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Violencia callejera y madurez democrática
Tal vez sea cuestión de madurez democrática pero este miércoles no fue el monarca, sino el presidente del Gobierno en funciones quien ocupó la pantalla de los españoles para transmitir la respuesta de Estado ante la situación crítica que el Estado está viviendo. La empresa no era fácil; el momento, funesto. Caminaba Pedro Sánchez sobre una cuerda fina. En campaña electoral, complicado que cualquier gesto por su parte no se interpretase como un intento de sacar rendimiento electoral, gesto que, probablemente, hubiera sido mal recibido por el conjunto de la ciudadanía por madurez democrática.
Y es que es cuanto menos moralmente cuestionable tratar de sacar réditos electorales, como algunos harán sin duda en los días y semanas venideros, del miedo, la frustración, el hartazgo y la desesperanza de millones de españoles y catalanes ante la situación actual y el cariz violento que está tomando. El momento reclama altura de miras, una visión de Estado, madurez democrática, que permita, al menos, trazar líneas rojas. Sánchez trató de estar a la altura condenando la violencia y conminando a todos los poderes con legitimidad democrática, empezando por el propio Torra, a que hiciera lo mismo. Trató de estar a la altura informando de que antes de dirigirse a la ciudadanía se había reunido con el resto de fuerzas políticas para pedir esa respuesta unitaria de condena. El tiempo dirá cómo juzgan su intento.
La situación sí requería, a mi entender, que quien tiene aún encomendada la tarea del Gobierno de la nación no quedara impasible ante los acontecimientos y la irrupción, por tercer día consecutivo y sin visos de parar (“hemos comenzado un camino de no retorno”) de la violencia callejera. Lo necesitaban quienes querían expresar un deseo de manifestarse pacíficamente para manifestar su indignación ante la sentencia del Supremo, y viven con horror cómo grupos de radicales se apropian y resignifican su gesto. A ellos se dirigió Sánchez para recordarles que están en su derecho cuando ejercen el derecho de manifestación, que la Constitución les reconoce y que compete a las fuerzas del orden amparar.
Lo necesitaban quienes, desde el bando contrario, están hastiados con el independentismo y ven cómo a los paros en cercanías, cortes de carreteras y cancelación de vuelos se suman ahora las barricadas, la quema de coches y el desorden generalizado. A ellos Sánchez les prometió que la aplicación de la ley, con las garantías de un Estado de derecho, les devolvería pronto la calma y una normalidad que, ante la situación y la profunda brecha en la sociedad catalana que el Procés ha provocado llevándose amistades y familias por delante, sólo puede ser relativa.
Lo necesitaban quienes desempeñan la difícil tarea de mantener el orden sin perder la calma en momentos de crispación máxima, las fuerzas de seguridad, a quienes Sánchez dedicó las primeras palabras de agradecimiento encomendándoles además la más difícil tarea: no entrar en la provocación, no ofrecer mártires a la causa, no regalar imágenes con respuestas desproporcionadas que luego circularían por el mundo entero. Que las primeras noches de disturbios se saldaran con casi igual número de asistencias sanitarias a manifestantes y a fuerzas policiales demuestra que de momento esas fuerzas están ejerciendo esa autocontención, expresión, también ésta, de madurez democrática. Ojalá que no les venza la fatiga.
Consecuencias
En todo caso parece que la irrupción de expresiones violentas marca un antes y un después en el movimiento independentista, un movimiento que, desde el principio se quiso deliberadamente pacifista. Y que dos serán las consecuencias más previsibles. En primer lugar, es posible que muchos independentistas y grupos de la sociedad civil sientan un rechazo profundo hacia las manifestaciones violentas y que esto genere, como está empezando a suceder, fracturas en el seno del movimiento que se salden con su debilitamiento. Por otro lado, es casi inevitable que la violencia no genere más violencia y no invite a una espiral de odio que tense cada vez más la situación y haga cada vez más difícil el diálogo y la solución política de un problema que en esencia lo es y sólo como tal puede ser resuelto. Pues ni las sentencias, por moderadas que pretendan ser, ni las fuerzas del orden, por moderadas que logren ser, pueden ser la respuesta a la situación de Cataluña. Requiere madurez democrática entenderlo de una vez por todas.