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La politización del Tribunal Constitucional: ¿Desde cuándo y hasta cuándo?

El Constitucional suspende el pago de un complemento a funcionarios navarros

Gemma Sala

El Tribunal Constitucional ocupa la primera página de los periódicos cada vez con más frecuencia. Ese protagonismo se debe a veces a la relevancia de sus decisiones, pero más a menudo viene provocada por las disfunciones de esa institución y de los escándalos políticos que la rodean. En 2007, varios partidos hicieron sucesivas peticiones para la recusación de magistrados con afinidades políticas opuestas con el fin de impedir su participación en la sentencia sobre el Estatut de Catalunya. En 2010, se culminó un retraso de tres años en la selección de nuevos magistrados, que cuestionó la legitimidad del mandato de un tercio de los miembros del Tribunal y rompió con la renovación gradual de la institución. Este año asistimos al nombramiento de un magistrado con carné de partido, el Presidente del Tribunal nada menos, que estratégicamente ocultó su militancia al Parlamento y pagó su cuota incluso con la toga ya puesta. Si bien los intereses políticos penetran todas las instituciones, estas acciones van más allá. Están encaminadas al hundimiento de la legitimidad del Tribunal Constitucional y dejan constancia de que nuestros partidos políticos están dispuestos a quebrantar un pilar básico de toda democracia a cambio de victorias políticas puntuales e inciertas.

La politización del Tribunal no es nueva, pero sí reciente. Para mejor o peor, el Tribunal era una institución opaca y sobria. Se presentaba como un cuerpo colegiado, reticente a los votos particulares por temor a debilitar su voz y a dar a conocer al público la personalidad de sus miembros. Todos para uno y uno para todos –en la que ese uno era dar credibilidad a la institución. Las entrevistas al Presidente del Tribunal eran escasas y sus declaraciones tan veladas que debían dejar al periodista mordiendo el lapicero y al lector no especializado en ascuas. Sólo a su salida, los magistrados presidentes se permitían hacer algún reproche poco convincente al uso que algunos hacían del Tribunal o marcar una dirección política poco más comprometedora que los discursos del Rey. En ese silencio es cuando la institución disfrutaba mayor popularidad. Aunque en general la población conoce sólo vagamente las funciones del Tribunal Constitucional, en 1998 el 23% expresaba un alto nivel de confianza en la institución y sólo el 11% confiaba poco en ella (CIS Barómetros 2309 y 2984). Tras repetidos ejercicios de politización por parte de los partidos, el Tribunal ya no goza de tal estima. En 2013 ya sólo el 10% le da los valores más altos y el porcentaje que le tiene menor confianza ha más que triplicado, alcanzando un 38% (Figura 1).

Figura 1. Nivel de confianza en el Tribunal Constitucional

Tanto la izquierda como la derecha, el centro como las autonomías han tenido victorias gratificantes en sede judicial. También derrotas dolorosas. Como consecuencia, los partidos han aprendido a comportarse estratégicamente. No es casualidad que los gobiernos central y autonómicos, independientemente de su signo político, hayan convergido en ganar alrededor del 70% de los casos que llevan al Tribunal. La Figura 2 muestra la evolución del porcentaje acumulado de casos ganados por el gobierno que los plantea. Esa cifra crece de forma incremental y sistemática, hasta el punto que cada gobierno demandante obtiene una sentencia favorable (aunque sea parcialmente) en dos de cada tres casos. Con el tiempo, a medida que se consolida su jurisprudencia y se conoce en modus operandi de la institución, los distintos gobiernos han aprendido a litigar y seleccionan qué conflictos llevar al Tribunal y cuáles dejar en la arena política. Esa proporción es más baja para el País Vasco porque en los primeros años optaron por una actitud de denuncia por la que perdieron muchos casos. El continuado incremento de casos ganados indica que ha aprendido a litigar y es tan estratégico como los otros gobiernos.

También estratégicamente los partidos eligen magistrados simpatizantes, denuncian la parcialidad del Tribunal ante sentencias adversas, pero no ante las favorables, se fotografían a sus puertas al recurrir los casos más visibles y salen por la puerta de atrás cuando los retiran, e incluso negocian con sus adversarios políticos cuando quieren evitar una sentencia en determinados casos. Todos ellos, son comportamientos calculados e interesados, pero en cualquier caso entran dentro de lo legal y no boicotean abiertamente el buen funcionamiento de la institución, ni quebrantan la legitimidad de sus decisiones.

Tales estrategias son ahora de un calibre distinto. El punto de inflexión que abre la puerta a la politización continuada del Tribunal Constitucional es el día que se recurre el Estatut de Catalunya en 2006. Con esa patata caliente se transfirió a doce magistrados el poder de decidir en una sola sentencia casi todos los aspectos de la estructura territorial del Estado. Ante la incertidumbre del resultado, empezó aquel sinfín de recusaciones seguidas de un acuerdo implícito entre los partidos para no renovar la composición del Tribunal hasta que dictara sentencia. Y cuando finalmente nombraron nuevos magistrados alguno fue elegido, ya no entre simpatizantes, sino entre afiliados y asesores del partido.

Habrá quien diga que la politización del Tribunal ya venía de antes. Las primeras apariciones del Tribunal en la sección de escándalos de los diarios ya se habían producido con motivo del flagrante retraso en la selección de magistrados. En 1998 la espera fue de nueve meses. La situación ya daba indicios de lo secundario que era la legitimidad y buen funcionamiento del Tribunal ante los intereses de políticos de cualquier signo, pero no fue tan dañina como el retraso de tres años en 2010. El limbo del 98 fue más corto y se debió a los habituales desacuerdos entre socialistas y conservadores sobre el número y perfil de los candidatos nombrados por cada partido. En cambio, el retraso de 2010 no sólo duró mucho más, alterando los ritmos de la institución, sino que además fue el resultado de una paralización pactada. No es que los partidos no se pusieran de acuerdo, es que acordaron saltarse el turno de renovaciones para congelar la composición del Tribunal, después de solicitar la recusación a tantos magistrados como pudieron, hasta que éste emitiera su sentencia 31/2010 sobre el Estatut de Catalunya. La ansiedad e incertidumbre sobre el resultado de esa sentencia hizo cómplices a ambos partidos en un boicot sin precedentes contra el funcionamiento y la imagen del Tribunal.

También fueron notorias en 2003 las declaraciones del Manuel Jiménez de Parga cuando, ya como presidente del Tribunal Constitucional, descalificaba las demandas de Ibarretxe comparándolas con el supuesto comportamiento de un imaginario Lehendakari de Oklahoma o cuestionaba el alcance de los derechos históricos de ciertas comunidades autónomas resaltando el denso pasado de su tierra natal reflejado en las fuentes de colores y las costumbres higiénicas de los granadinos de antaño. Semejantes declaraciones eran tan inesperadas como poco habituales y ruborizaron incluso a quienes compartían la misma opinión. Si bien el Tribunal irrumpió en la escena mediática con esas declaraciones, no puede decirse que lo marcaran como institución sistemáticamente politizada. Se trataba de la manera de hacer que podía descalificarle como juez ante la opinión pública, sin afectar al Tribunal en su conjunto.

El caso del Estatut marca un antes y un después porque puso de relieve que al Tribunal ya no sólo llegan denuncias de normas concretas, como derechos en pesca fluvial, gallinas ponedoras o incluso cuestiones sobre aborto y terrorismo. Por primera vez se trataba de una decisión sobre las reglas del juego político que afecta al conjunto del diseño autonómico y que los políticos no han sabido zanjar en tres décadas. Si bien la jurisprudencia del Tribunal Constitucional ha afectado decisivamente la configuración y desarrollo del estado autonómico, su impacto se ha producido de forma incremental a lo largo de treinta años. En esta ocasión, en cambio, se puso en manos del Tribunal la capacidad de mantener o cambiar el sistema autonómico en una sola sentencia. Si ese caso llegó al Tribunal es fácil pensar que otros temas irresueltos también podrían hacerlo. Una nueva ley electoral o una reforma del Senado, que también son cuestiones de reparto de poder, son candidatos seguros a litigio. De ahí que la politización del Tribunal no se acabe con la sentencia del Estatut y continúe de manera sistemática.

Por su parte, los magistrados del Tribunal Constitucional han dejado pasar la oportunidad de proteger la institución y limitar la politización a la que está sujeta. Cuando, para defender a su Presidente, decidieron que pertenecer a un partido político está permitido entre los magistrados, dieron a entender que el régimen de incompatibilidades políticas es más estricto para jueces de primera instancia que para los miembros del Tribunal Constitucional. Lo peor sin embargo es que han creado un precedente que invita a los partidos a nombrar a políticos en funciones en sucesivas renovaciones. En otras palabras, con esa decisión hecha para salir del paso, el Tribunal ha dejado la puerta abierta a que los magistrados sean elegidos como embajadores del partido que los nombra. Dadas las licencias que los partidos ya se han tomado contra el Tribunal Constitucional no veo qué será lo que les inhiba.

La autora agradece los comentarios y sugerencias de Argelia Queralt, Pau Mari-Klose y M. Angeles CapdevilaArgelia QueraltPau Mari-KloseM. Angeles Capdevila

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