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Sobre este blog

Carlos Elordi es periodista. Trabajó en los semanarios Triunfo, La Calle y fue director del mensual Mayo. Fue corresponsal en España de La Repubblica, colaborador de El País y de la Cadena SER. Actualmente escribe en El Periódico de Catalunya.

Brasil y Turquía: dos protestas distintas, pero ambas de clase media

Manifestación contra el aumento de la tarifa de autobús, en Sao Paulo, este martes. / Efe

Carlos Elordi

Hay un punto en común entre las protestas que se están produciendo en Brasil y en Turquía: sus principales protagonistas forman parte de la nueva clase media que se ha creado como consecuencia del gran crecimiento económico que ambos países han registrado últimamente, y sobre todo en la última década. Y aunque sus principales reivindicaciones son distintas, ambas expresan una ambición muy similar: la de que el poder político, muy afianzado, al menos hasta el momento, tanto en el caso turco como en el brasileño, dé plena carta de naturaleza a esta clase que prácticamente no existía hasta hace muy poco y cuyas demandas ya no coinciden con las de los sectores más pobres de la población.

En Turquía, la reivindicación ecológica, la defensa de un espacio verde como el parque Gezi –banderín de enganche inicial de las concentraciones de Estambul- está a un nivel superior respecto de las más básicas. Tiene un carácter estrictamente urbano y refleja un nivel de conciencia ciudadana que, normalmente, solo se da en sectores sociales que tienen más o menos cubiertas sus necesidades económicas elementales. Otras demandas de los manifestantes turcos expresan el hastío de una parte de la sociedad, la más moderna, hacia la islamización creciente y hacia la intolerancia, religiosa y de las costumbres, que impone el régimen presidido por el primer ministro Tayip Erdogan. Y también responden, por tanto, a una sensibilidad social no sólo laica, sino también avanzada.

En las ciudades brasileñas, empezando por Sao Paulo, la chispa ha sido el aumento del 20% en el precio de los transportes públicos. Pero inmediatamente detrás han llegado las denuncias por el gasto excesivo –que dobla los presupuestos iniciales– de los preparativos del campeonato mundial de fútbol de 2014 y de los Juegos Olímpicos de 2016, así como las reivindicaciones de mayor gasto en vivienda, sanidad y educación. Y, también, la corrupción, que a pesar de los intentos, tanto de Lula da Silva como de Dilma Rouseff, sigue campando libre por el país. Todas las crónicas coinciden en que la mayoría de los manifestantes son estudiantes o técnicos y profesionales jóvenes. Es decir, de gente que tiene una ocupación y que no está acuciada por el paro.

Los analistas brasileños no dudan en atribuir las manifestaciones a una reacción de lo que allí se llama la clase “C”, es decir, a la clase media baja, nacida del formidable crecimiento que la economía brasileña ha venido registrando hasta 2011. Se cree que buena parte de los manifestantes son hijos de campesinos que huyendo del hambre de las zonas rurales, emigraron a las ciudades en las últimas dos décadas, como mucho, y que, gracias los trabajos estables que en ellas encontraron, han alcanzado un cierto nivel de bienestar económico y de consumo –que en Brasil crece de forma exponencial– y, además, han logrado que sus hijos estudien.

La protesta de esos jóvenes, o no tan jóvenes, no es por tanto la de los habitantes de las favelas, ni la de los estados más pobres del país, particularmente los del norte. Mejorar la suerte de esas decenas de millones de brasileños postergados hasta extremos sólo comparables a los africanos, ha sido uno de los principales objetivos de la política de Lula y también de Dilma Rousseff. Y sus resultados han sido extraordinarios: según los cálculos oficiales, 37 millones de personas han dejado de ser estadísticamente pobres en la última década.

Pero los gobiernos del izquierdista Partido del Trabajo parecen no haber atendido suficientemente los intereses de la nueva clase “C”. Y los problemas económicos que Brasil está sufriendo desde hace dos o tres años, unidos al derroche de los fastos deportivos, parecen estar agravando la inquietud de esos sectores. En 2010, último año de Lula, el PIB brasileño creció un 7,5 %; en 2011, un 2,7 %, en 2012, un 0,9 % y para este año se espera una subida del 2,9 %. La inflación crece a un inquietante 6 %, la moneda se está debilitando y los capitales extranjeros se muestran cada vez más renuentes a invertir en el país. El Gobierno atribuye buena parte de esos males a la crisis económica que padece Occidente, que están limitando las exportaciones de productos brasileños. Los economistas no vaticinan una crisis de proporciones más serias. Pero el gobierno tiene cada vez más limitada su capacidad de acción social. Y la clase “C” no quiere ser la perdedora del entuerto.

Aunque últimamente ha perdido un 8 % de popularidad, Dilma Rousseff sigue gozando del apoyo del 57% de los votantes, lo cual excluye la posibilidad de cualquier cambio político importante en el futuro a medio plazo: los pobres o semi-pobres de Brasil siguen estando con ella.

Tras años de crecimiento, aunque no tan espectacular como el brasileño, la economía turca sigue yendo bien, aún apoyándose demasiado en la construcción. Y la fortaleza política del Tayip Erdogan sigue siendo también muy grande. Las enormes, muy pobladas y muy religiosas zonas rurales de Turquía siguen apoyándole, como se ha visto en estos días, cuando el primer ministro ha recurrido a los baños de masas en el campo para contrarrestar la protesta de las ciudades.

Erdogan volverá a ganar las elecciones, dicen todos los analistas. Pero la pregunta que cabe hacerse tras las manifestaciones –que continúan, a pesar de que están siendo reprimidas cada vez con más dureza– es qué futuro tiene a medio plazo un proyecto islamista como el suyo, si concita el rechazo de los sectores sociales que han nacido del bienestar económico que ese régimen ha propiciado. Y una incógnita muy parecida podría formularse en relación con Brasil.

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Carlos Elordi es periodista. Trabajó en los semanarios Triunfo, La Calle y fue director del mensual Mayo. Fue corresponsal en España de La Repubblica, colaborador de El País y de la Cadena SER. Actualmente escribe en El Periódico de Catalunya.

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