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Capitán, es lunes

EFE/Armando Escobar

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Cada miércoles en la cena hacemos la misma broma, ya convertida en tradición familiar: yo me siento a la mesa al final de un día intenso, resoplo, me sirvo un vino y exclamo: “Uf, vaya semanita”. A lo que mis hijas responden al unísono: “¡Capitán, es miércoles!” Hacemos nuestro ese meme que una cuenta de Twitter repite cada miércoles y miles de personas comparten: una viñeta de Hergé a la que alguien cambió el texto de los bocadillos para que el capitán Haddock y Tintin tengan ese mismo diálogo: “What a week, huh?”. “Captain, it’s Wednesday”.

También te digo que algunas semanas se nos hacen tan cuesta arriba que adelantamos la broma al martes. Y que hay lunes tan, tan exigentes que valen por toda una semana: “Capitán, es lunes”. Sobre todo en este junio al que llegamos todos, adultos y niños, cabeceando desfondados, y viéndole ya el final, al menos a los horarios y rutinas escolares que tanto tensan a las familias, y con la esperanza de que el verano traiga no solo vacaciones sino también otro ritmo, correr un poco menos, aflojar.

A cualquiera que preguntes estos días de junio cómo está, te responderá lo mismo: cansado. Algunos suben de grado su cansancio: agotado. Reventado. Desbordado. No me da la vida. No puedo más. La sensación generalizada de que, igual que para seguir consumiendo y contaminando necesitamos más de un planeta, para vivir necesitamos más de una vida porque la disponible ya la hemos gastado a estas alturas del año, igual que las fuerzas para toda una semana se nos agotan el miércoles, o algunos lunes. Es el trabajo que lo invade todo, pero no solo el trabajo, también la exigencia de productividad y rendimiento aplicada a todos los ámbitos de la existencia, y la vida en pantalla, la economía de la atención, el FOMO permanente, y la incertidumbre y las muchas ansiedades políticas e informativas, y el déficit de recursos públicos para resolver tantas necesidades, y la falta de formas de apoyo mutuo para no quedarnos a solas con nuestro agotamiento, y un etcétera que puedes seguir llenando tú misma.

Hemos naturalizado todo ese cansancio y ese desborde, lo asumimos como inevitable, inmodificable, hasta bromeamos con él: what a week, huh? Cada uno encuentra explicación para su propio “no puedo más”: es que tengo mucho trabajo. Es que me he quedado sin trabajo. Es que soy autónomo. Es que tengo niños pequeños. Es que tengo un familiar enfermo. Es que me he separado. Es que es una mala racha, un mal año, una mala década. Todo explicaciones individuales, para las que por tanto buscamos soluciones individuales, que nunca son suficientes, porque a poco que logres tapar una vía de agua, se te habrán abierto otras. Y por supuesto, como en todo, hay mucha desigualdad en el cansancio, va por barrios, por clases y por género, no todos estamos igual de cansados, hay poder adquisitivo en el agotamiento.

A falta de respuesta colectiva, cada uno se alivia, se repara o se consuela como puede. Y cada uno fantasea con su propio freno de emergencia: un trabajo mejor. Dejar ese trabajo. Dejar de trabajar. Encontrar el negocio del siglo, vender millones de ejemplares. Ganar la lotería. Vivir con menos. Irse al campo. No sé cómo se hace, pero tenemos que politizar todo ese cansancio y ese desborde, antes de que el malestar reviente por otro lado. Como cantaba Battiato, “No sirven tranquilizantes o terapias / Se quiere otra vida”.

Por traerlo a nuestro presente electoral, precisamente el viernes escuché a la vicepresidenta y candidata de Sumar, Yolanda Díaz, proponer una nueva “ley de usos del tiempo” para acabar con las “jornadas infinitas” en el trabajo y que no vivamos sometidos “al tiempo voraz y deshumanizado de la economía”. Insisto en que nuestro cansancio no es solo laboral, pero por ahí debemos empezar, sí. Sostiene Díaz que hay que “actualizar” el modelo horario actual del siglo XIX “basado en las 8-8-8 horas”, superarlo, ir más allá, trabajar menos, ganar tiempo, vivir mejor. En realidad muchos nos conformaríamos con que se cumpliese el viejo 8-8-8. Ojalá trabajar solo ocho horas, cuando lo laboral se derrama por todas las horas del día. Quién pillase esas ocho horas de descanso. ¡Y ocho horas para hacer lo que uno quiera, o no hacer nada!

Tendremos que corear la canción de los obreros estadounidenses de 1886 que cita Jenny Odell en su ensayo Cómo no hacer nada. Venga, cantad conmigo:

Queremos cambiar las cosas;

estamos muy cansados

de trabajar por nada,

para sobrevivir a duras penas:

sin tiempo para pensar.

Queremos que nos dé el sol,

queremos oler las flores,

sabemos que Dios lo quiere

y por eso pretendemos

ocho horas trabajar.

Unamos nuestras fuerzas

en tiendas y en talleres,

también en astilleros:

trabaja ocho horas,

descansa otras ocho

y otras ocho haz lo que quieras.

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