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Todos los crímenes se cometen por amor (I)

Luisgé Martín

A finales del invierno de 2002, me sentí enfermo y desasosegado. Acababa de cumplir cuarenta años y tenía un exceso de trabajo que no dejaba de multiplicarse además con compromisos sociales, conferencias y encargos literarios. Mi médico de cabecera me hizo exámenes de todo tipo, pero no encontró ningún mal orgánico, de modo que coligió, con esa formulación deductiva que tanto gusta a los científicos, que padecía un estado depresivo psicogénico, lo que en lenguaje ordinario significa que tenía ansiedad, fatiga y desesperanza. Como mantengo con él una cierta amistad, me permití la confianza de contarle algunos pormenores de mi vida, que en aquella época no era en absoluto desdichada. Él, que conoce mi hipocondria, trató de tranquilizarme asegurándome que mi padecimiento era corriente y tenía fácil remedio: bastaría con que me tomase unas semanas de vacaciones para que los síntomas desaparecieran de inmediato. Deberían ser, eso sí, unas vacaciones en las que no hubiera obligaciones ni cargas distintas de las que el placer recomendase.

—No trates de aprovechar esos días para pulir una novela medio terminada o para escribir esos cuentos que según dices nunca tienes tiempo de comenzar y se te van pudriendo en la cabeza —me advirtió—. Si lo haces, la holganza medicinal no servirá de nada y regresarás con más ansiedad de la que tienes ahora.

Reflexioné durante algunos días acerca de todo lo que me había dicho y hablé de ello con mi esposa, quien, después de unos instantes de duda, me animó amorosamente a obedecer la recomendación clínica. Me confesó que también ella me encontraba desde hacía tiempo abatido y melancólico y que había llegado a pensar, afligida, que quizá la causa de todo ello era nuestra relación sentimental, relación que, aunque no atravesaba ninguna crisis, se había encaminado ya por los rumbos de la parsimonia y la costumbre que tarde o temprano gobiernan todos los matrimonios. Ella, que trabajaba en una agencia de publicidad, no podía tomarse vacaciones fuera de temporada, pero me invitó a que me marchara solo a algún lugar bucólico y soleado en el que recobrarme de mis tribulaciones. Me aconsejó, incluso, que viajara a la isla de Capri, de la que yo, que había estado allí hacía muchos años, antes de conocerla a ella, hablaba siempre con una especie de añoranza melindrosa.

Así pues, lo organicé todo apresuradamente para no aplazar más la curación que se me prometía. Reservé un vuelo a Nápoles, vía Roma, y un pasaje del ferry que une la ciudad con la isla. En un catálogo turístico, examiné los hoteles de Capri y elegí uno en la Marina Piccola, que era, según me parecía recordar de mi antigua visita, una zona idílica. Preparé dos maletas: una con ropa y artículos de viaje —cámara de fotos, neceser de aseo, botiquín— y otra, más pequeña, únicamente con libros, pues la lectura, que a juicio de mi médico no produce deterioro psicológico ni provoca ansiedad, era la única tarea intelectual que se me consentía. A finales de abril, por fin, me monté en un avión y puse rumbo a Italia, donde, si ningún contratiempo lo malograba, debía pasar dos semanas de paz completa.

En Nápoles, que es una de las ciudades en las que si fuera un hombre acaudalado me gustaría vivir por temporadas, pasé unas horas antes de embarcarme. Recorrí las callejas del Barrio Español y subí hasta el castillo de Sant’Elmo, desde donde se ve toda la ciudad y se admira la bahía. Comí unos espaguetis en una trattoria destartalada y compré unos dulces para llevarme a Capri. A última hora de la tarde, antes de que anocheciera, cogí el ferry, y, aprovechando que el tiempo era templado, me quedé en la cubierta para disfrutar de la belleza del paisaje durante el trayecto. En el rato que dura la travesía pude admirar, además de las vistas panorámicas de Nápoles y de la costa isleña, el encanto de una damita muy joven que viajaba sola y que, vestida un poco arcaicamente, a la moda antigua, paseaba también por la cubierta ensimismándose con el paisaje. Tenía poco más de veinte años, pero en el rostro se le notaba ya alguna de esas huellas de aflicción o de amargura que a los escritores nos seducen tanto, pues nos hacen creer que el individuo que las posee goza de un alma exuberante y oscura. La observé con discreción, sin atreverme a decirle nada, pero cuando llegamos a la isla, ya de noche, hice lo posible por coincidir con ella en la pasarela por la que se descendía al muelle e incluso por tropezarme con alguno de los bultos que arrastraba. Yo no había tomado ninguna decisión premeditada de engañar a mi esposa, ni tenía voluntad de hacerlo, pero es cierto que al decidir de común acuerdo que viajaría solo y que procuraría en esas dos semanas no respetar ninguna de la leyes o de las rutinas que comúnmente me esclavizaban y que en consecuencia me habían llevado hasta ese estado clínico de depresión psicogénica, según los médicos, consideré la eventualidad —o la fortuna— de que entre las distracciones de aquellas vacaciones libertinas pudiera haber un adulterio casual.

La damita era italiana, de Roma, y estaba en Capri por razones terapeúticas parecidas a las mías, aunque sus desdichas eran sin duda más colosales. Su novio, con el que llevaba prometida desde que los dos eran niños, había viajado a Turín para un asunto familiar en víspera de la boda que debía unirles para siempre, tres o cuatro meses antes de aquella fecha en la que nosotros nos conocimos en Capri. Pocos días después, desde Turín, le avisaron a ella de que su novio había muerto repentinamente de un ataque al corazón y de que además, como resultado de la muerte, había sufrido una caída terrible que le había desfigurado el rostro. Le prohibieron que acudiera a las exequias para evitar que se trastornara y la ingresaron durante una semana en una casa de reposo. La damita, como es fácil imaginar, tenía el corazón descuartizado por el dolor. Toda su vida se había encaminado a ese matrimonio. No conocía a nadie más ni se creía capaz de amar a ningún otro hombre que no fuera aquel que, ahora, yacía bajo tierra y era alimento de gusanos.

El mismo día en que salió de la casa de reposo, y a pesar de las prohibiciones que había recibido de los psiquiatras que la atendían, sacó un billete de tren y se fue a Turín para honrar la tumba de su novio muerto. Convencida de que en su vida no cabía ya ningún deleite, le robó a su padre una pistola vieja que guardaba en una gaveta con el propósito de abrirse el pecho de un disparo sobre la lápida de su enamorado, como si fuera Julieta ante el cuerpo exánime de Romeo.

La tumba de su novio no la encontró, pero en un café del centro de la ciudad, acompañando a una señorita que le hacía ternezas de amante, lo encontró a él, que tenía un aspecto mucho más saludable que el de los cadáveres. Atolondradamente, fue hasta la mesa en la que estaban dándose mimos y manoseándose y se quedó allí parada, sin voz, mirando con asombro las carantoñas que el espectro de su novio le hacía a la mujer.

Todo esto comenzó a contármelo en el taxi que me ofrecí a compartir con ella para llegar hasta su hotel, que estaba cerca de La Certosa, al sureste de la isla y no muy lejos de la Marina Piccola, donde yo me alojaría. Aceptó sin discutir y, en cuanto estuvieron cargadas las maletas en el vehículo, empezó a explicarme las razones por las que había viajado a Capri. Aunque mi médico me había ordenado que no tratara de escribir otra cosa que no fueran cartas vacacionales, supuse que no habría nada malo en tomar notas —mentalmente primero y en un cuaderno después, al llegar al hotel— de la desventurada historia de la damita, que, en el futuro, podría servirme para una novela.

El novio, al verla allí, al pie de la mesa en la que se estaba engolosinando con otra mujer, palideció hasta quedarse completamente blanco y sufrió un desvanecimiento. Cuando volvió en sí, desfallecido, se arrodilló ante ella, igual que los pretendientes antiguos, y le explicó con contrición todo lo que había ocurrido, que era, por lo demás, bastante banal. Al parecer, un año antes se había enamorado sin remedio de esa otra señorita que le acompañaba, y habían hecho planes de casarse en cuanto pudieran. Él, entonces, atormentado por la indignidad que cometía, buscó alguna reparación o algún arreglo que la consolaran a ella, a la mujer a la que después de tantos años abandonaba. Trató de enojarla con caprichos y con extravagancias fingidos para que fuera ella quien le repudiara, pero la damita le consintió todo sin rechistar. Se hizo propósito, luego, de confesarle el enredo, pero le faltó el valor. Al fin, aconsejado por algunos familiares, decidió simular su muerte y desaparecer de Roma, creyendo que para ella sería más fácil seguir viviendo con el fantasma de un novio difunto que con el de un novio infiel y desleal. Lo había hecho, en consecuencia, por su bien.

La damita, con una frialdad sobrecogedora, sacó un pañuelo de su bolso, se secó con él las lágrimas que se le habían helado en el párpado, y luego, al abrir de nuevo el bolso para guardar el pañuelo, cogió impasible la pistola y le disparó en el medio de la frente al hombre, que aún continuaba arrodillado suplicando. A continuación, mientras le veía desplomarse ensangrentado, dio un paso al frente y descargó el resto de las balas del revólver —cinco— en el cuerpo de la señorita. Después salió del café y anduvo por las calles de Turín hasta la medianoche.

Resulta evidente que no es muy juicioso tener tratos con una mujer así, pero a pesar de eso me enamoré de ella aquella misma noche, en la terraza de un restaurante al que fuimos a cenar después de deshacer los equipajes, cada uno en su hotel, y de asearnos. Ella, por su parte, tenía en aquellos días tanta necesidad de afecto que se echó en mis brazos sin que yo pusiera demasiado esmero para lograrlo, y se habría echado —nunca me engañé respecto a esto— en los de cualquiera que la hubiese escuchado, como yo, con celo y con paciencia. El hecho cierto, en cualquier caso, es que esa noche durmió en mi hotel, en mi propia cama, y que por la mañana, cuando tomamos el desayuno en el balconcillo de la habitación, desde donde se veía el mar, le juré con solemnidad, igual que si fuera un adolescente, que la amaría siempre. En descargo de mi desvarío sólo puedo invocar su hermosura, que era, como queda probado en todas las fotografías que le hice, extraordinaria.

Después de ese desayuno en mi habitación, ella regresó a su hotel para tomar los narcóticos y los brebajes que sus médicos le habían prescrito y para reposar el resto del día. Yo seguí durmiendo durante un rato, agotado por los amoríos de la noche, y luego pedí un taxi para que me llevara hasta los farallones, que son, como sabe cualquier turista que haya estado en Capri, el rincón natural más majestuoso de la isla. Allí me entretuve en cavilaciones acerca de la inconstancia de los sentimientos, de las mentiras que a veces construimos para seguir viviendo y de la traición. En un cuadernillo pequeño que siempre llevo conmigo, como herramienta de escritor, anoté algunas reflexiones sentenciosas que, según me pareció entonces, podrían llegar a servirme para una novela.

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