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Distraídos

Elías Bendodo con el Manual de ocupación ilegal

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Desde hace tiempo se han empeñado en instalarme una alarma. La pertinacia de los vendedores es indesmayable. A toda costa tratan de convencerme de las ventajas de colocar en lugares estratégicos cámaras que rastrean los movimientos, una idea que me inspira más inquietud que seguridad. Llaman a traición con embaucadoras sugerencias cuando estoy traspuesta en la sobremesa, buzonean, me cortejan en los grandes almacenes, y he vivido una pesadilla de película de terror con el asedio de una compañía telefónica que incluía una alarma fabulosa en su oferta. No la quiero por la sencilla razón de que no la necesito. Pero es que, además, hemos hecho una reforma reciente y aún atravieso la fase de la ilusión del estreno, incompatible con que me agujereen el vestíbulo y arruinen el papel pintado efecto rafia. Eso también cuenta.

El consejero andaluz de la Presidencia, Elías Bendodo, blandió hace una semana un manual contra la ocupación de viviendas, con esas maneras que tiene de predicador enfurecido, la viva reencarnación de Burt Lancaster en El fuego y la palabra. Acoquina. Resulta que van a lanzar un plan con oficinas distribuidas por las ocho provincias para convertir a Andalucía en “una tierra libre de okupas” y combatir esta supuesta lacra. Los datos le contradicen: las ocupaciones han descendido y la mayoría de los pisos son de bancos y fondos de inversión o públicos. No insinúo yo, ni mucho menos, que haya una conspiración política orquestada para endosarnos alarmas --aunque la relación entre el miedo y la efervescencia del sector es indudable--, pero sí una clara rentabilidad populista para aparecer una vez más como libertadores. Otra hazaña.

Nos movemos en una sociedad que desperdicia su tiempo en seguir la pista de los conflictos y dificultades que inventan para nosotros cada día. A golpe de hitos de usar y olvidar. Entretenidos (y misteriosamente sorprendidos) con la muerte anunciada de un futbolista que arrastraba una mala salud de décadas, o con el melodrama de la folclórica española de cabecera que lleva 36 años en pantalla sin perder audiencia. Ásperos, preocupados y hasta amargados por problemas que no existen, como este de encontrarte en tu mesa a una familia numerosa tras ir a comprar el pan, la desaparición del español o el renacimiento y apogeo de ETA. Mientras, pasan a un segundo plano las desdichas reales: los apuros de los parados, el deterioro de los servicios públicos esenciales o el goteo de la tragedia diaria de la inmigración ilegal, por citar algunos.

Si a una sociedad le flaquea el espíritu crítico, la propaganda es la estrella. Estará a merced de los hechos alternativos

En Andalucía acabamos de conmemorar como una efeméride de primer orden el aniversario de las elecciones autonómicas que permitieron el Gobierno de PP y Ciudadanos, con el necesario respaldo de Vox. Grosso modo, los análisis han sido de botafumeiro. Es lógico: la publicidad institucional es casi la única que aparece en los medios. La escabechina de periódicos y emisoras que se desencadenó con la Gran recesión continúa haciendo estragos. No solo se llevó por delante más de la mitad del empleo --junto con parte del peso político y visibilidad de la comunidad--, sino que las secuelas sobrevenidas de aquella hecatombe, (avivadas de nuevo con la pandemia) se dejan sentir en una especie de renuncia al control periodístico del poder cercano.

Si a una sociedad le flaquea el espíritu crítico, la propaganda es la estrella. Estará a merced de los hechos alternativos, como el que nos contó el presidente Moreno Bonilla respecto a que 126.000 declarantes de otras regiones se censaron en Andalucía para aprovechar su rebaja fiscal. Según él, la demostración práctica de la doctrina ultraliberal que predica que a menos impuestos, mayor recaudación. Lástima que Daniel Cela haya desenmascarado en este periódico con un alud de datos el sofisma de la alegre buena nueva. Distraídos con peligros falsos e intimidades ajenas, la percepción de nuestra propia vida se vuelve difusa. Somos propensos a creer ciegamente en la cultura del éxito, e incluso a defender postulados que van contra nuestros intereses, presos del daño autoinfligido. Lo mismo le digo que sí al de la alarma.

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