del que reconocen sus detractores. Hace un gran esfuerzo para defenderse con argumentos sólidos de las acusaciones de vulneración de derechos fundamentales y así blindarse ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. 

Pero a mi entender contiene algunos errores graves que solo se explican por esa necesidad del Supremo de no dar marcha atrás en ninguno de los aspectos significativos de la instrucción y de alcanzar un pacto en su seno. Todo apunta que ha sucedido algo frecuente en los tribunales, primero se llega a la conclusión de la sentencia y luego se arma la justificación.

Así, los hechos que declara probados están redactados sin explicar en qué pruebas practicadas se basa el tribunal para considerar que estos hechos y no otros son los que han sido probados. Para que los legos puedan entenderme les sugiero que lean, por ejemplo, la sentencia del caso Palau, donde todas y cada una de las afirmaciones del tribunal son justificadas hasta el último detalle. 

Quizás, si el Supremo hubiera realizado esa tarea, se hubiera ahorrado el escandaloso error de confundir en varios momentos de la sentencia a Dolors Bassa, consellera de Treball, con la consellera d'Educació. No es un error baladí, porque en base a ese error se la hace responsable de la apertura de los centros docentes como colegios electorales el 1 de octubre, un aspecto que el tribunal considera determinante para individualizar su responsabilidad penal e imponerle una elevada condena. 

Este grave error solo se explica porque el Supremo, atrapado en la red de sus propios actos durante la instrucción, no se ha permitido llegar a conclusiones distintas a las que dieron lugar a sus primeras actuaciones. Que, no se olvide, ya incluían la petición de condena por sedición en defecto de rebelión. Solo así se explica la diferenciación de trato, que en la sentencia no se justifica, en relación a la responsabilidad de los diferentes miembros del Gobierno catalán. Parece un “sostenella y no enmendalla” .

A mi entender, lo más significativo es la esquizofrenia argumental de la sentencia al analizar la existencia del delito de sedición. Así, en los hechos probados se minimiza la capacidad de los actos perseguidos para poner en riesgo la autoridad del Estado:

“Todos los acusados ahora objeto de enjuiciamiento eran conscientes de la manifiesta inviabilidad jurídica de un referéndum de autodeterminación que se presentaba como la vía para la construcción de la República de Cataluña. Eran conocedores de que lo que se ofrecía a la ciudadanía catalana como el ejercicio legítimo del «derecho a decidir», no era sino el señuelo para una movilización que nunca desembocaría en la creación de un Estado soberano”.

Más adelante la sentencia argumenta que:  

“Bastó una decisión del Tribunal Constitucional para despojar de inmediata ejecutividad a los instrumentos jurídicos que se pretendían hacer efectivos por los acusados. Y la conjura fue definitivamente abortada con la mera exhibición de unas páginas del Boletín Oficial del Estado que publicaban la aplicación del artículo 155 de la Constitución a la Comunidad Autónoma de Cataluña.” 

Resulta incomprensible que el Supremo, después de sus propias afirmaciones, no haya considerado oportuno aplicar el artículo 547 del Código Penal que regula una especie de sedición atenuada con penas menores: 

“En el caso de que la sedición no haya llegado a entorpecer de un modo grave el ejercicio de la autoridad pública y no haya tampoco ocasionado la perpetración de otro delito al que la Ley señale penas graves, los Jueces o Tribunales rebajarán en uno o dos grados las penas señaladas en este capítulo.”

Esta posibilidad, que casa mucho más con el relato del propio Supremo, le permitía dictar una sentencia jurídicamente rigurosa, condenar por sedición con unas penas elevadas, muy lejanas de la absolución que unos exigían y otros consideran impunidad. Pero, al mismo tiempo, hubiera producido la libertad casi inmediata de los presos, a partir de la aplicación de la legislación penitenciaria. 

Parece que no se quiere entender que, mientras los dirigentes independentistas estén en la cárcel, la posibilidad de encontrar una salida al conflicto es nula. Se están torpedeando los muchos esfuerzos de entidades sociales y sindicatos confederales para evitar una mayor fractura de la sociedad y alejarla de los centros de trabajo. Además de ofrecer argumentos para el relato interesado de la venganza, alimentado por irresponsables dirigentes políticos y medios de comunicación.   

Ahora toca gestionar políticamente esta sentencia en un ambiente infinitamente peor que antes de ser dictada. Y resulta imprescindible ponerse de acuerdo en un objetivo compartido, que los dirigentes independentistas obtengan su libertad o un régimen de prisión atenuada cuanto antes. Es urgente, por razones de justicia o solidaridad dirán unos, pero también porque sin esa condición no hay salida de las aguas putrefactas en las que estamos. 

Propuestas como la de amnistía pueden servir para cohesionar al independentismo en lo único que les une, los presos, pero no solo no sirve para sacarlos de la cárcel, sino que genera un imaginario inaceptable para los que desde España quieren ayudar. En ocasiones parece que desde sectores del independentismo más que conseguir la libertad de los presos, se busca instrumentalizar su prisión para mantener la tensión. 

Llegados a este punto constatamos que continuamos empantanados en un bucle sin fin. Para encontrar una salida necesitamos a los presos en la calle, pero para conseguir este objetivo necesitamos invertir el clima. Y los acontecimientos de estos días no ayudan. De nada sirve insistir en el carácter pacífico del independentismo y sus líderes, que reconoce incluso la sentencia, si a continuación se justifican, relativizan o contextualizan los actos de violencia, se practica un sepulcral silencio de 72 horas, como el de Puigdemont y Torra. Y al final se sale con la coartada de los infiltrados, eludiendo toda responsabilidad.

Con un “lo volveremos a hacer” de doble o triple interpretación, con actitudes irresponsables como la del Presidente Torra, se hace difícil salir del bucle en el que estamos. 

Con un independentismo incapaz de entender el poder del Minotauro, del Estado, y con los que al otro lado creen que se les puede derrotar a palos, vamos de cabeza al abismo.

Los costes de todo tipo por las irresponsabilidades compartidas de estos años van a ser muy graves, especialmente en relación a las generaciones más jóvenes. Cada día que pasa sin encontrar una salida los agrava aún más. Urge salir de las aguas putrefactas y cada uno de nosotros tiene la responsabilidad de contribuir a ello.   

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