Desdeelsur es un espacio de expresión de opinión sobre y desde Andalucía. Un depósito de ideas para compartir y de reflexiones en las que participar
Cansancio
“Agotado. Reventado. Desbordado. No me da la vida. No puedo más”. Hablaba Isaac Rosa hace unos días de esas frases que tanto oímos, muy a menudo pronunciadas por nosotros mismos. Me pareció un texto precioso, seguramente porque me tocaba en lo hondo. Yo también estoy cansado. Yo también he pronunciado la última de esas frases demasiadas veces a lo largo del año, especialmente difícil en mi entorno familiar.
Estoy cansado, y a eso se suma el temor de que el cansancio propio acabe por arrastrar a quienes precisamente nos sostienen, que además arrastran su propio cansancio: el de la incertidumbre laboral, el de un horizonte vital asendereado que se cierra cada final de mes, el de un futuro borroso para los hijos, el del lunes cuando suena el despertador y sabemos que vamos a poner a girar la máquina de este capitalismo agotador, y que en eso consiste todo: en que gire y gire, porque si se detiene, caemos, pero si nunca caemos, al final desfalleceremos de puro cansancio. O moriremos en nuestro puesto de teleoperadores, sin que los compañeros se atrevan siquiera a parar. O nuestros jefes en Unicaja nos llevarán antes al suicidio.
Esos libros ofrecen la vía ficcional de solucionar un problema colectivo mirándonos el ombligo, y de forma paradójica en eso radica su éxito: como no solucionan nada, como seguimos cansados, sus lectores compran otro más, por si acaso así dan con la clave.
“No me da la vida. No puedo más”. ¿Cómo hemos llegado a naturalizar ese tipo de expresiones? Algunas pistas las da Belén Gopegui en su último ensayo, El murmullo, que ando leyendo en estos días a un ritmo, claro, menor del que querría. No es un libro sobre el cansancio, o quizás sí lo sea en el fondo, aunque aquí se llegue a llamar “desesperación silenciosa leve”. El murmullo analiza, con esa perspicacia que caracteriza a su autora, un género narrativo muy particular, un género, de hecho, que podríamos enmarcar en la ficción: el de los libros de autoayuda. Esos libros ofrecen recetas individuales y estandarizadas a un malestar de raigambre social. Esos libros ofrecen la vía ficcional de solucionar un problema colectivo mirándonos el ombligo, y de forma paradójica en eso radica su éxito: como no solucionan nada, como seguimos cansados, sus lectores compran otro más, por si acaso así dan con la clave, que en realidad no es otra (mucha más complicada y exigente) que la de la de “organizarse colectivamente en abierto conflicto con el orden dominante”.
El libro que sí aborda directamente ese cansancio, el libro que experimenta con detener ese despertador de cada lunes, es Gozo. En esta bellísima crónica, Azahara Alonso cuenta cómo durante un año paró el reloj del capitalismo en la isla maltesa que de manera profética da título al libro. Un año en el que deja de ser productiva, según esos baremos que nos llevan al “no me da la vida, no puedo más”. Y resulta una experiencia desconcertante para la propia narradora porque descubre, aunque también lo diga con otras palabras, que en efecto, estaba muy cansada. Demasiado.
Yo quiero cansarme, un cansancio voluntario, un cansancio que me haga llegar al final del día exhausto por haber exprimido todo lo que la vida tiene de importante y que nunca, nunca, se encuentra en los límites de nuestro horario laboral.
Eso mismo le ocurre a la protagonista de Mi año de descanso y relajación, la muy perturbadora novela de Otessa Moshfegh. La gran diferencia aquí, como siempre, es el dinero. Con el dinero la narradora se puede permitir ese año, y los que quisiera, “de descanso y relajación”. Sin embargo, su cansancio ha alcanzado una dimensión tan solipsista que, como en los libros de autoayuda, le vuelve incapaz de mirar a su alrededor. Por eso toma una decisión extrema: pasar un año durmiendo, de manera literal, para lo que se procura una ingente reserva de narcóticos.
Esa sería la última de mis opciones frente al cansancio. Yo quiero cansarme, siempre quiero cansarme, un cansancio voluntario, un cansancio que me haga llegar al final del día exhausto por haber exprimido todo lo que la vida tiene de importante y que nunca, nunca, se encuentra en los límites de nuestro horario laboral. Yo también quiero parar, pero no narcotizado, sino pletórico de vida, de amor y de comunidad. Y como yo, seguramente las compañeras y compañeros que tendrán que cerrar la edición para que entre esta columna.
El cansancio, sí, es una cuestión política.
0