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El mercado eléctrico: otra desgracia para trabajadores, pensionados y parados

Economistas Sin Fronteras

Rodolfo Rieznik —

La última reforma eléctrica formulada por el Gobierno en los primeros días de julio propone la liberalización definitiva de la tarifa eléctrica y los españoles pagaremos por la electricidad el precio que el sector nos imponga. Sólo admitirá como tarifa regulada un “bono social eléctrico” para familias numerosas de un mínimo de cinco personas que ingresen conjuntamente menos de 34.689 euros. El precio de la electricidad ha subido para la mayoría de los consumidores un 65% desde 2008. Según Eurostat, creció un 42% más que la media de los 27 de la UE y es el más alto después de Malta. Es una desgracia añadida a la capacidad de gasto de los ya saqueados bolsillos de los trabajadores, parados y pensionados.

Hasta ahora, el precio de la energía eléctrica estaba regulado, entre otros motivos, para facilitar un acceso más económico, que no universal, a los ciudadanos. Ahora bien, aun cuando el precio final estaba regulado, la fijación inicial del mismo por las empresas estaba liberalizado. La diferencia entre el precio regulado con el liberalizado, más otra serie de costes reconocidos de índole sectorial, económica y social, han ido conformando anualmente y desde 2003, años después de la liberalización o desregulación del sector en 1997, el llamado déficit de tarifa eléctrico. Éste suma 26.000 millones de euros, equivalente a un cuarto del déficit público total anual, y es otro escándalo económico que, como la burbuja inmobiliaria-bancaria, lo están soportando los más vulnerables de la sociedad. Los ciudadanos, y más en proporción los que menos ingresos tienen, pagan el déficit o bien a través de la subida continua de las tarifas de la electricidad o vía impuestos o bien indirectamente por los recortes compensatorios del gasto público.

Por el contrario, las empresas, en particular las grandes del sector, no han sufrido: entre otras ayudas, se les ha reconocido el déficit en forma de títulos garantizados de deuda pública que van colocando e ingresando en efectivo periódicamente.

Explicar detalladamente el déficit de tarifa tiene alguna complejidad, aunque es posible abordarlo de una forma comprensible. Además, es necesario hacerlo porque en el fondo del problema, y entendimiento del mismo, está el enorme fracaso del mercado eléctrico creado en 1997.

El coste de la energía eléctrica es el resultado de sumar los costes fijos, de inversión fundamentalmente, en generación, transporte, distribución y comercialización, y los costes variables, especialmente, de los combustibles primarios para generar los kWh que satisfacen la demanda. Esa es la cadena de valor que explica el precio de un kWh, la unidad de energía eléctrica y que, como en todos los bienes de una economía capitalista, recoge también el beneficio del empresario. Ahora bien, en el caso del sector eléctrico, a diferencia de otros, al tratarse un bien necesario, la venta es firme y no a riesgo, como en la mayor parte de los productos que se comercializan. Aunque el precio y la rentabilidad incluida en el mismo se “forme” en un teórico mercado, los ingresos son seguros. Los clientes son casi cautivos.

Con la imposición de políticas neoliberales en la economía mundial, en la última década del siglo XX se han ido imponiendo en el sector eléctrico marcos desregulatorios, ausencia del Estado, a la vez que se han “creado” y difundido los llamados mercados eléctricos. En España, desde 1997, el precio del kWh es el resultado de las subastas, ofertas y demandas que las compañías eléctricas generadoras y distribuidores y/o comercializadores se cruzan en el llamado pool eléctrico o mercado libre. Por razones fundamentalmente de interés económico y social y, también de estado, que más adelante comentamos, el precio de la energía eléctrica estaba, hasta ahora, parcialmente regulado y la tarifa final pagada por los consumidores no era la que surgía del mercado.

En cualquier caso, en el sector eléctrico no hay realmente un mercado. No había, ni los hay hoy, suficientes agentes en el mismo para que, como argumenta el lenguaje de la economía convencional, los precios sean la consecuencia del libre juego de la oferta y la demanda. Las empresas que producen y distribuyen no sólo son pocas, son las mismas y no actúan como precio “aceptante”, sino que suelen imponer los precios del kWh.

Además, todos los generadores cobran el precio marginal del mercado, esto es, el de la última unidad producida y ofertada, aun cuando el coste variable de generación pueda ser cero, como sucede con la generación hidráulica. No son muchos, todos “se conocen” y con frecuencia tienen capacidad de maniobrar para que la última unidad en ofertar sea la más cara y todas sean retribuidas al precio más alto. Es decir, se producen precios de monopolio que se garantizan a través de una curva ficticia de un mercado libre y competitivo inexistente.

El segundo absurdo, en relación al sinsentido de la ficción del mercado eléctrico, se refiere al conjunto de singularidades que en forma de servidumbres caracterizan al sector eléctrico. En primer lugar, la producción de electricidad necesita el concurso de una energía primaria para “empujar” o generar el flujo de electrones que conforman la corriente eléctrica.

Las energías primarias pueden ser renovables o no. El viento, por ejemplo, que mueve los molinos, aerogeneradores cuando sirven para producir energía eléctrica, lo es. Pero hay energías primarias, como las térmicas, y no en todos los casos, que requieren de una combustión de recursos naturales, fósiles, para ser producidas: petróleo, gas, carbón, etc. Éstos son los que la naturaleza dispone y el consumo, en la medida en que no puedan reponerse, los va agotando. Los países no disponen en la misma cantidad, lógicamente, de recursos naturales energéticos: en los extremos los hay con enormes excedentes y otros que no tienen nada. España tiene un nivel de dependencia energética del 84%, es decir los importa en esa proporción para la generación de energía.

Además, por razones técnicas, la inversión en potencia eléctrica, esto es, en instalaciones generadoras, debe corresponderse con la demanda máxima requerida por un sistema eléctrico, aun cuando no siempre es necesario su funcionamiento. Por la noche, las industrias no trabajan y la curva de carga, de demanda energética, baja significativamente. La energía no se puede almacenar y no se puede transmitir de forma virtual, lo que obliga a tener una red interconectada entre la generación y el consumo. Para que el sistema eléctrico no se dañe, es decir, no se corte o se interrumpa, la producción y la demanda deben estar compensadas.

Así, la generación debe empatarse con la carga, la demanda, en todo momento. En parte, esas singularidades o servidumbres, relacionadas con la seguridad técnica, la independencia energética y la confiabilidad del servicio, están económicamente reconocidas por el Estado y no están sujetas, ni puede ser el mercado el que las asuma. Y se pagan sí o sí; son los llamados peajes regulados: esto es, los costes de inversión en generación disponible, de distribución, de comercialización, las energías renovables, el transporte, el suministro a las islas, etc. Incluso al sector se le siguen reconociendo los costes de inversión en que incurrió cuando no estaba liberalizado.

Finalmente, la energía eléctrica está en la base “técnica” del sistema económico: es imprescindible para mover las máquinas y herramientas de la industria y el comercio, y es necesaria para el confort más elemental de las personas. La productividad de la economía descansa en una combinación adecuada entre energía y trabajo humano. Todas estas consideraciones explicaron durante muchos años el predominio de lo público en el sector eléctrico y justificaron una regulación estatal cuasi completa, incluso de la planificación energética de medio y largo plazo, y que, además, asegurara un suministro universal de energía de calidad, confiable y a precios razonables. Los defectos se corregían con una mejora de la planificación y los excesos, fundamentalmente en forma de grandes beneficios, cuando se producían se redistribuían, al ser empresas públicas, a otros sectores con déficit, como por ejemplo el de la minería.

Los ciudadanos entienden, y quieren, que el servicio eléctrico esté garantizado y el acceso al mismo sea un derecho, así como una obligación del Estado el suministrarlo. Dejar que el mercado, a través de los precios y con la libre actuación de los agentes por la vía de la oferta y la demanda, sea el que resuelva esa enredada maraña es un despropósito.

Este artículo refleja exclusivamente la opinión de su autor.

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