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Entrevista póstuma a Raffaella Carrá

Raffaela Carrá

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Tico Medina murió poco antes de que lo hiciera Raffaella Carrá. Seguramente para asegurarse un scoop: la primera entrevista de la diva en su posteridad de formidable rubia de bote. No en balde, como ya sentenció la maestra Maruja Torres, de un tiempo a esta parte, el más allá se está poniendo mucho más interesante que el más acá.

La primera vez que Escolástico Medina entrevistó a la Carrá le hizo la pregunta cuya respuesta aguardaba la humanidad toda:

– De verdad, de verdad, ¿es cierto que usted, es morena?

“Y ella, de esto hace no sé cuantos años, muchos, la primera vez que vino a España”, así lo relató el periodista: “Ya de diva de la tele en Italia, su tierra, me responde echándose todo el oxígeno de su cabello largo en un gesto muy femenino a la espalda”.

– Soy morena de nacimiento, pero soy rubia de sentimiento.

Como Toni Cantó y Santiago Abascal, que son antichiringuitos de nacimiento y chiringuiteros de sentimiento; como quien tiene el corazón dividido entre Beethoven y Georgie Dann, entre Santiago Segura y John Ford o entre Albert Rivera o Inés Arrimadas. Como Jesulín de Ubrique, que toreaba por las tardes y daba conciertos por la noche, en lugares distintos y con helicóptero de por medio: se quitaba el traje de luces y se ponía el de lentejuelas, mientras la afición femenina le lanzaba ropa interior al ruedo como si fueran flores o cojines.

En el fondo, somos todos seguidores de Teresa de Jesús, la de vivo sin vivir en mí y de tal manera espero que muero porque no muero. Raffaella y Tico han muerto porque quizá su mundo también ya lo hizo: el del periodismo de la transición –o, simplemente, el periodismo—y el explota explota que expló de piernas kilométricas y curvas turgentes, en aquellas tinieblas medievales en las que estaba mal visto que las mujeres fumasen o llevasen pantalones. Fue la correa de transmisión del ballet zoom, cuando Valerio Lazarov y Giorgio Aresu se empeñaron en ponerle colorines a la blanquinegra televisión del franquismo. Algo parecido a cuando mi padre trajo a casa un protector para la pantalla de la tele que permitía verla en verde, azul y colorado. Tengo para mí que aquel artilugio, que en el fondo no servía para nada, como el espíritu del 12 de febrero de Carlos Arias Navarro, fue el primer síntoma de que la mayoría silenciosa de la época aspiraba a saber que nada es verdad ni mentira, sino del color del cristal o del plástico con el que se mirase la realidad.

Tico Medina se forjó en la televisión de aquellos años, la del Paseo de La Habana, cuyos estudios –según contaba él mismo—olían a tortillas de patata de un bar vecino; la de Franz Johan y Herta Frankel, la de los vieneses que vinieron del frío con la perrita Marilyn a cuestas. Y desde donde salió a pie para el autoexilio el dibujante Andrés Vázquez de Sola. Rafaella Carrá llegó a la España que cerraba el diario “Informaciones”, donde también colaboró Tico, y su sede caía demolida por la piqueta de la censura. Ella misma la sufrió: aquello de “para hacer bien el amor, hay que venir al sur”, le sentó fatal a Augusto Pinochet, cuando aquel torbellino hermosamente teñido se plantó en el festival de Viña del Mar. Los tiranos nunca fueron jipis y siempre les gustó hacer más la guerra que el amor, ya se sabe.

Desde su Bolonia natal, ella iba para artista de cine pero terminó poniéndole banda sonora a nuestras vidas. En el amor, todo era empezar. En la democracia, también. Y, desde mediados de los 70, la España a la que vino era una fiesta, qué fantástica, fantástica aquella fiesta, en la que hasta el feminismo salía del armario: “Y se encuentra una mujer, ¡Qué Dolor! ¡Qué Dolor! Dentro de un armario; ¡Qué Dolor! ¡Qué Dolor!”

Quizá de todo esto le esté preguntando ahora Tico Medina. Que si cuando fue la primera dama en enseñar su ombligo en la pacata televisión de la época, le interrogará, no estaría queriéndonos decir que dejáramos, de una vez por todas, de mirarnos el ombligo del miedo a salir de noche, a pensar de día y a sentir emociones a cualquier hora.

Desde su blog del “Hola”, que sigue siendo el BOE de la realeza, el periodista la describió hace apenas cinco años con estas palabras: “Se la ha llamado la Diva dorada, la Super rubia, la Marilyn Europea, la bomba italiana, y su Canzoníssima aún resuena por el mundo. Dicen que vivió una especie de historia como de amor con Alberto Sordi, aquel grandísimo italiano al que uno también tuvo la suerte de entrevistar alguna vez, y que era elegante y gracioso”. Y con Frank Sinatra, ya que, en el fondo, también el crooner de los ojos azules era como Ava Gardner. Y con otros personajes de leyenda –“Rumore, rumore”--, en una era en la que no había youtubers que se hicieran influencers del Gobierno andorrano, sino que una simple canción se nos implantaba como un chip de Bill Gates en los algoritmos del alma.

Rafaella Carrá siempre dio el cante, en el mejor sentido de la palabra. En una época en la que las canciones todavía tenían letra, por insustanciales que fueran

“Cantar lo que se dice cantar no era, no es, la Callas -las cosas como son-, pero en todo dio la vida”, acotaba Tico. Sin embargo, Rafaella Carrá siempre dio el cante, en el mejor sentido de la palabra. En una época, repito, en la que las canciones todavía tenían letra, por insustanciales que fueran, antes del éxtasis, extano, esta me la como, me la como yo, que irrumpieron como un huracán devastador en nuestros oídos y en nuestros sueños durante los años del cambio que se convirtió en cambiazo, la época del desencanto y, lo que es peor, de las hombreras, cuyo implacable retorno hace bien en denunciar el escritor Salvador Gutiérrez Solís.

Tico, que se dio a conocer entrevistando a gente corriente en un país de excelentísimos, también conversó con otra persona extraordinaria, con Josefina Manresa, la viuda de Miguel Hernández. Lo hizo en 1972, el mismo año que Joan Manuel Serrat sacó su disco sobre el poeta de Orihuela y el franquismo carpetovetónico afilaba las tijeras para intentar amordazar de nuevo a aquel pastor con máquina de escribir al que no mataron, pero sí lo murieron, como acertó a decir su amigo Vicente Aleixandre. Lo mismo que acaba de hacer el Ayuntamiento neoliberal de Madrid, el de José Luis Martínez Almeida, al suprimir los versos de Miguel del proyectado memorial de la guerra. También la Carrá –que era su nombre de combate—tuvo que enfrentarse a los tijeretazos de la Junta Militar de los Videla, Galtieri y otros carniceros que casi temían más al sexo que a la revolución.

Vale que lo suyo, es cierto, no fue por puños en alto sino por otro tipo de erecciones. En Argentina, ella tuvo que sustituir lo de “lo importante es que lo hagas con quien quieras tú” por una frase más comedida: “lo importante es que tú vayas cuando quieras tú”. En Santo Santo Santo, lo de “el sadismo y masoquismo” se convirtió en “el cariño y el amor mismo”, pero al menos logró de rebote que su canción “Lucas”, se convirtiera en himno de la comunidad LGTBI porteña, aunque no llegara a la altura de Alaska sin los Pegamoides: “Porque una tarde desde mi ventana/ lo vi abrazado a un desconocido/ No sé quién era, tal vez un viejo amigo/ ¡Desde ese día nunca más lo he vuelto a ver!”. Como los argentinos y chilenos no volvieron a ver a los desaparecidos de la Operación Cóndor, por cuya memoria las madres locas atravesaban la Plaza de Mayo todos los jueves del año ante la Casa Rosada.

Quizá el trueque más atrevido en su repertorio, por kafkiano, fuera el de su canción 53.53.456, relativamente poco conocida en España. La letra dejaba entrever con dicha numeración el movimiento de los dedos sobre el marcador de un teléfono o sobre su propio sexo, todo un homenaje encubierto a la masturbación femenina: “53 53 456/ Pasó el tiempo y no puedo esperarte más/ Mi dedo está enrojecido de tanto marcar./ Se mueve solo sobre mi cuerpo y marca sin parar”“. En el Río de La Plata, los censores no se percataron del doble sentido, pero Rafaella tuvo que cambiar la numeración, como ha recordado ahora la prensa de dicho país. La copla terminó titulándose allí 03.03.456, pero solo porque el número dichoso era el mismo que utilizaba una familia a la que no paraban de llamar por mor de la coincidencia.

Gente de andar por casa, seguramente, como la que entrevistó Tico con cierta frecuencia. Como para las que siempre jamás cantaba Raffaella. De todo esto hablarán ambos en su interviú, que pronto quizá publiquen los rotativos del otro mundo. Eso sí, la cantante italiana le insistirá al periodista andaluz si es que sabe si han puesto correctamente su nombre en el epitafio. Con doble efe. Y con acento en la A. Era en lo que solía insistir cada vez que la entrevistaban. Siempre conviene poner el acento en lo importante. Como hacen Pablo Casado o Teodoro García Egea, sin duda, cada vez que intervienen en la comisión de control al Gobierno.  

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