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La muerte enseña a vivir

Taj Mahal, India, el monumento funerario más hermoso del mundo. Rosa María Artal

Rosa María Artal

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Estos días he aprendido muchas cosas o recordado que tenía que aprenderlas. A pesar de mi profesión y de mi edad, no he asistido a demasiadas muertes en directo, aunque bien pensado siempre parece la primera. Estos días, el sábado 18 de enero en concreto, sí, y corroboré que morir en el fondo no es sino un sueño del que ya no se despierta; sin más dolor, ni gozo. No es ese tránsito igual para todos. Se dan grados en la intensidad o la extensión en el tiempo, en la consciencia del momento. Las hay desde inevitables como término de ciclo, a injustamente provocadas por las zarpas de la injusticia. Pero el final es siempre el mismo: un letargo profundo irreversible donde ya no se está. No se puede aspirar a mejor morir que hacerlo en calma rodeado del amor de aquel y aquellos que elegiste para vivir.

La muerte es para los que se quedan en el roto que deja la ausencia. Lloramos por nosotros. Y somos nosotros quienes precisamos racionalizarlo. La tierra no será leve, ni dejará de serlo. No habrá una ventana en un lugar determinado del cielo para que nuestro ser querido se asome. Pero sí la presencia de la huella que se ha dejado. La vida que, si produce ese vacío, es porque realmente nos llenó tanto que no sabemos qué hacer con él. De ahí las reacciones tan diversas de los seres humanos ante este hecho natural.

La muerte de las personas que consideramos valiosas lo que nos enseña es a seguir aprendiendo a vivir. El funeral de la periodista Alicia Gómez Montano, a cuya muerte me estoy refiriendo con estas reflexiones, fue como ella en toda su rotunda esplendidez. Con lágrimas y risas. Reencuentros. Abrazos. Abrazos con ganas o rompiendo barreras de papel. Necesidad de compartir el dolor, tanto como se hizo con la alegría. Para salir curiosamente reconfortados por ese calor vivido en compañía.

Para seguir aprendiendo a vivir incluso en la lección que aportan los detalles. Desde el bolso de mano sin el que no podíamos ir a parte alguna fuera de casa que se queda a un lado. Qué no pasará pues con tantas cosas que nos parecen trascendentales. Cuánto tiempo y energía perdemos en tareas inútiles. Vivos ante la muerte ajena pero cercana, se relativizan los exabruptos de los intolerantes, se ven con otra mirada los manejos. Casi no se mira dónde quedan los mezquinos o la importancia dada a las ausencias. Nunca somos más verdad que ante la muerte. En ese shock de los esquemas sale la verdad de las emociones y hasta se desnuda el rostro del fingimiento.

Y, desde luego, la certeza de un final invita a abrazarse a la vida, a la risa, al amor, a los afectos, saltando por encima de escollos que se vuelven insignificantes a la luz de lo que de verdad se quiere. Se enmarca en claridad que solo se vive una vez y cada momento es único e irrepetible. Para decir o poner en práctica lo que no debe quedar dentro.

También se aprende a morir y creo que no viene mal para ese empeño amar apasionadamente la vida. El miedo que nos inspira la muerte propia puede racionalizarse. No con libros de autoayuda, por supuesto. Mejor contemplándola con naturalidad, aunque cueste, que cuesta y de hecho eludimos hasta hablar de esto. La “Antología de Spoon River”, poema casi satírico, real, irreverente, poema al fin, de Edgar Lee Masters, que se sigue atesorando más de un siglo después de ser publicada, la desdramatiza en su cotidianeidad. En uno de los epitafios que recoge, remite a Séneca para precisar que es básicamente “la anticipación” lo que desasosiega: “la memoria despierta en nosotros la angustia del temor y la previsión, la anticipa”. Porque, en sí, es un momento. Y, entretanto, hay que seguir exprimiendo el jugo de la apasionante aventura de la vida. Sin duda, poniendo los medios para prolongarla en salud en cuanto quepa.

Que no nos ocurra como a George Grey, que sintió su vida tan marmorizada como la piedra donde escribió su propio epitafio, según Masters: “He estudiado muchas veces el mármol que me han esculpido: un barco con velas arriadas anclado en puerto. En verdad no expresa mi destino sino mi vida. Pues se me ofreció el amor y temí su desengaño; el dolor llamó a mi puerta, mas tuve miedo; la ambición me reclamó y me asustó el riesgo. Anhelaba, sin embargo, darle un sentido a mi vida. Ahora sé que debemos desplegar las velas y encarar los vientos del destino dondequiera que nos lleven”.

Aprender a vivir es a entender, a elegir, a priorizar, a valorar lo importante, a ser tan selectivo con el agujero por el que quieren entrar y anidar los odios a los que no les damos apenas cabida. A abrir los ojos para ver lo que tenemos al lado y más allá. Lo que vale la pena. Lo que queda por hacer… hasta dormir.

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