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¿Por qué tantos hombres incompetentes acaban siendo líderes? (y qué hacer para remediarlo)

Liderazgo
23 de octubre de 2021 20:10 h

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El título del libro (Why do so many incompentent men become leaders? (and how to fix it), Harvard Business Review Press, 2019) ciertamente me llamó la atención, como también lo hizo el hecho de que la autoría no proviniese de un nombre más o menos conocido del campo de los estudios feministas y de género sino de un autor, varón, Tomás Chamorro-Premuzic, quien por lo que luego indagué, resultó ser una autoridad internacional en perfiles psicológicos, gestión de talento y desarrollo de liderazgo, profesor de psicología empresarial en University College London y de la Columbia University. Su tesis principal, que quiero compartir hoy con mis lectores, también me sorprendió.

Acostumbrada a mis lecturas sobre liderazgo de mujeres, esperaba que el énfasis estuviera en los obstáculos que las mujeres encontramos a la hora de ascender y de romper techos de cristal en todos los ámbitos profesionales y en todas las esferas de poder. En realidad tenía aún en mente la lectura reciente de otro libro algo ya más antiguo (Through the Labyrinth: The Truth About How Women Become Leaders de Alice Eagly y Linda Carli, Harvard University Press, 2007) en el que las autoras explican cómo la resistencia al liderazgo femenino, los estereotipos de género y los problemas de conciliación familiar están en la base de la infrarrepresentación de las mujeres, antes de proponer toda una panoplia de medidas para abordar lo que, apartándose de la metáfora del techo de cristal (que sugiere un único y gran obstáculo solo al final del recorrido) ellas describen como el laberinto en el que nos encontramos las mujeres. Un laberinto de muros que se cruzan y que van minando las posibilidades de llegar a una meta final que muchas veces ni siquiera se logra vislumbrar con claridad. Medidas, proponían las autoras, como la necesidad de cambiar los sistemas de evaluación poniendo el énfasis en el trabajo por objetivos y no por tiempos; la transparencia en los criterios de evaluación; el uso de métodos transparentes y abiertos de contratación y ascenso; la necesidad de mentoras; garantizar que haya siempre una masa crítica de mujeres en niveles ejecutivos; dar oportunidades de trabajos exigentes a mujeres con buenas capacidades aunque sin tanta experiencia para que precisamente la puedan desarrollar, y, por supuesto, una política de recursos humanos que sea respetuosa con las exigencias familiares y contemple fórmulas flexibles y adaptativas de trabajo.

Los rasgos de personalidad que hacen que seleccionemos a determinadas personas para desempeñar roles de mando son los mismos que permiten predecir que no van a desempeñarse bien cuando los ejerzan como jefes

Pero no es ahí donde Chamorro-Premuzic nos quiere llevar. Su pregunta, en definitiva, no es por qué no están presentes en los roles de liderazgo más de las muchas mujeres competentes que podrían estarlo, sino por qué están presentes tantos hombres que no lo son, como demuestra el hecho de que, de acuerdo con datos que también nos proporciona, el 75% de las personas abandonen sus empleos por culpa de sus jefes, o de que, según encuestas recientes, el 65% de los americanos preferirían un cambio de jefe a una subida de salario. Su tesis central: los rasgos de personalidad que hacen que seleccionemos a determinadas personas para desempeñar roles de mando son los mismos que permiten predecir que no van a desempeñarse bien cuando los ejerzan como jefes. ¿Y de qué rasgos y perfiles se trata? Pues se trataría de personas que tienen un altísimo grado de confianza en sí mismos, de ensimismamiento, de narcisismo y, también, con frecuencia, su dosis de psicopatía. Este es precisamente el perfil que muchas veces identificamos como persona carismática y escogemos para desempeñar puestos directivos. Y también el de las personas que luego desempeñan mal como jefes.

Por supuesto estos rasgos no son exclusivos de los varones. El libro cita por ejemplo experimentos que demuestran que todas las personas tenemos un grado de confianza en nuestras habilidades y capacidades que excede la realidad y que solo el 10% de las personas no se equivoca cuando se les pide que adivinen su cociente intelectual y luego se contrasta la respuesta con la que se obtiene a través de tests de medición. Pero sí hay sesgo de género porque sí se trata de rasgos que tienen más hombres que mujeres y que por lo tanto han servido para conformar estereotipos de género de forma que las mujeres, o los tienen en alguna menor medida, o los tienen que domar si quieren ser exitosas. En otras palabras, el varón puede mostrar sin tapujo alguno su seguridad en sí mismo (aunque sea objetivamente desproporcionada) y ello se percibirá como reflejo de su nivel de competencia, aunque no sea cierto. La mujer que aspira a cargos de mando tiene que ser segura pero además demostrar mucho más su nivel real de competencia y su empatía y generosidad para con los demás, porque de otra forma será castigada por la osadía de su seguridad o rechazada por su insuficiente feminidad o su excesiva masculinización.

Con demasiada frecuencia quienes deciden lanzarse a conquistar cargos de poder parecen entender que de lo que se trata es de lograr un premio, un reconocimiento, una oportunidad para seguir ascendiendo y consolidando estatus

El problema no es solo que esto conduzca a que haya menos mujeres líderes, sino a que los hombres que hay no logran desempeñar bien sus funciones. Tomemos el perfil narcisista. En apariencia personas con complejo de superioridad, en la realidad, personas con una autoestima alta pero frágil, necesitadas de refuerzo constante y altamente egocéntricas. Las escogemos porque venden bien sus ideas y porque se estudian a sí mismos al detalle para saber cómo gustar. Pero en realidad los narcisistas no son buenos líderes porque tienen muchas más probabilidades de incurrir en conductas impropias en el trabajo (fraude, acoso…), porque aunque puedan ser visionarios no logran ejecutar luego los grandes planes, porque no responden bien a la crítica y porque tienen poca capacidad de autocontrol.

El problema de base entonces parece residir en que la sociedad, las empresas y todas las organizaciones e instituciones necesitan una reflexión mucho más profunda de en qué consiste el liderazgo y para qué debe servir la clase dirigente. Con demasiada frecuencia quienes deciden lanzarse a conquistar cargos de poder parecen entender que de lo que se trata es de lograr un premio, un reconocimiento, una oportunidad para seguir ascendiendo y consolidando estatus en vez de verse a sí mismos como un recurso al servicio de la empresa, de la sociedad o de la organización, que solo se justifica si efectivamente beneficia al colectivo, cosa que difícilmente podrá hacer si no sabe gestionar bien el equipo humano que trabaja a su servicio y mejorar en el camino. 

Es para esta gestión adecuada para lo que haría falta primar a personas, no solo con conocimiento y experiencia en un campo, que también, ni con conexiones y contactos que pueden ciertamente ser útiles, sino también a personas con alto grado de inteligencia emocional, que sean capaces de desempeñar un liderazgo transformador que sería el que permitiría hacer de una visión un plan de acción concreto y ejecutable. Personas que sirvan de modelo e inspiración; que tengan la capacidad de delegar, de reforzar, de estimular y de formar a quienes trabajan en el equipo. Personas con alto grado de empatía y autocontrol que les permitan navegar los obstáculos que inevitablemente surgen de la interacción humana, sin agresividad, con resiliencia y efectividad. Personas capaces de cuestionarse a sí mismas y de recibir la crítica como oportunidad de crecimiento. Y ahora sí, preguntémonos: ¿cuántos tenemos un jefe así? ¿Y cómo cambiaría nuestro desempeño y nuestra calidad de vida de tenerlo?

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