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El mitin no es vintage, se lleva
El tono acentuado del orador juega a pelota vasca con las palabras, rebotan por el pabellón, esquivan banderas, sillas de tijera. Delante de la primera fila, de rodillas, apareció él, hizo la señal convenida: el pulgar en alto. Una pequeña bombilla roja, en el atril bajo el micro, también se encendió.
Las palabras se silabizaron. La mano del orador unió pulgar con índice en alto mientras la otra agarra el borde contrario del atril, luego ambas bajaron con las palmas abiertas hacia el público. El gesto de la sinceridad. Acompasó su discurso a tres infinitivos, las tres ideas fuerza de la campaña. Se preguntó por la inseguridad de que triunfasen sus contrarios. Reafirmó su compromiso. Calló. Tres segundos. Pidió el voto no para él sino para hacer posible nuestros sueños.
Se apagó la bombilla. Miró a la primera fila. El tipo de rodillas hacía el gesto con la mano de cortar el cuello.
Los tres minutos de conexión con el informativo habían concluido. El orador elevó el tono, volvió a la arenga inmisericorde con todo lo que existiera mas allá de nuestras banderas.
Pues esto es un mitin: un evento organizado por un partido político para un minuto en un informativo. Una misa de creyentes, sin ánimo evangelizador, sino como demostración maorí de fuerza a otras iglesias que busca lanzar el mensaje al indeciso; ese gollum perseguido por todo partido; al que se le dice: oye tu votarás al partido más grande, fuerte o eres un perdedor que apoya a los que pierden?
El mitin es una liturgia que ni los nuevos cambian, como en el mundo católico tras Trento: sólo algunos cambios formales. La primera fila de nobles en la iglesia del Medievo aquí es la primera fila de acólitos del líder, esa primera fila son una sonriente batalla de codos por la aproximación física al líder como garantía de permanencia en la ubicación institucional. La descarga de autobuses, a la que no ha sido Podemos ajena, trae los creyentes necesarios para el plano televisivo. Detrás del líder o entorno a él, ahora más de moda ese formato de terapia de grupo, se coloca un casting de géneros, de edades. Todo espectador tiene que verse representado. Algunas galas de entrega de premios están menos guionizadas.
La música épica hipnotiza tu brazo haciéndote un compulsivo agitador de banderines, te hace pensar que con los 300 de las Termópilas vas más que sobrado para enfrentarte a los persas, te dan unos cascos con esa banda sonora, el banderín que tienes en la mano y Jerjes está corriendo aún. Fidelizar evangelizados, atraer indecisos a la mayoría.
Conseguido. El primer efecto: más emoción que en un encuentro de venta piramidal, un líder con sus tres frases aprendidas, una cabeza caliente de cámara, pantallas, una caterva de acólitos con un escapulario colgado al pecho con cara de yo mando aquí, un centenar de sacristanes sonrientes alrededor del líder y la misa puede comenzar. Comulgue usted.
Dicen que las redes han cambiado las campañas, el frío compromiso de un twitter o un me gusta en Facebook tranquiliza tu conciencia. Que las calles y plazas públicas sólo quedaron para heroicos vendedores de Mundo Obrero.
Vaya. Pues los últimos actos de Podemos o de Syriza en la Plaza Syntagma no fueron una reunión de hashtags sino de ciudadanos. Las herramientas no consiguen los cambios per sé. Los nuevos colonos del espacio político como Podemos lo saben. Incluso en un paso más: con la estética del líder de cristo redentor. El formato mitin parece que revive, como las grandes superficies, reinventado en formato de supermercado de proximidad en ocasiones. A escala, pero bajo los mismos formatos y estilos.
La política es hoy un gimnasio: lo importante es la forma.
El mitin está de moda. Eso esta bien. Para la televisión, para youtube, para tu compañía de teléfono, tu gasto de datos visionando vídeos. Dos cosas nos han enseñado los emergentes políticos descastados: una cuasi novedosa, la platocracia; la otra recuperada en un definidor gesto vintage de hípsters, la espectaculocracia. Del círculo al mitin.
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