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Mi cuestión personal con Kenzburo Oé

Imagen de julio de 2012 del premio Nobel de Literatura Kenzaburo Oé. EFE/Everett Kennedy Brown

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Tres décadas antes de que a Kenzaburo Oé le concedieran el Premio Nobel, y cuando no había cumplido los treinta años, publicaba Una cuestión personal, la que para muchos sigue siendo su obra maestra. Seguramente lleva razón el escritor Gonzalo Torné cuando la califica como “la mejor novela existencialista jamás escrita”, pero también cuando añade que “no condensa la amplitud de los poderes literarios de Oé”.

Ni siquiera Yukio Mishima, la gran figura de la cultura nipona en la época, lo dudó: Oé llegaría más lejos que él, aunque, a su juicio, y ya que hablamos de novelas existenciales, a Mishima le sobraba el final de Una cuestión personal. Le resultaba demasiado edulcorado, fuera de tono, de pronto encajado a la fuerza en el molde de los valores convencionales, cuando precisamente toda la obra transpira amoralidad.

Oé publicó esa novela en 1963, después de que naciera su hijo Hikari, al que se planteó dejar morir de inanición. Así, sin más. De hecho, eso es exactamente lo que trató de hacer en los primeros días de vida de Hikari. No soportaba la deformidad de su cráneo (una hidrocefalia con diagnóstico de autismo, por demás). Sin embargo, mientras se documentaba para un reportaje sobre las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, entrevistó a un doctor que llevaba años tratando a pacientes con secuelas de la radiación o nacidos con malformaciones provocadas por ella. Ese doctor le convenció para que no dejara morir a su hijo. Es el proceso que aborda Una cuestión personal.

A mí Oé me obsesionó durante una época muy larga, y le di muchas vueltas hasta entender ese empecinamiento. Yo quería viajar a Japón, quería conocer el valle donde estaba la aldea en la que nació, quería entrevistarlo como fuera

Años después de la publicación de la novela, Oé intentaba desentrañar algunas claves de su infancia, transcurrida en una minúscula aldea, hoy desaparecida, de la isla de Shikoku. Comenzó a cartearse con un amigo de la época, ahora preso por lo que parecía un asesinato machista. En una de esas cartas, ese antiguo amigo le viene a decir que Mishima llevaba razón, pero no hacía falta reescribir ni eliminar el final. Bastaba con suprimir unas cuantas frases muy concretas, que él mismo le señalaba, de los últimos párrafos. El resultado, sin lugar a dudas, era todo un hallazgo. El final se convertía con esos mínimos arreglos en la gélida punzada que durante toda la novela te atravesaba de manera tan incómoda. Era, en efecto, mucho más coherente con el tono y la historia de toda la novela. Y aun así, Oé, que no dudaba en reelaborar sus propios escritos, jamás ha cambiado una coma de Una cuestión personal.

A mí Oé me obsesionó durante una época muy larga, y le di muchas vueltas hasta entender ese empecinamiento. Yo quería viajar a Japón, quería conocer el valle donde estaba la aldea en la que nació, quería entrevistarlo como fuera. Lo quería saber todo de él. Y por suerte, el diario El País dio en entregas una correspondencia pública entre él y Vargas Llosa, que aún guardo recortada en alguna de sus novelas. Me descargué conferencias que había pronunciado en universidades de Estados Unidos, me leí sus crónicas, entrevistas, escritos más personales.

Descubrí que su hijo fue operado, pero que eso no le libró de una discapacidad visual permanente, retraso en el desarrollo, epilepsia y limitaciones físicas. Eso sí, gozaba de un oído excepcional e imitaba los cantos de los pájaros con precisión inaudita. Sus padres le hacían escuchar grabaciones de cantos de pájaros y luego el niño los reconocía e imitaba en los paseos por el bosque. Pero llegó un día en que Hikari, subido a los hombros de su padre, cuando reconoció uno de esos cantos, no se limitó a imitarlo. Nombró en voz alta la especie del pájaro. Fue su primera palabra. Por un momento Oé no supo qué hacer. Se quedó paralizado. Nunca antes había salido una sola palabra de la boca de su hijo. Entonces decidió continuar como si nada, comportarse de manera natural y seguir con el paseo. Ahora yo creo que entiendo por qué Oé nunca quiso cambiar el final de Una cuestión personal.

Sin truculencias ni efectismo, sin tremendismo impostados, Oé nos hace gozar y descubrirnos como seres humanos harto complejos

Ese final almibarado es en realidad una trampa, pues expresa lo contrario de lo que la literalidad de sus palabras podría hacernos creer. La novela es la lucha de un hombre joven contra la moral de su época. De ese modo, el tono optimista y de aceptación de ese final encierra una claudicación, una derrota en toda regla: asumir la moral que ha negado durante toda la obra, lo que le convierte en un hombre adocenado. La paradoja es terrible: abrazar el camino de la supuesta felicidad supone una renuncia. Ni Dostoyesky llegaba a eso.

Algo de todo ello se puede entresacar de las que, estas sí, constituyen su díptico maestro: las novelas El grito silencioso y Cartas a los años de la nostalgia, escritas con treinta años de diferencia, y en donde la una reelabora o niega pasajes de la otra. Son crudas, oscuras, desoladoras, hipnóticas, lo que solo aumenta el misterio en torno a la prosa de Oé: cómo convierte todo eso en una lectura luminosa, alumbradora, casi feliz, diría. Cómo es posible que nos haga transitar por las ponzoñas y tinieblas de nuestra condición para después salir agradecidos. Sin truculencias ni efectismo, sin tremendismo impostados, Oé nos hace gozar y descubrirnos como seres humanos harto complejos. Lo he leído a fondo, y aún no puedo decir cómo lo consigue, pero sí que eso es precisamente lo que le convierte en uno de los mayores escritores del siglo XX.

Insisto: son lecturas luminosas, todo un milagro. De hecho, Hikari Oé es hoy día un notable compositor de música clásica. Quiero pensar que nos dejará el consuelo de componer una de sus piezas más hermosas en memoria de su padre, que el pasado día 3 murió, aunque la noticia solo llegó hace unos días. Únicamente espero que también me haga salir feliz y agradecido de visitar las peores profundidades.

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